La fotógrafa que quería ser monja e inmortalizó como nadie la revista porteña
Unas manos de mujer toman una caja de zapatos forrada con papel; una, entre varias, encontradas debajo de una cama de una plaza. La caja está con su tapa, también forrada. Al abrirla, suben, como queriendo salir, fotos en blanco y negro con cuerpos de vedettes y bailarinas de otra época, piernas y torsos trabajados por la danza, formas anteriores a la era de los gimnasios y la silicona. Hay sobres con más fotos, negativos. La caja simple guardaba un mundo: caras y cuerpos de vedettes, actores, cómicos, bailarinas del teatro de revista entre los 60 y los 80. Retratos de Susana Giménez, Moria Casán, Marrone, Olmedo, Porcel, elencos y puestas en escena del Maipo, el Nacional, y la lista sigue, como siguen las fotos, las cajas, el volumen del material recuperado del olvido. Del otro lado de cada foto, en contraste con el blanco perfectamente conservado a pesar de los años, un sello en tinta negra, nítido, desde el que se lee: Foto Estudio Luisita. Las manos que abrieron la caja son las de la fotógrafa y realizadora Sol Miraglia, directora junto con Hugo Manso del documental Foto Estudio Luisita. El largometraje cuenta la vida y el trabajo de Luisa Escarria, la fotógrafa colombiana radicada desde joven en la Argentina que registró la historia y los personajes de un género en su época de esplendor: la revista porteña.
Sol Miraglia trabajaba en un servicio técnico de cámaras –luego de estudiar Diseño de imagen y sonido, en la UBA, y antes fotografía– cuando un calendario con divas y estrellas de la revista, coloreado en tonos pasteles y con brillantina pegada encima, llamó su atención. "Ah, eso es de Luisita, la tenés que conocer", le dijo una colega. Así, en 2008, entraba por primera vez a esa casa que había funcionado también de estudio, ahí por donde pasaron los grandes. Luisa nació en Colombia, en 1929. Hija de fotógrafos –padre paisajista, la madre hacía retratos–, tomó una cámara por primera vez a los 13 años, cuando su madre se operó y ella tuvo que reemplazarla y ponerse a cargo de la gran casa de fotografía en la ciudad de Cali. Vino a la Argentina por primera vez en 1947, con una tía. "Me encantó Buenos Aires", le cuenta Luisa a la nacion revista con su voz opaca, sin estridencias. Cuando regresó a su casa, su madre había instalado un estudio para ella en la plaza principal de Cali. La bautizó Foto Luisita; ella tenía 18 años. "Ahí empecé a trabajar fuerte". Pero tardaría poco más de una década en volver a la Argentina para quedarse. En 1958, su hermana Graciela, Chela, llegó primero al país, consiguió los permisos y llamó a sus hermanas. Como muchos colombianos por aquellos años, durante el período conocido como La violencia, Luisa, Chela y Rosita –tres de las cuatro hermanas– llegaron a buscar una vida nueva (luego se sumaría su madre), en un departamento sobre la avenida Corrientes al 1100, mientras las estrellas y su público tejían, sin saberlo, el mito de la noche porteña.
La calle que nunca duerme hoy lo hace. Es otra. Todo cambió. Pero las hermanas siguen en la misma casa. Nunca se mudaron ni se casaron. Solas. Entre ellas, con todos esos años de gente.
La mirada como intuición
Nomás entrar y es estar en el estudio. Sobre el piso de parquet de los antiguos, una zona con una marca mucho más clara que el resto de la madera. "Ahí estaba el lugar donde se paraban las estrellas", dice Luisa y sonríe. Es menuda. Morena. Suave. Habla muy bajo, a veces es difícil escucharla. Lleva el pelo corto desde siempre. Y aros que hacen juego con los collares que usa. Un andar lento, tal vez pensativo, pero es solo una hipótesis: a veces no contesta con palabras, apenas un gesto; siempre amable. "Soy tímida", insiste en aclarar. La mujer tímida, entonces, se paró durante décadas a mirar y retratar a los cuerpos más deseados. Todas esas curvas y propuestas hot de lentejuelas y ropas mínimas posaron frente a ella. Nélida Lobato y sus piernas infinitas, Susana y su shock, Nélida Roca y su misterio indescifrable, los comienzos de la divina Moria, el sex appeal de Norma y Mimí Pons, las sexys hermanas Rojo. Se tomaba su tiempo para disparar la Hasselblad nueva que le había llegado con un estuche azul. Le daba su aire también a las luces. Ponía música, boleros o big band de jazz. Una creadora de climas para llegar a algo más, a eso que está en lo profundo. Sus planos tienen algo que imanta. Es necesario detenerse para ver al otro. "Siempre les pedía que miraran al lente. Que pensaran algo lindo, agradable", cuenta Luisa. Asegura haberlo aprendido en un curso de fotografía que hizo con Pedro Otero, quien le habló de la psicología de la mirada. "Se me grabó eso". Para Sol Miraglia, lo de Luisa es pura intuición: "Habla de los artistas, no de la técnica ni nada de eso. Ella siempre dice que ponía la cámara y dejaba que todo sucediera".
La primera vez que Luisa fotografió un desnudo tenía 13 años. Fue en Colombia, en el estudio de su mamá, el más conocido de Cali. Tuvo que manipular una cámara grande con manivela para poder hacerle la toma a una señora que quería mandarle una foto al marido. "Pidió que fuera con el busto descubierto", recuerda Luisa. Ella midió la luz y pensó la foto cuando la mujer estaba vestida. Armó todo. "Como la cámara tenía un disparador que se activaba en la mano, se la tomé de espaldas. Después mi tía la reveló. Yo nunca la vi". No era solo timidez o pudor. Tampoco, por la edad. "Yo quería ser monja", sostiene Luisa con decisión, a pesar de la distancia de aquel tiempo, del camino que la llevó a otro lugar. Para cuando sacó aquella foto, estaba en pleno proceso de luto por la muerte de su padre. "Salía a caminar. Miraba los árboles y me preguntaba, ¿por qué se fue papá? Decidí que iba a ir todos los días a rezar. Me quería meter a monja", dice. Pero la fotografía no la quería en los claustros de la fe. El cura párroco de su iglesia fue un día a tomarse una foto, y ahí mismo le propuso matrimonio. El clic del obturador de la cámara no llegó a tapar la respuesta negativa de Luisa.
El día del descubrimiento
Sol empezó a ir a la casa de Luisa. Conoció su obra, lo que estaba a la vista: retratos y cuadros sobre las paredes, apoyados en el piso. No solo gente del Maipo o el Nacional pasó por allí. Las fotos de Estudio Luisita son las tomas más conocidas de Juan Carlos Altavista, Estela Raval, Virginia Luque; un joven Gerardo Sofovich, la actriz de teatro Eva Franco, Juan Carlos Calabró, el plano que más circuló de Atahualpa Yupanqui. Y cuando la revista murió, siguió con bandas de cumbia y música popular, books de actores que recién empezaban.
Cuando se conocieron, en 2008, Luisa y Sol se hicieron amigas. Hace tres años, Sol, que llevaba siete visitándola, pensó en filmarla. Una tarde, armaba la cámara y se le cayó la tapa de un lente debajo de una cama: descubrió cajas y más cajas con las que nunca se había cruzado, y al abrirlas, la historia completa de la revista, el teatro y el lado B del folclore y la cumbia; es decir, mucho más de lo que ya había visto y conocido durante esos siete años. Calcula que deben ser más de 20.000 piezas. "Es muy austera la foto de ella. Lo blanco, el artista, en los negativos enteros están los flashes particulares de Luisa", dice Miraglia. Lleva adelante, además, un trabajo de recuperación de patrimonio cultural respecto de un género popular que ya no existe tal como fue, y de un archivo fotográfico del que no había conocimiento. Luisa Escarria obtuvo la beca de creación en la disciplina Patrimonio del Fondo Nacional de las Artes para preservar su obra. Foto Estudio Luisita, el documental, que tendrá un estreno muy pronto [se informará por las redes, desde @fotoestudioluisita] fue declarado de interés cultural por el Ministerio de Cultura de Nación y obtuvo apoyo del Incaa.
Lo que hay en esas cajas es fuente de investigación para escenógrafos y vestuaristas, coreógrafos, maquilladores e iluminadores. Luisa hacía tomas de los elencos completos en los ensayos generales o en las funciones. Montaba la cámara en el pasillo frente al escenario y disparaba con flashes. Varias fotos de esos planos que lo abarcaban todo. Así, con los elencos del Maipo, el Nacional y el Odeón. En 2016, Miraglia armó una muestra en el Cultural San Martín para dar a conocer algo de ese archivo, se llamó... Foto Estudio Luisita. "Como fotógrafa –dice Miraglia– necesité mucho más que una muestra sobre su obra. Me faltaba algo para contarla, su intimidad y su casa. Su simpleza. Como retratista, ella es increíble".
La casa está llena de fotos. Y de flores de tela o plástico: en los manteles e individuales, en las cortinas labradas, en las tazas, en la tetera, en las tapas de los CD –agregadas aparte por Chela, la gran retocadora–, en arreglos florales en las repisas, en las escaleras, en sus ropas. En ellas. Algo de aquel solar de la casa de infancia en Colombia, con frutales y flores, vive en cada una de esas formas de flores artificiales. El templo del detalle. El reino de la femineidad. La amorosidad cuadro por cuadro. Como hijas, Kitty y Gigí, las dos perras, adoptaron un pasar lento, casi cuidadoso, entre las piernas de estas mujeres octagenarias que aman a los animales. En ese departamento adaptado como estudio, hubo en otro tiempo una vida diferente. Además de recibir durante años a esas estrellas, criaron cientos de canarios en el patio lateral donde da de lleno la luz. De a uno, hasta que llegaron a ser cientos. Como las fotos. Chela se encargó de cuidarlos y criarlos: en una repisa guarda algunos trofeos de su época de campeona de crianza de canarios. Era común que algunos volaran bajo por la casa o se escondieran detrás de las cortinas, tan frecuente como escuchar el canto multiplicado de todos esos picos en el silencio inquietante de un cuerpo a punto de ser fotografiado. O que las estrellas y sus maquilladores –cada una llegaba con su propio equipo– se relajaran para la sesión de fotos al ser recibidos por las hermanas Escarria con arepas, jugos, café, música.
Había dos posibles lugares a los que ir: Los Ángeles o Buenos Aires. Otro hubiese sido el destino de Luisa de haber llegado a la ciudad de la industria del cine. Fue Buenos Aires. Allí, estuvo en el lugar justo en momento indicado: en su departamento de la calle Corrientes, en el segundo cuerpo del edificio, a fines de los 50. Solo eso. A unas puertas de su casa, Marfil, un músico de boleros, vecino y también colombiano, golpeó un día la puerta de Luisa. "Colega", le dijo, y le extendió un plato de patacones, plátano frito cortado en rodajas. Se hicieron amigos y una tarde llegó con quien era su amor: Amelita Vargas. Aún hoy las hermanas se ven con Amelita, y bailan. Aman bailar. A Luisa le gusta el son suave. Amelita llegó con Marrone. Una primera sesión fallida, un mal arranque. Una disculpa al día siguiente con un paquete de masas, y volvieron a comenzar. El hombre famoso por su "Che" como remate, las cruzó con su compañía que haría temporada en Mar del Plata. Los Marrone y Las Escarria pasaron durante muchos años los fines de semana en la casa de Martínez del cómico y Juanita, su mujer. Así llegó Luisa al mundo de la revista.
"Todo lo que construyó Luisa fue con Chela a su lado", dice Miraglia, con más vínculo de sobrina nieta que solo amiga, pero siempre admiradora y estudiosa del trabajo de Foto Estudio Luisita. Chela retocaba con detalle de diosa de mitología griega, un oficio que hoy se hace con Photoshop. "Aprendí de ver cómo se trabajaba –afirma, orgullosa, Chela–, de mirar y practicar. Antes se hacía con lápiz especial para negativo. Después, acá, con pincel, que es muy difícil, tiene que ser la pintura justa. Nunca arruiné un negativo". Chela revelaba en el laboratorio que armaron también ahí. Las dos crearon su propia dinámica de la imagen. Y se acompañaron la vida entera. Luisa tuvo una salud frágil, una mujer sensible que se desmayaba seguido y había que reanimarla. Ahí estaba Chela. Se prometieron estar juntas. Siempre. Ninguna formó pareja, no tuvieron hijos. Ellas, en este lugar donde soñaban vivir. "Vos le das la vuelta al mundo y extrañás la Argentina donde estés. Somos unas gauchas más", dice Chela, y Luisa asiente con la cabeza. Rosita camina por la habitación de atrás, pero no participa.
Las manos de Sol vuelven a poner las fotos en su lugar; dentro de las cajas, con la pericia de quien ordena un archivo. Quedan unas pocas sobre la mesa, Luisa levanta una y recuerda el día que la tomó, estaba su madre sentada en un sillón y daba indicaciones para que la vedette corrigiera su postura. "Cuando falleció mamá, Ethel Rojo le puso una orquídea en las manos, ahí, en el ataúd. Eso se me quedó grabado", dice Luisa. Hace un gesto con las manos, y Chela cambia de tema. Hablan de las meriendas que les gusta hacer. Ahora son jubiladas, cobran la mínima. El estudio cerró en 2009. Un poco por el avance tecnológico, pero aún más porque desde los 13 años no había parado de hacer fotos. Luisa, la mujer menuda, tímida, que se desvanece cuando el dolor no le cabe en el cuerpo, tal vez sepa por qué le gustó tanto hacer lo que hizo: "Los de la revista me hacían reír".