La fuerza del perdón
Immaculée Ilibagiza sobrevivió al genocidio de Ruanda, donde mataron a casi toda su familia, disculpó personalmente a los asesinos y hoy recorre el mundo llevando un mensaje de amor
NUEVA YORK.– Su cuerpo se transformó en piedra, perforada por miles de agujas. Quiso tragar, pero no pudo. Quiso desaparecer, algo imposible. Sólo podía escuchar la voz de uno de los hombres que había irrumpido en la casa con un machete en la mano y bramaba su nombre: "He matado 399 cucarachas. Immaculée será la 400. Es un buen número para matar".
Escondida en un baño minúsculo en Ruanda junto a siete mujeres, Immaculée Ilibagiza imaginó la hoja de ese machete desgarrando su piel, se aferró a su rosario y le pidió a Dios que no la dejara morir.
"Cuando rezo, las cosas pasan", dice, veinte años después, sentada en la cocina de su departamento en Manhattan.
En 1994, Ruanda vivió uno de los genocidios más brutales de la historia. Durante casi 100 días, unas 800.000 personas fueron asesinadas, según la ONU, aunque el gobierno ruandés llevó la cifra a más de un millón. El ritmo de la matanza, perpetrada por radicales de la etnia mayoritaria del país, los hutu, fue cinco veces mayor al del Holocausto. El objetivo, trunco, fue eliminar a los tutsi, la etnia minoritaria, que en ese entonces representaban el 15 por ciento de la población.
Immaculeé Ilibagiza era uno de ellos, y a sus 22 años logró sobrevivir una masacre engendrada por el odio que la convirtió en una mensajera del amor.
Cuando comenzó la matanza, luego del asesinato del presidente del país, Juvénal Habyarimana, un hutu moderado cuyo avión fue derribado cuando estaba por aterrizar en el aeropuerto de Kigali, el 6 de abril de 1994, ella estaba en casa de sus padres con dos de sus tres hermanos. Su hermano mayor, Damascene, intentó convencer a su padre de huir a Zaire, hoy, la República Democrática del Congo, pero fue en vano.
Luego de que las milicias hutu comenzaron a atacar su pueblo, Kibuye, su padre, decidió enviarla a la casa de un cura amigo de la familia, el pastor Murinzi, temeroso no sólo por su vida, sino porque fuera violada por los Interahamwe, las milicias hutu.
"Voy a ir a buscarte yo mismo", le dijo su padre, cuando se separaron.
Durante tres meses vivió encerrada en un baño de menos de dos metros cuadrados en la casa del pastor junto a otras siete mujeres. No hablaban entre ellas, apenas dormían o comían –perdió 30 kilos–, y se tomaban turnos dos veces al día para pararse y estirar el cuerpo. A veces escuchaban explosiones de granadas cerca de la casa, o los cantos asesinos de las milicias: "¡Maten a los grandes! ¡Maten a los chicos! ¡Mátenlos! ¡Mátenlos a todos!"
Los asesinos iban y venían a su antojo y entraron a la casa varias veces en busca de tutsis. El pastor, amigo de su padre, uno de los hombres más respetados de su pueblo, había escondido la puerta del baño colocando un ropero delante. Los asesinos regresaban, una y otra vez. Cada vez que merodeaban la casa, la muerte llegaba con ellos.
"Nunca me olvido de esa época –recuerda–. Fue la única vez que realmente cuestioné mi fe."
Sólo atinó a rezar y a pedirle a Dios que por favor no dejara que los asesinos encontraran la puerta del baño. Nunca lo hicieron, y ella y sus compañeras de cautiverio sobrevivieron la matanza. Su padre, su madre y dos de sus hermanos fueron asesinados. Un tercer hermano sobrevivió porque estaba estudiando en Senegal.
Tras el genocidio empezó de nuevo, intentando entender qué había sucedido.
"Las personas que matan no entienden. No piensan en las consecuencias, en el dolor que están causando. Son insensibles a eso. En Ruanda, las personas estaban matando y salían en la radio y la televisión. Un hombre dijo que había matado a 400 personas con un machete. Le dieron un premio. Los líderes del gobierno aparecieron en la radio y en la televisión diciendo que no había que olvidar matar a los niños, porque un hijo de una serpiente también es una serpiente. No ven las consecuencias porque odian. No les importa el amor", relata.
Cuando volvió a su pueblo fue a una prisión a encontrarse con uno de los asesinos de su familia, un hombre llamado Felicien. Lo miró, tomó sus manos mientras el hombre lloraba y le dijo que lo perdonaba. Ese perdón la convirtió en un símbolo.
"El perdón no es un favor a otro. Es un entendimiento dentro de uno mismo, y es un favor a uno mismo –define–. Espero que la gente aprenda a amar, a aceptarse los unos a los otros, y a tomar cada día para darse cuenta de que pueden hacer bien, porque la vida es demasiado corta."
Después de sobrevivir al genocidio, Immaculée comenzó a trabajar para la ONU, se mudó a Estados Unidos, se casó con un diplomático de Trinidad y Tobago con quien tuvo dos hijos –una niña de 15 años y un niño de 13–, de quien se divorció hace siete años. En 2006 contó su historia en el libro Sobrevivir para contarlo, que se convirtió en un best seller. Dejó la ONU y comenzó a viajar por el mundo ofreciendo charlas y promocionando su forma de ver la vida. En los próximos días llegará a América latina, en una gira que incluirá la Argentina –hablará en Rosario y Buenos Aires–, Uruguay y Chile. Antes de viajar recibió a la Revista en su casa.
El amor, ante todo
El departamento de Immaculée, en un barrio del lado este de Manhattan –que se ha ganado el nombre de Curry Hill por la cantidad de restaurantes indios que se ven allí– es espacioso. Cuando se abre la puerta del ascensor aparece un pequeño vestíbulo con un armario de puertas espejadas a un costado que agiganta el ambiente. Hacia la derecha están los cuartos, y hacia la izquierda, un living con sofás de cuero, un televisor plasma que cuelga de una de las paredes de ladrillo visto y una cocina abierta con una larga mesada. Un oso peluche gigante domina la sala desde una mesa en un rincón. Entre estatuas y cuadros, se ven nueve vírgenes. Al final de la mesada se ve una computadora Mac, abierta, y un iPhone. Un perro poodle marrón deambula libremente, sin inquietar ni interrumpir la charla de poco menos de una hora.
Immaculée es una de esas personas que sonríe con toda la cara, y sonríe seguido. Cada frase llega acompañada de una expresión distinta, un movimiento del cuerpo o un gesto con una de sus manos, que cada tanto juguetean con su pelo, prolijamente planchado, que cae hasta sus hombros. Le gustan los colores, algo que salta a la vista con su vestido rosa oscuro brillante.
Habla de su fe, Ruanda, el papel de la ONU, las crisis en Siria, Sudán y el Congo, las similitudes entre la discriminación en su país y en Estados Unidos, el papa Francisco –por quien siente adoración–, y su encuentro con Bill Clinton, uno de los líderes arrepentidos por no haber hecho nada para frenar el genocidio. Los temas cambian, pero Immaculée siempre vuelve al mismo lugar: el amor. "El perdón, sin amor, es imposible", define.
Immaculeé tiene un primo jesuita, y en Ruanda hizo retiros espirituales con los jesuitas. Imagina que el papa Francisco debe de enfrentar mucha oposición de la Iglesia tradicional, elogia su simpleza y su énfasis en la tolerancia, pero, por sobre todo, destaca "su audacia para ser una persona amorosa, para ser realmente Francisco". Reza para conocerlo, confiesa.
Francisco sirve de excusa para hablar de su fe, que lleva al momento del genocidio en Ruanda, teñido por el odio y la discriminación. Lo compara con el Holocausto o el Apartheid. Cuando el mal llega, afirma, ataca por la religión, el color de la piel o el pelo, o la forma de la nariz (en Ruanda, los tutsi son reconocidos por su nariz fina, que los distingue de los hutu, de nariz ancha), pero "es siempre el mismo mal".
Una de las razones por las cuales el genocidio de Ruanda fue una de las peores masacres modernas fue la pasividad que mostró el mundo para frenarlo. Ni Estados Unidos, ni Europa, ni la ONU actuaron a tiempo. Clinton, en ese momento en la Casa Blanca, dijo años más tarde que sólo 5000 soldados hubieran impedido la muerte de 500.000 personas. Muchos años después, Immaculée se lo cruzó en un encuentro organizado por la Fundación Barbara Bush, esposa de George H. Bush.
"Me dijo que se sentía avergonzado de lo que pasó, que desearía haber hecho algo, haber protegido a la gente. No estaba pidiendo perdón. Sólo le dije que lo sabía, y que esperaba que pudiéramos aprender de lo que pasó en Ruanda para proteger a otras personas. Me dijo que había aprendido mucho. No siento ni una pizca de enojo hacia él", comenta.
No cree en el odio ni en el rencor. No son constructivos, sostiene. "Uno no puede proteger personas o llevar paz al mundo si no tiene paz primero en el corazón. La paz tiene que empezar ahí, en la familia, en las personas alrededor, y después desparramarse hacia el mundo", afirma. Sí cree en el cambio global desde el cambio individual. Critica la disfuncionalidad de la ONU, pero elogia a las personas que trabajan allí –"son buenas personas, humanitarios", dice– y critica, sin dar nombres, en un plano abstracto, a los políticos que toman decisiones que privilegian el poder por sobre el deber. Por eso escribe. Quiere tocar a la gente, incluidos líderes políticos, para inspirarlas a luchar por un cambio. "A veces creo que existe esta idea de que la política no puede ser cariñosa. ¿Por qué? La política es vida, y creo que los líderes que se ponen al frente de un país pueden ser cariñosos, considerados y no destruir a la gente. No entiendo qué hay en el poder que es tanto más importante que la paz y la vida de las personas. Mirá a Mandela y lo que logró. Hay grandes principios detrás de todo lo que logró: amor, autenticidad, perdón."
Antes de despedirse recorre las imágenes de las vírgenes que hay en su living, y se toma un momento especial para hablar de Nuestra Señora de Kibeho, una aparición de la Virgen María en el pueblo de Kibeho, Ruanda, trece años antes del genocidio, en momentos de tensión creciente entre tutsis y hutus. Uno de sus mensajes era una advertencia de que Ruanda se convertiría en un río de sangre. Immaculée escribió un libro al respecto. "Ella ha ayudado mucho a nuestra gente", dice.
¿Cambió su forma de ver lo que pasó, 20 años después?
Cada día, una y otra vez, ha fortalecido lo que aprendí. Ahora, en Estados Unidos, aunque sea un poco, se siente lo que ha pasado aquí entre negros y blancos. No vale la pena. La discriminación es tan mala. Lo pasaríamos mucho mejor si nos importara la otra persona y la viéramos como un regalo de Dios. No vayan adonde fuimos nosotros. No hagan lo que hicimos. En Ruanda empezamos diciendo pequeñas cosas, pequeñas discriminaciones, y así poco a poco llegamos a un genocidio.
- Más datos. Para conocer la agenda de actividades y conferencias de Immaculée Ilibagiza en nuestro país, www.immaculee.com.ar