La gran sed norteamericana
La instauración de la Ley Seca en 1920, antecedida en medio siglo por una guerra de rezos y refriegas que "las prohibicionistas" habían librado contra el alcohol, abrió las puertas a una era sangrienta, presidida por su majestad el crimen organizado
El 16 de enero de 1920, los Estados Unidos incurrieron en uno de los mayores desatinos de su historia: pusieron en vigor la Volstead Act, llamada así por Andrew J. Volstead, senador republicano por Maine que impulsó su sanción para prohibir la venta de bebidas alcohólicas en todo el país. Por cierto, las campañas abolicionistas venían desde muy antiguo. Podría decirse desde que comenzaron a descender de los barcos individuos sedientos, que parecían haber atravesado el Atlántico en 15 días sin ingerir una sola gota de agua potable o algún sucedáneo destilado, y tropezaron con quienes habían efectuado esa misma travesía leyendo la Biblia y cantando hosannas al Señor Dios de la Temperancia. Los descendientes de los Padres Fundadores se sentían agraviados por esa gente zafia que desembarcaba en la tierra de promisión con un pequeño bagaje humilde y una gran sed suntuosa. Una y otra vez reclamaron de las autoridades que combatiesen el demonio del alcohol. Quizá la más dramática acción de los prohibicionistas fue la llamada Guerra de Mujeres, en 1873. Por entonces, funcionaban a todo vapor unos 100.000 saloons (bares), o sea uno por cada 400 habitantes. En todo el enorme territorio, millares de mujeres se concentraban en los templos, rezaban, cantaban himnos y desde allí enderezaban hacia los bares, donde tendían un cerco virtuoso para salvar las almas temulentas de su eterno destino ígneo. Las autoridades recibían con tedium vitae sus reclamos.
Para colmo de males, podía suceder que llegase a la presidencia de los Estados Unidos un sujeto desastrado como Ulysses Simpson Grant, héroe de la Guerra de Secesión y hombre de tres o cuatro botellas de whisky por día. No era fácil la lucha de los temperamentales apóstoles de la templanza, que jamás bajaron los brazos. La Anti-Saloon League y la Womans Christian Temperance eran, en el último cuarto del siglo XIX, las organizaciones más poderosas en esa misión de evitar que almas etílicamente húmedas se secaran en el infierno.
El doctor Howard Russell y la increíble Carrie Nation ganaron fama nacional por sus campañas antialcohólicas. La foto más difundida de la Nation la muestra con una Biblia en una mano y un hacha en la otra, lista para arremeter contra los endemoniados alambiques y toneles. Ambos encabezaron decenas de expediciones punitivas contra los saloons, y los congresistas los veían llegar como ilevantable maldición cada vez que aparecían por los pasillos del Capitolio con sus carpetas rebosantes de proyectos de leyes abolicionistas. Con el país inmerso en la Primera Guerra Mundial, los congresistas se dieron tiempo para abstraerse del drama europeo y debatieron la Enmienda 18, que prohibía "la producción, la venta y el transporte con fines de consumo de licores nocivos" en toda la Unión. La sancionaron el 17 de diciembre de 1917.
El presidente Woodrow Wilson la vetó, pero quedaba otro recurso constitucional: en un país eminentemente federalista como los Estados Unidos, una enmienda puede ser incorporada a la ley fundamental de la nación si es ratificada por los dos tercios de los estados. El 16 de enero de 1919 se alcanzaron las ratificaciones de 36 de los entonces 48 estados, y la Enmienda 18 quedó firme y entraría en vigor a la medianoche del 16 de enero de 1920. Ese día, los grandes diarios nacionales y regionales incluyeron en sus ediciones un aviso a toda página que exultaba: "Ha llegado finalmente el primer día de la América seca. Un minuto después de medianoche nacerá una nueva Nación. La Liga Antialcohólica augura a cada hombre, a cada mujer, a cada niño, un feliz primer año seco".
Ese mismo día, millones de norteamericanos descubrieron que estaban acosados por una sed que llameaba desde el día en que los Padres Fundadores avistaron la Roca de Plymouth. A partir de ese 16 de enero, bebieron con fruición rabelesiana, como que en el primer año de la llamada ley seca trasegaron 600 millones de litros de whisky, ron y gin, 2500 millones de litros de cerveza y 400 millones de litros de vino, lo que daba un fantástico promedio de 25 litros anuales por habitante (¡bebes y puritanos incluidos!), lo que equivalía a una ingesta de casi 10 litros de alcohol puro per cápita.
Junto con la sed creció una gangrena: la del crimen organizado, la mafia, que hasta entonces había medrado con la prostitución, los secuestros extorsivos, los asesinatos por encargo, el racket (la protección extorsiva), el saqueo de sindicatos creados a su imagen y semejanza, los préstamos usurarios y los asaltos y el tráfico de bienes robados. En ese primer año, recaudó unos 4000 millones de dólares (frente a los dólares de 1920, los actuales parecen la divisa huérfana de poder adquisitivo de algún país hundido en crónica recesión). El cielo parecía ser el límite: el 16 de enero de ese año los capos advirtieron que los puritanos les entregaban en bandeja de oro las llaves de inagotables minas de diamantes. Con sorprendente celeridad, montaron una gigantesca red clandestina de producción, distribución y venta de bebidas alcohólicas. La mayoría de esos boss (jefes) eran jóvenes sin mayor experiencia en el mundo del gran negocio, pero a pura intuición hicieron en pocos meses lo que a los graduados de Harvard o Chicago les hubiese llevado años de echar humo por el cerebro.
"Este sistema nuestro, llámesele americanismo, capitalismo o como se quiera, nos da a todos una oportunidad, si es que somos capaces de aprovecharla al máximo", sentenciaba entonces Al Capone.
¡Y vaya que si la mafia la aprovechó al máximo! El alcohol que destilaban las bandas era infame, para decir lo más suave, pero también estaban capacitadas para atender las exquisitas demandas de banqueros, estrellas cinematográficas, políticos y demás gente de plata fácil, porque montaron una red de contrabando en gran escala con buques, lanchas costeras y camiones propios, y también con agentes del servicio de guardacostas y policías propios, porque los habían comprado al mejor postor. Un espectable contrabandista fue cierto hijo de irlandeses, famoso por sus temibles operaciones bursátiles en Wall Street y agitadas aventuras financieras y sentimentales en Hollywood, llamado Joseph Kennedy, socio del gángster Frank Costello. Casualmente, el padre de John Fitzgerald Kennedy.
Los hermanos Genna (Sam, Vince, Pete, Angelo, Tony y Mike) fueron pioneros en el negocio clandestino del alcohol. Residentes en Chicago, montaron prácticamente al día siguiente de la entrada en vigor del Acta una red de alambiques operados por inmigrantes italianos sin trabajo, a los que pagaban 15 dólares por día, un salario importantísimo por aquellos años. Los Genna rastrillaban unos 150.000 dólares mensuales libres de impuestos, pero su imperio entró en colisión con otro imperio emergente, liderado por Alphonse "Al" Capone. En mayo de 1925, Scar face, como también se lo conocía, se lanzó contra los Genna y en un mes asesinó a tres de ellos; los hermanos sobrevivientes se esfumaron, renunciando a cualquier beneficio del afluente negocio. En 1927, a los 28 años, Al Capone se había apoderado de Chicago; para eso, instaló como alcalde a un político de su nómina. Costo de la operación: 200.000 dólares, una inversión de altísima rentabilidad. Sus ingresos en ese año se estimaron en 105 millones de dólares (60 por la venta de alcohol y licores, 25 por la administración de casinos, 10 por los burdeles y 10 por extorsiones).
Pero tenía sus gastos. Debía pagar a policías, políticos, inspectores, verificadores del prohibicionismo, periodistas y abogados sumamente necesarios ("Puede robar más un abogado armado de expedientes que mil hombres armados de pistolas", Vito Genovese).
Además, mantenía a cientos de soldados o torpedos, como denominaba a sus sicarios; decenas de edificios y departamentos, y una numerosa flota de vehículos. Sólo en políticos, jueces y policías corruptos invertía unos 15 millones de dólares anuales. De todos modos, le quedaba una renta anual de unos 30 millones de dólares. Por esos años, el american way of life o, si se prefiere, el american dream costaba unos 300 dólares mensuales.
En el primer año de vigencia de la Volstead Act, el Estado federal perdió unos 3000 millones de dólares por impuestos que dejó de percibir, mientras los norteamericanos se dedicaron de lleno a hacer trabajar sus gaznates como pistones de un McLaren-Mercedes en las rectas de Spa-Francorchamps. Evidentemente, en su militante virtud, prohibicionistas y congresistas olvidaron que el ser humano pertenece a una especie esencialmente transgresora (pedigree que parece arrancar de cierto asunto donde estuvieron involucrados una manzana, una serpiente y un ser ininteligible), porque apenas comenzó a regir la prohibición, millones denorteamericanos, aun aquellos que se mareaban con un bombón de licor, corrieron a beber como si en eso fuese la salvación del alma o de la patria. Solamente en Chicago, las muertes por etilismo aumentaron en 1927 en un 600 por ciento, atribuible al efecto venenoso de alcoholes producidos sin control alguno. Paralelamente, los gángsters, que se disputaban ciudades y barrios como si fueran mercados, con profusión de escopetas de caño recortado y ametralladoras Thompson .45, se enzarzaron en una guerra civil no declarada, que en cinco años causó, sólo en Chicago, más de 500 muertos. Al aportó a la estadística, entre otras bellezas, la matanza del Día de San Valentín, el 14 de febrero de 1929, que eliminó de la competencia a la banda de George Bugs Moran, por la pérdida de siete de sus soldados. Esa matanza es recordada por su brillante concepción táctica; pero hubo peores masacres: el 26 de febrero de 1930 se inició la llamada Guerra de Castellammare, cuando Joe The Boss Masseria decidió una limpieza étnica de mafiosos sicilianos nacidos en Castellammare di Stabia, de donde era oriundo su archirrival, Salvatore Maranzano. Cuando cesó el tiroteo un año después, el censo de Nueva York registraba la baja de un centenar de distinguidos ciudadanos. E inmediatamente después, en la noche del 10 al 11 de septiembre de 1931, la mafia tuvo su Noche de los Cuchillos Largos, también llamada Vísperas Sicilianas, cuando la joven guardia liderada por Lucky Luciano, Vito Genovese, Frank Costello y Meyer Lansky eliminó, en un operativo perfectamente sincronizado que abarcó todo el país, a más de 50 Moustaches Petes o Greasers, como eran llamados los capos de la vieja guardia. (Esa metodología de exterminio parece haber inspirado al Führer para ejecutar el 30 de junio de 1934 su propia versión de la "Noche", cuando hizo asesinar a más de 1100 jerarcas de las SA que habían incurrido en el absurdo de creer que la revolución nacionalsocialista debía ser una revolución socialista).
Contra lo que pueda suponerse, la Volstead Act no fracasó. A pesar del explosivo (en todo sentido) incremento de la oferta de líquidos fermentados y destilados, la mayor parte de la población de los Estados Unidos recobró pronto la mesura y se alejó de la euforia de la transgresión. El consumo de alcohol puro bajó de una media de 9,8 litros per cápita en el período 1906/1910 a 3,7 litros a la salida de la Prohibición.
Para corregir el dislate de la Volstead Act, sólo había quedado la posibilidad de montar una estructura policial capaz de desmantelar los circuitos de contrabando de alcoholes nobles y de producción ilegal de alcoholes procaces, así como de clausurar los speakeasies, es decir los locales presuntamente clandestinos donde se vendían copiosamente al detalle.
Las policías de los estados fueron sorprendidas por el vertiginoso crecimiento metastático de ambas estructuras, de tal manera que, para reforzar sus cuadros, se vieron en la necesidad de reclutar algo indiscriminadamente a nuevos agentes.
Isidore Izzi Einstein fue uno de ellos. Medía algo menos de 1,60 metro y pesaba más de 120 kg. Cuando se presentó para ofrecer sus servicios, la guardia creyó que se trataba de un excesivo bromista. Nada de eso. El gordo estaba bien dispuesto a luchar contra la venta ilegal de alcoholes, aunque no era abstemio ni abolicionista. Lo impulsaba a la lucha el sueldo ofrecido: 1700 dólares anuales, que podían elevarse hasta los 2500 si se mostraba eficiente.
Decidió reclutar a un ayudante y eligió a su vecino, Moses Moe Smith, otros 120 kg acumulados en poco más de un metro y medio de estatura, y tan audaz e ingenioso como él. La policía formó con ambos una de las más singulares parejas de detectives que hayan actuado nunca en los Estados Unidos.
Sus hazañas los transformaron en personajes nacionales. No había semana en que no apareciesen en la primera plana de los diarios o no se hablase elogiosamente de ellos en las cadenas radiales. Pero esa efusión mediática se volvió en su contra porque los hizo demasiado famosos.
Los porteros de los bares clandestinos comenzaron a sudar frío cuando observaban por la mirilla a algún gordo, tuviese o no aspecto de detective, y corrían a alertar a sus compinches y a los clientes, los que salían de estampida por las puertas de atrás. (Mala época para inocentes gordos sedientos.) Por sospechas de los gángsters y por celos de los policías, fue disminuyendo la efectividad del dúo, hasta que llegó el día en que se decidió prescindir de sus servicios. Se clausuró así un capítulo memorable en la historia de los cuerpos policiales norteamericanos. Por entonces, Izzi Einstein y Moe Smith habían logrado secuestrar algo más de 5 millones de botellas de licor, miles de cubas y alambiques y decenas de miles de elementos utilizados en los speakeasies para la atención de la clientela. Además, enviaron a la justicia a exactamente 4392 sospechosos, de los cuales el 95 por ciento fue encontrado culpable y condenado, proeza que hasta "Los Intocables" de Elliot Ness habrían envidiado. Lástima de los gordos, que no acostumbraban a usar armas de fuego: si hubiesen disparado más, los productores cinematográficos y de televisión seguirían aún hoy atropellándose para conseguir los derechos que les permitiesen urdir fogosas series...
Pero las victorias de la ley se alternaban con las derrotas en una seguidilla que recordaba el tartajeo de las ametralladoras. Los cruzados de la templanza, que creían luchar contra una intolerable disolución de las costumbres, asistieron horrorizados al estallido de alucinantes formas de violencia e hipocresía organizadas. Coadyuvaron, a pesar de sí mismos, a la quiebra de instituciones fundamentales para la construcción y preservación de una sociedad sana, como el poder político, la justicia y la policía, que fueron corroídos por la corrupción.
Peor aún, los bienpensantes crearon un poder clandestino que no sólo ha desafiado al poder legal, sino que éste ha debido acudir a él en circunstancias dramáticas para el destino de la nación.
Así, durante la Segunda Guerra Mundial, la Casa Blanca pidió a la mafia que movilizara a los obreros portuarios, cuyo encuadramiento sindical hegemonizó para impedir acciones de sabotaje de agentes nazis en los puertos de Nueva York, pues su normal funcionamiento era vital para el transporte de alimentos y pertrechos bélicos a Gran Bretaña.
La mafia hizo de los puertos la zona más segura de las costas durante toda la guerra. Más aún, cuando se preparaba el asalto final de los aliados contra la fortaleza nazifascista en Europa, la US Navy logró que Lucky Luciano, el más poderoso jefe del hampa neoyorquina, que se hallaba en la terrible Clinton State Prision de Dannemora cumpliendo una condena de 30 a 50 años de reclusión, intercediese ante la mafia siciliana para que el desembarco en Sicilia pudiese realizarse con la menor resistencia posible.
Como recompensa, a medida que se liberaban las ciudades sicilianas, sus ayuntamientos eran puestos en manos de la mafia, que montó una gigantesca estructura de contrabando y mercado negro, saqueando los depósitos de los ejércitos aliados, cuyos camiones solían ser utilizados para el transporte de las mercancías contrabandeadas y robadas.
En cuanto a Luciano, tan pronto logró la colaboración de sus amigos sicilianos, fue trasladado a la prisión de Albany, una cárcel de cinco estrellas en comparación con La Siberia, como se llamaba a Dannemora, y el 7 de febrero de 1946 fue deportado a Italia, eufemismo de su anticipada liberación por los importantes y patrióticos servidos prestados.
Por lo demás, nada simboliza mejor el poder de la mafia en la política interna de los Estados Unidos que su intervención en las históricas elecciones del 6 de noviembre de 1960, cuando John Fitzgerald Kennedy ganó la presidencia por apenas 119.360 votos de ventaja sobre Richard Milhous Nixon.
Fue una elección signada por el fraude perpetrado por la mafia, sobre todo en Chicago y Nueva York, donde la colusión de la mafia y Tammany Hall, la sede del comité demócrata, es una bizarra tradición de la política norteamericana.
De no haber sido por eso, los electores republicanos habrían dominado el colegio electoral. Presionado por sus amigos mafiosos (si algo distingue a la mafia, es su excelso poder de persuasión), Nixon no denunció el fraude y recibió a modo de compensación la promesa de que sería ayudado en el futuro para que llegara a la Casa Blanca. ¿No habitó Nixon la blanca mansión de la avenida Pennsylvania?
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