
La guerra en persona
Elisabetta Piqué -enviada especial de LA NACION a Irak-, y otros cronistas que cubrieron conflictos armados, dan testimonio de cómo trabajan para contar la realidad desde un campo de batalla
UMM QASR, Irak.– “Decile a mamá que se llora a los muertos, no a los vivos.” Salvatore La Barbera, camarógrafo de un noticiero de TV italiano, habla con su hermano por teléfono satelital. Después de otro día de combates en el sur de Irak, bajo un cielo estrelladísimo que al Este pasa a ser impresionantemente rojo por el resplandor del fuego de los pozos de petróleo en llamas, este siciliano de 38 años se toma un respiro y llama a su casa, allá lejos, en Palermo.
Como todo corresponsal de guerra, Salvatore tiene que tranquilizar a su familia. Tiene que decirle que está todo bien, aunque en verdad la situación no es tal, porque está en guerra. “Todas las veces que hablo con mi madre se pone a llorar, y yo le digo que estoy vivo, contento, y que se llora a los muertos”, explica, con su típico acento siciliano.
Salvatore –Salvo, para los amigos– está en el mismo equipo que esta enviada: una de las primeras reglas en estos casos es no moverse solo, y vamos en el mismo auto.
Nos conocimos en Tadjikistán, desde donde entramos a Afganistán, y volvimos a encontrarnos en Kuwait para cubrir la guerra del Golfo II. Una guerra absurda como todas, pero distinta, injusta, como dice el Papa.
Con Salvo compartimos la camioneta 4 x 4, la carpa, las latas de atún, las galletitas, las charlas. Pero sobre todo la adrenalina de estar contando el drama de la guerra. Las dificultades a la hora de tomar decisiones, los riesgos, el cansancio de vivir en condiciones a veces imposibles –sin una cama, sin un baño, sin luz–, el estrés a la hora de transmitir las notas. Dicho sea de paso, Salvo acaba de arreglarme el teléfono satelital, fundamental para enviar el material y comunicarse.
Igual que la de Afganistán, también esta guerra tiene un backstage complicado. Para entrar en Irak hubo que pensar seriamente en la parte logística. Alquilar una 4 x 4 en Kuwait –sin decir que la idea es cruzar a Irak–-, comprar bidones de aluminio para la nafta –difícil de conseguir en el sur del país, vaya paradoja en el segundo país con más reservas de petróleo del mundo–, encontrar un portaequipajes, comprar víveres –especialmente cajas de botellas de agua, aquí inhallables– y, fundamental, un motor para la energía eléctrica para recargar las baterías de los teléfonos satelitales, de las computadoras, y para la luz.
Y menos mal. Entrar en Irak, en efecto, significó no tener un techo seguro para dormir, y verse obligado a acampar al lado de la autopista, donde en teoría un check point inglés nos protegía de posibles ataques por parte de efectivos leales a Saddam Hussein. Antes de tener que huir de este improvisado campamento a la vera de la ruta porque los informes de inteligencia británicos advertían que los cerca de cien periodistas éramos un apetecible blanco para un grupo de iraquíes armados con cohetes RPG y Kalashnikov, con colegas italianos –del Corriere della Sera, Il Sole 24 Ore, Il Giornale, L’Unitá, Il Messaggero de Roma, Il Mattino de Nápoles, Il Resto del Carlino de Bolonia, y del noticiero de Italia 1– ya habíamos bautizado a nuestra zona de vehículos y carpas Camp Italia . Para envidia de los colegas norteamericanos, nos preparábamos para cocinar una pasta la noche que tuvimos que emprender la fuga en medio de la oscuridad.
Entrar en el sur de Irak también significó chocar enseguida con la noticia de colegas que han muerto, o han sido víctimas de emboscadas por parte de grupos iraquíes. Terminada la Guerra Fría, las guerras se han convertido en algo más que caliente para los enviados, que en los últimos años dejaron el pellejo para contar la historia. Y enseguida la pregunta que acosa a muchos de nosotros: ¿vale la pena? La primera respuesta es no. Todos queremos vivir. Pero hilando más fino también hay que admitir que queremos vivir para contarla, para lo cual a veces inconscientemente, o no, hay que arriesgar.
En esta guerra absurda, tan planeada y querida por los Estados Unidos, para dar una imagen de transparencia el Pentágono inventó el embedding . El virtual enrolamiento de cientos de periodistas que siguen las distintas divisiones de marines en su invasión al país, que tienen muchísimas limitaciones a la hora de contar la historia. No ven lo que quieren ver, sino lo que los aliados deciden que pueden ver, cuando y como ellos quieren.
Como era de esperar, la mayoría de los periodistas embedded es norteamericana y británica. Algunos diarios importantes de Estados Unidos tenían hasta diez periodistas embedded , y por supuesto en posiciones buenas, de primera línea. Furioso, un colega italiano contó que logró ser embedded , pero en una base militar de los Estados Unidos en Alemania, y en otra base en Colorado. Digamos que un poco lejos del escenario del conflicto. Los periodistas que no estamos embedded fuimos acreditados por el comando aliado como unilateral . Enseguida nos dimos cuenta que ser unilateral es como ser de segunda. Aunque tenemos la ventaja de movernos libremente, dado que la situación en el sur de Irak sigue siendo, como definen eufemísticamente los ingleses, very fluid, corremos muchos más riesgos que los privilegiados embedded .
Un ejemplo concreto. En este momento estoy escribiendo sentada en el auto, con una linterna porque es de noche, acampando en un espacio de tierra que queda enfrente del comando aliado de Um Qsar, donde llegué hace muy poco con el grupo de italianos con el cual me muevo. En el denominado hotel, porque efectivamente era un hotel , donde hoy se aloja el comando, están parando varios periodistas embedded. Cuando le pedimos por favor al mayor Jeff Molton si nos dejaba acampar también a nosotros en este predio, la respuesta fue negativa. “Aquí tenemos a periodistas que están embedded , y si los dejamos pasar a ustedes, después tendremos que dejar entrar a todos los demás que nos vendrán a pedir. Discúlpenme, pero las reglas son reglas, y hay que respetarlas”, se excusó, con la característica gentileza británica. El mayor de todos modos nos dijo que podíamos acampar frente a su cuartel, y que ahí nadie se iba a atrever a atacarnos. Poco después, el cielo comenzó a iluminarse con decenas de luces de bengala, y comenzamos a ver sombras que se acercaban. Eran marines británicos, que no sabían nada de nuestra presencia, que estaban en medio de una operación militar para buscar a un gunman que creen que está en la zona. Nos pidieron que apaguemos las luces. “¿Tenés miedo?” Es la pregunta que me hace todo el mundo. La contestación es: “Claro que sí, soy humana”. Pero soy optimista y siempre pienso que no me va a pasar nada.
De ellos es el coraje, y para ellos debería ser la justicia
Silvia Pisani
Corresponsal de LA NACION
AMMAN, Jordania.– Me ha tocado trabajar en dos guerras, la de Afganistán y esta que transcurre ahora, y en las dos tuve –y tengo– la misma sensación de impotencia y hasta de vergüenza por la tristeza en los rostros de quienes nos ven llegar y, sobre todo, nos ven partir sin que nada haya cambiado en su penosa situación.
Todo tiene poca posibilidad de cambio para esos iguales que, a diferencia nuestra, no eligieron estar en guerra, sino que la guerra les cayó encima. Y ven llegar a periodistas de lenguas extrañas, con equipo, ropa y, sobre todo, comida, que ellos no tienen. Ni tampoco poseen un pasaje de avión para irse lejos del dolor y del espanto que, para ellos, serán los mismos durante mucho tiempo, cuando ya no sean noticia.
¿Qué pasaba por las mentes de los palestinos que, en Cisjordania, veían a un colega norteamericano día y noche con borceguíes, casco de guerra y chaleco antibalas, rodeado de pobladores protegidos sólo con su astroso saquito de lana? ¿Y qué cada vez que sonaba su teléfono satelital cuando ellos no tienen siquiera uno de línea para llamar a un médico ni tampoco médico al cual llamar?
Nunca olvidaré la alegría de Waheed, mi guía y traductor en Paquistán, cuando le pagué al terminar el primer día de trabajo juntos. Era la cifra justa y, para él, toda una fortuna por la que agradeció al cielo. “Algún día sacaré a mi familia de aquí y nos iremos donde podamos vivir”, dijo cuando nos despedimos. Fue la primera vez que habló de sí mismo. Pero su sueño de emigrante no pudo ser: Meses más tarde, cuando todo había terminado, supe que murió de cinco balazos en la espalda. Alguien se quedó con el dinero que ahorró arriesgando el pellejo. La guerra está llena de gente como Waheed. Y repleta de personas con miedo y, a la vez, enorme coraje. De rostros con mirada vacía, de refugiados (qué palabra tan escasa para explicar el tremendo destino que no eligieron) que se refugiaron una y más veces escapando de guerras sucesivas que intentaban corregir lo que la anterior no arregló. Y desborda de una misma miseria de pies en los charcos, de labios supurantes por la deshidratación, de hambre y de escaso futuro. Entre todo eso recuerdo, también, la inagotable sonrisa con que saludaban los niños paquistaníes, cada vez que levantaban la mirada de las piedritas con que jugaban. De ellos y de los suyos es el coraje, y para ellos debería ser la justicia. Y mejor si es infinita, como le gusta a Bush.
Que el club de la adrenalina no se convierta en una parodia para la televisión
Por Gabriel Pasquini
(Cubrió para LA NACION la guerra de Kosovo, en 1999)
Durante tres meses pertenecí a un club único en el mundo que todavía extraño.
Entre marzo y julio de 1999 cubrí la guerra de Kosovo. No creo volver a sentir esa felicidad particularísima. No me hago ilusiones. No fue perder las historias increíbles, el desafío profesional o la prueba del coraje lo que más lamento. No. El club, que integraban otros corresponsales y muchos otros especímenes que pululaban por el campo de batalla con diversas excusas, era el club de la adrenalina. Era un común círculo de adictos: no había quejas por el riesgo, sino por el aburrimiento; una bomba lejana o que no caía era una oportunidad perdida; la muerte no se temía, sino que se deseaba cercana.
Recuerdo a Julio Fuentes, muerto dos coberturas más tarde, en Afganistán, contándome con los ojos encendidos su paseo por casas destruidas de Pristina, los insultos de los serbios, y los restos de balas y sangre en las paredes. Había cubierto las guerras de Croacia y de Bosnia, y aun marcharía a la de Chechenia que –me escribiría con entusiasmo– encontró más cruenta y terrible que las otras.
Acaso alguien se horrorice. Debo decir, en su defensa, que los miembros de esta asociación teníamos códigos dictados por el pudor. Se hablaba de la guerra y no de uno mismo; se disfrutaba o sufría en silencio; se arriesgaba la vida sin alharaca y se lamentaba con recato la pérdida de los caídos en el ejercicio de su vocación.
Los medios se vuelven cada día, sin embargo, más autorreferenciales. Las guerras se hacen para la prensa y la prensa hace, también, la guerra. Tal vez sea lógico que ahora haya corresponsales que expongan sus intimidades; la cobertura de guerra tal vez se transforme en un reality show. Me pregunto si aquel deseo de aventuras, por el que murieron tantos, acabará en una parodia por TV.
Morir en Vietnam
Por Fernando Sánchez Zinny
"Me he encontrado con un muchacho triste y amable a quien vi hace algunos años en Buenos Aires. Se llama Ignacio Ezcurra y está aquí por LA NACION." La referencia pertenece a Oriana Fallaci y figura en su diario de la Guerra de Vietnam, en el párrafo anterior al que da cuenta de que ese joven ha desaparecido. Era el 8 de mayo de 1968 y unos días después se lo reconoció en la fotografía de un cadáver. Sus restos nunca se hallaron.
Tenía 29 años, era casado, padre de un hijo y con otro en camino. Había vivido increíblemente y a los apurones, como si supiese que le tocaba un plazo corto y debía aprovecharlo. Alto y flaco, casi como un personaje de El Greco, una pizca tartamudo y con incipiente calvicie, a más de triste y amable sabía ser incansable, burlón y hasta extravagante. Leía agachado y andaba descalzo por la Redacción. Hablaba solo y a veces prorrumpía en absurdos aplausos a sí mismo, feliz por el hallazgo de una buena frase. Notero genial y fotógrafo brillante, estaba en su destino ser periodista, entre otras cosas por integrar la familia propietaria del diario.
Un día, con dos amigos, salió a recorrer América y luego de ocho meses llegó haciendo dedo a los Estados Unidos. Escaló montañas y fue cazador; hizo crónicas minúsculas y entrevistó a Martin Luther King y a Robert Kennedy. De niño conoció a Ernesto Guevara y es significativo que cuando el Che murió haya escrito una semblanza montada en esta paradoja romántica: "Fue para muchos –dice, hablando de aquella muerte– un motivo de envidia, a pesar de que estaba en una losa, rociado de balas", curioso anticipo de su propia aventura, truncada ocho meses más tarde, justo en la culminación de su talento periodístico. Llevaba catorce días en Vietnam y quería verlo todo, tocarlo todo, sufrirlo todo. Pedía y recomendaba "salir de Saigón y buscar la guerra".
La camioneta se detuvo en el barrio de Cholón y descendieron Ignacio y Merton Perry, de Newsweek. Ahí se pierde su rastro y es casi seguro que lo mataron los vietcong tras haberlo apresado. La guerra es así y esas cosas pasan; no en balde, en inglés baja –en sentido militar– se dice casualty ...
Así describe el trabajo el Comité Internacional de la Cruz Roja
¿Qué es un corresponsal de guerra?
Es un profesional de la comunicación y de la información que, en un conflicto armado de carácter internacional, presta sus servicios a una de las fuerzas armadas que combaten e informa según la perspectiva de quienes comandan la tropa a la cual está adscrito.
¿Cómo se define un corresponsal o enviado especial?
Se trata de los periodistas que, ya sea como free-lance, corresponsales o enviados especiales de medios informativos en los teatros de operaciones militares son considerados periodistas en misión profesional peligrosa.
¿Qué es el Derecho Internacional Humanitario (DIH)?
Es el conjunto de normas cuya finalidad, en tiempos de conflicto armado, es, por una parte, proteger a las personas que no participan, o han dejado de participar, en las hostilidades y, por otra, limitar los métodos y medios de conducir las hostilidades. De conformidad con el DIH, el periodista que realice misiones profesionales en las zonas de conflicto armado debe ser respetado y protegido, a condición de que se abstenga de todo acto que afecte su estatuto de persona civil.
Entre la noticia y el heroísmo, un abismo de tragedia
Por Carlos M. Reymundo Roberts
(Cubrió para LA NACION la guerra entre Ecuador y Perú, en 1995)
Para un corresponsal de guerra, los combates son adrenalina, son exitación y –con perdón– son noticia. Hasta que se convierten en tragedia.
En enero de 1995, mientras cubría el conflicto fronterizo entre Ecuador y Perú, el problema de los periodistas era que, en aquella selva remota e inhóspita, los dos países se las habían ingeniado para mantenernos lejos del frente. Es decir, lejos de la verdad.
Por eso, las pocas visitas que hicimos al puesto de avanzada Cóndor Mirador –base ecuatoriana que había sido atacada varias veces– eran momentos de tensión, de expectativa.Por fin estábamos cerca de la acción, donde la guerra no es un parte militar, cuadriculado y escondedor, sino una porción de historia que debe ser contada.
Allí conocí al teniente Fausto Flores, un joven de 28 años especializado en guerra electrónica. Me contó su vida. Estaba casado, tenía tres hijos (el último, recién nacido) y soñaba con poder hacer un curso de computación.
Robusto, simpático, su misión era captar comunicaciones del enemigo para descifrarlas. No era, pues, un soldado de campo, sino de inteligencia.
De pronto, una ráfaga vino a perturbar la relativa calma de ese puesto, a 2400 metros de altura. Fuerzas peruanas habían llegado hasta las primeras líneas de Cóndor Mirador. Mientras se escuchaba el repiqueteo de ametralladoras, vi a Flores correr hacia abajo, fusil en mano. Fue una reacción impulsiva y temeraria: no era su función y desconocía el terreno. Se lanzó a perseguir a tres peruanos, hasta que pisó una mina que lo hizo saltar por los aires. Mientras se desangraba en el piso, con sus piernas destrozadas, seguía disparando y pidiendo a los que lo apoyaban que se olvidaran de él.
Volví a verlo una semana después, cuando lo visité en un hospital de Quito. Le habían amputado las piernas. En la semipenumbra de un cuarto mínimo, con su esposa a su lado, llorando, lo encontré transido de dolor, pero satisfecho. "Lo hice por mi país", dijo.
Fausto Flores me enseñó lo que es la guerra. Yo estaba feliz con mi adrenalina y con mi noticia. El, con su arrojo. Yo había hecho una buena nota. El, un acto heroico. Un soldado. Un periodista. Y en el medio, un abismo de sinrazón y de tragedia.
George Orwell en la Guerra Civil Española
En este estremecedor relato, escrito en mayo de 1937, el escritor y periodista describió magistralmente la experiencia de ser herido en combate
“Había pasado diez días en el frente cuando me ocurrió. La experiencia de ser baleado es muy interesante, y creo que vale la pena describirla en detalle. Estaba en un extremo del parapeto, a las 5 de la mañana. Siempre es una hora peligrosa, porque estaba amaneciendo a nuestras espaldas, y si uno asomaba un poco la cabeza, el contorno se recortaba claramente contra el cielo. En ese momento estaba hablando con los centinelas antes del cambio de guardia. De repente, en mitad de una frase, sentí... es muy difícil describir lo que sentí, a pesar de que lo recuerdo con gran vividez.
“Tuve la sensación, por así decirlo, de estar en el centro de una explosión. Escuché un ruido atronador y me encontré en medio de un relámpago, y experimenté un tremendo golpe... no dolor, sólo un golpe, como el de una descarga eléctrica, junto con una tremenda debilidad, la sensación de haber sido aplastado y convertido en polvo. Las bolsas de arena que tenía delante retrocedieron, desapareciendo a una distancia inmensa. Creo que debe sentirse algo muy semejante al ser impactado por un rayo. Inmediatamente supe que me habían dado, pero a causa del estallido y el relámpago pensé que a alguien muy próximo se le había disparado el arma accidentalmente y me había pegado un tiro. Todo esto ocurrió en menos de un segundo. De inmediato, mis rodillas se dispararon hacia arriba y caí a tierra, mientras mi cabeza golpeaba el suelo con un ruido sordo, pero, para mi alivio, sin dolor. Estaba como atontado, anestesiado y, aunque era consciente de estar malherido, no sentía dolor en el sentido convencional.
“El centinela estadounidense con el que estaba hablando se sobresaltó. ¡Por Dios! ¿Está herido? Todos empezaron a arremolinarse a mi alrededor. Empezaron a gritar lo habitual: ¡Levántenlo! ¡Abranle la camisa! , etcétera. El estadounidense pidió un cuchillo y me cortó la camisa. Yo sabía que tenía un cuchillo en el bolsillo y traté de sacarlo, pero descubrí que tenía el brazo derecho paralizado. Como no sentía dolor, experimenté una vaga satisfacción. Esto seguramente complacería a mi esposa, pensé; siempre había deseado que me hirieran, porque eso me salvaría de que me mataran cuando llegara la batalla definitiva. Sólo entonces se me ocurrió preguntarme adónde me habrían dado, y cuán grave era mi herida; no sentía nada, pero era consciente de que la bala me había dado en la parte delantera del cuerpo. Cuando intenté hablar descubrí que no tenía voz, sólo un débil hilito, pero con el segundo intento logré preguntar adónde me habían dado. En la garganta, me dijeron (...)
“Me pregunté cuánto podía durar alguien con la carótida rota: unos minutos, supuse. Todo se volvía borroso. Durante un par de minutos, más o menos, creí que estaba muerto. Y también eso fue interesante... quiero decir que es interesante saber qué es lo que uno piensa en ese trance. Mi primer pensamiento, muy convencionalmente, fue para mi esposa. El segundo fue un violento resentimiento por tener que abandonar este mundo que, al fin y al cabo, me venía tan bien. Tuve tiempo de experimentar ese sentimiento con intensidad. La estúpida mala suerte me enfurecía. ¡Qué sinsentido! ¡Que me balearan, pero ni siquiera en batalla, sino en un tranquilo rincón de las trincheras, y por negligencia! También pensé en el hombre que me había disparado... me pregunté cómo sería, si era un español o un extranjero, si sabría que me había alcanzado, y cosas así. Pero no podía sentir ningún resentimiento hacia él. Pensé que, si era un fascista, lo hubiera matado de haber podido, pero que si lo hubieran hecho prisionero y lo trajeran ante mí en ese momento, simplemente lo hubiera felicitado por su buena puntería. Sin embargo, es posible que, cuando uno verdaderamente se está muriendo, piense de otro modo...”