La fuerza del dolor
Cuando la piel no nos envuelve, la intensidad traspasa el umbral de lo soportable y la sensación de estallido se apodera de nosotros, la experiencia parece deshumanizarnos
En la estrecha cavidad de su muela se recluye su alma toda." Estos versos del poeta alemán Wilhelm Busch, citados por Freud, dan cuenta cabal de la fuerza avasalladora de la vivencia de dolor. Punzante, amenazador, impiadoso, el dolor es capaz de todo. Cuando no hay anestesia que me calme, soy dolor.
J. B. Pontalis tiene mucha razón al advertir que los dolores intensos no reconocen fronteras entre lo físico y lo psíquico. Justamente lo que produce el dolor es una ruptura de barreras de contención que nos confunde, nos aturde, nos invade.
En medio de un llanto desconsolado, un niño pequeño, preso de un dolor agudo de oído, clamaba: "Se rompió mi oreja". Una mirada extraviada, un rostro amenazado, casi desfigurado, y algunos movimientos corporales anárquicos componían la escena.
"Arraigado en un trastorno corporal o provocado por un intenso desequilibrio psíquico, alentado por un amor perdido o una muerte inesperada, el dolor denuncia la presencia de algo extraño." Al dolor, "presencia anómala y hostil que irrumpe" y se nos impone, Santiago Kovadloff, en su profundo libro El enigma del sufrimiento, lo llama el intruso.
Cuando la piel no nos envuelve, cuando la intensidad traspasa el umbral de lo soportable y la sensación de estallido se apodera de nosotros, la experiencia del dolor parece deshumanizarnos. O quizá sea al revés y es esa vulnerabilidad la que nos hace ser más humanos.
Quienes padecen migrañas, de esas que acechan cada tanto, quien tuvo alguna vez un cólico intenso, quien sufrió una pérdida que no puede terminar de procesar, y –ni qué decir– quienes hemos parido, sabemos lo difícil que es convivir con el dolor.
El tiempo se eterniza, la conciencia del propio cuerpo se altera, se tensa y la sensación de enloquecimiento nos roza.
Porque el dolor no se comparte, aqueja adentro de uno mismo, en soledad. Allí se recluye, como decía el poeta con dolor de muela, el alma toda. Y lo demás se relativiza, deja de importarnos, sólo existe la llaga encendida en la lengua que punza, arde, inflama. No deja pensar, comer, tomar, hacer, decir. El dolor genera impotencia. El dolor agota.
Las pesadillas también son dolor. Son sueños que duelen con tal intensidad que interrumpen el dormir. No se trata solamente de escenas angustiosas, sino de vivencias cercanas al aniquilamiento. Exceden los límites de lo tolerable y se apoderan del sujeto. Despertar es, en esos casos, el refugio, la única manera de preservarnos, de encontrar alivio.
La pesadilla tiene puerta de salida en esa coartada que nos salva. Pero cuando no hay analgésico que anestesie, ¿cómo se encauza el dolor psíquico? ¿ Qué nos protege, qué nos consuela? ¿Qué destinos posibles tiene?
Santiago Kovadloff diferencia dolor y sufrimiento, y lo explica así: "El dolor avasalla. El sufrimiento –en cambio– es lo que el sujeto logra hacer con el dolor. Al sufrimiento se accede. No es él quien nos busca, mientras que el dolor tiene la prepotencia de la fatalidad". En el sufrimiento la herida del dolor comienza a cicatrizar. No se extingue, pero ya no es predominante.
Es decir que hay un movimiento de pasaje del dolor al sufrimiento. Entre ambos, talla la angustia, estado emocional que ya no es grito crudo o silencio sin más. Quien se angustia necesita, busca y llama a un otro que se convierte en el parapeto que el dolor no admite.
Las voces del dolor, la angustia, el sufrimiento y el arduo trabajo psíquico de duelo se enhebran en el hilo de la vida que es la finitud. Es la conciencia de nuestro límite último, paradójicamente, aquello que nos lleva a desear, vivir, saborear el placer, cuidar el instante.
El dolor también tiene su rédito. Nos fortalece, nos hace conocer recursos propios que ni imaginábamos tener. Es a partir del contacto con nuestra vulnerabilidad que logramos encontrarle nuevos sentidos a nuestro propio existir.