La flor, una experiencia inusual de cine
Ver esta película de 14 horas, dirigida por Mariano Llinás y protagonizada por las Piel de Lava, se parece a un viaje o un campamento, con espectadores ávidos de compartir una aventura artística de alto vuelo
Las caras se reiteran y en la reiteración se cifra un poco todo este asunto. Las caras se reiteran dentro y fuera de la pantalla. No sabemos cuántos de los espectadores de los festivales de cine o de quienes concurren aún a salas de revisión, como la Lugones o el Malba, creen todavía en aquello que solía decirse acerca del espacio de comunión de la proyección, del cine como una experiencia que se vive entre muchos. Pero cierta idea de comunidad –tal vez un poco tímida e indefinida– termina por cobrar vida cuando uno se lanza a ver durante tres días consecutivos la película La flor, la desmesurada, volcánica, espectacular nueva obra de Mariano Llinás. En esos tres días, uno se encuentra con que las caras de los espectadores –como las de buena parte de los actores en la pantalla y, principalmente, las actrices, del grupo teatral Piel de Lava – se reiteran jornada tras jornada, a lo largo de todo el trayecto: al ingresar a la sala, en los intervalos; a veces, ubicadas en las mismas butacas, y también a la salida, en halls, escaleras, ascensores. Hace rato que los conceptos de espectáculo de feria y de ritual quedaron desvinculados del cine, pero por un momento vuelven a asomar, en medio de una convivencia como esta, las tres jornadas una-atrás-de-la-otra que ahora, a principios del siglo XXI, hacen que La flor se parezca mucho más a un campamento que a ir ver una película a un shopping.
La primera vez que se vio La flor completa –sus tres partes de, respectivamente, cuatro, seis y cinco horas más 40 minutos de créditos finales, cada una con intervalos variables– en Buenos Aires fue en el Bafici de este año, donde Llinás se llevó el premio principal de la competencia internacional. En esa ocasión, la proyección tuvo además ese raro efecto que produce en sus condiciones siempre un poco aisladas el festival, que llena salas con películas que el público no parece dispuesto a ver durante el año en salas comerciales. El público curtido de festivales y salas de revisión sabe en qué se mete cuando se zambulle en una película semejante. En 2001, por ejemplo, el Bafici proyectó Sátántangó, la obra de siete horas y cuarto del cineasta húngaro Béla Tarr, "siete horas de lluvia casi continua acompañando una frustrada granja colectiva", según la definió el crítico Jonathan Rosenbaum, quien la trajo al festival, que además debieron en esa ocasión competir no solo contra el aguante de los espectadores, sino contra un día perfectamente soleado e ideal para hacer otras cosas en la ciudad. Asimismo, los espectadores más asiduos (y viejos) de la Lugones recordarán las proyecciones de la saga Berlín Alexanderplatz, para muchos obra cumbre de Rainer Werner Fassbinder, compuesta de trece episodios más un epílogo, que a menudo se proyectaban de a dos por día para culminar el ciclo con una maratón de tres días, de cerca de cinco horas cada uno. Otros encontrarán paralelos con las montañas rusas que proponía la Filmoteca Buenos Aires –en las distintas paradas de su peregrinaje: el sótano de una galería de la calle Corrientes, los hoy desaparecidos cines Maxi y Alas Recoleta, eventualmente el Malba–, que podían consistir en pasarse diez horas corridas viendo unas cinco películas de Bette Davis, o una trasnoche completa del animé Mazinger Z, en la que, a quienes hubieran sobrevivido del crepúsculo al amanecer, se los recompensaba con un desayuno con medialunas.
Todas estas experiencias inhabilitan la fácil, pero inconducente, comparación con el binge-watching, la visualización corrida de temporadas completas de las series de la nueva edad de oro televisiva. Lo que propone Llinás es, muy por el contrario, dejar de lado los Smart TV y las pantallitas de los celulares. Volver al cine, y si esto no es una boutade, seguro que forma parte al menos de una apuesta política: la de ir contra las reglas del cine actual en términos de extensión, propuestas narrativas, modos de exhibición, etcétera.
La película fue rodada en innumerables locaciones de Buenos Aires, Entre Ríos, Mendoza y San Juan, y en distintos lugares alrededor del mundo
Hay en el desafío de La flor también mucho de juego de espejo: queda claro, una vez que uno se expone a esta obra múltiple y única, que en su desmesura se refleja su proceso de producción. Diez años les tomó a Llinás y su equipo hacer La flor. Fue un viaje (mejor dicho, muchos viajes) y es ahora un viaje para su público.
La experiencia pública más reciente de La flor fue en la Sala Lugones, durante tres fines de semana, entre septiembre y octubre últimos. Allí estuvo la opción de ser vista completa durante el mismo fin de semana (así se hizo para esta nota). Parece extremo, pero las proyecciones en el Bafici habían tenido una complicación adicional: proyectarse en parte durante días hábiles, es decir, cuando una buena proporción de su público llega a la función nocturna tras, presumiblemente, una jornada completa de estudio o trabajo. En tales condiciones, la experiencia se vuelve más física que nunca. En ambos casos, hubo alguno por ahí que se quedaba sonoramente dormido, para luego resucitar y retornar al relato donde fuera que tocara, un poco como si nada, porque los tiempos de La flor y sus infinitas derivaciones narrativas así lo permiten y así se imponen. Casi todo el público entró a la sala con alimentos, apenas disimulados en bolsas y mochilas. También, alguna que otra cerveza. Es que hay que estar munido para quedarse un poco a vivir mientras transcurre la película.
Una historia sin fin
El viaje que implica ver la película, entonces, como expresión del viaje que fue hacerla. Rodada en innumerables locaciones de la provincia de Buenos Aires (Tandil, Maipú, Mar del Plata, Lobos, 9 de Julio, Chascomús, Campana) así como en otras provincias (Entre Ríos, Mendoza, San Juan) y en distintos lugares alrededor del mundo (Londres, Berlín, París, Budapest, Sofia; partes de Colombia, Nicaragua, Chile, Líbano, Rusia y Corea del Sur), el recorrido particular de La flor en busca de su público arrancó hace dos años, cuando solo estaba terminada la primera parte y tuvo su estreno en una sala de Trenque Lauquen. Es decir, cuando contra las expectativas de muchos, hizo su aparición lejos de los dos festivales centrales del país. La experiencia trenquelauquense fue especialmente inusual: combinó a público local con llegados de otras provincias que se juntaron en un camping y viajaron en caravana hacia el Cine Club Barrio Alegre. Luego siguió su gira por las provincias (con escalas en el Cineclub Hugo del Carril de Córdoba capital, el Museo Franklin Rawson de la ciudad de San Juan y El Cairo de Rosario, entre otras), y a fin de año ya sí, pasó por el festival de Mar del Plata. Ahora, seguirá su recorrido internacional por Locarno, Toronto, Biarritz, Nueva York, Torino, Bilbao y Londres.
Conviene explicar, para el que todavía no se metió entre los muchos pétalos de La flor, que esta no es solo una película, sino seis películas en una, una sucesión que en el recuerdo se vuelve vertiginosa porque, aunque el ritmo puede variar radicalmente a lo largo de las horas, la sensación que permanece una vez terminada es la de que todo en ella estuvo en permanente movimiento. La flor juega con los géneros clásicos y sus lugares comunes y en ese juego propone una historia de terror con aires de clase B y momia precolombina; un intenso y gracioso melodrama con una pareja de cantautores melódicos; una larga miniserie de espionaje propia de las que engendró durante décadas la Guerra Fría, con organizaciones secretas y agentes de escritorio a lo Le Carré; un episodio dedicado a las aventuras amorosas de Casanova (convertidas en desventuras); y, entre otras inmersiones en el cine del siglo XX, dos películas mudas. Una de ellas, modelada sobre Un día de campo, el clásico de Jean Renoir, pero con dos gauchos-motoqueros (Esteban Lamothe y Santiago Gobernori). La otra, sobre los relatos de cautivas de la literatura argentina del siglo XIX.
Uno de los ejes que enhebran los muy diversos capítulos es la presencia en casi todos ellos de las Piel de Lava –Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa–, quienes interpretan en unos y otros a personajes distintos, pero siempre de algún modo conectados. Entregadas por completo al proyecto y su demencia, las chicas pueden hacer de espías, de actrices interpretando a indígenas o policías montadas canadienses, pero hay siempre algo hipnótico, sugestivo, hasta sobrenatural en esas presencias y reencarnaciones asociadas, que termina de encarnar y manifestarse en la tercera parte de La flor, cuando se convierten literalmente en brujas. Esta cualidad parece ofrecer una clave para todo el relato mayor porque expresa el talento alquímico con el que las cuatro chicas van transformándose en unas y otras, una y otra vez, a lo largo de las catorce horas.
En las funciones de Bafici y la Lugones también fue posible encontrarse con espectadores que entraban a La Flor no necesariamente por la primera parte. La autonomía parcial de los capítulos así parece permitirlo, pero hay algo de la acumulación de horas, del peso y el paso del tiempo, de los años que el equipo lleva metido en esta tarea y las horas que nosotros llevamos en las butacas, que solo se aprecia en serio cuando se sigue la propuesta de manera cronológica, de la parte uno a la tres, porque esa acumulación empieza de a poco a filtrarse y a incorporarse en el relato. Va tanto tiempo, queda otro tanto, nos dice el álter ego del director interpretado en la tercera parte por Walter Jakob, y también el propio Llinás en las pocas ocasiones en que se presenta en pantalla, como una especie de Maestro de Ceremonias que recuerda a Hitchcock vendiendo sus propias películas.
"Lo ideal sería algo medio como roadshow, una función en la que podés entrar y ver un poco. Que estuviera en una especie de continuado constante", le dice Llinás a LA NACION revista cuando se le pregunta cuál cree que sería la experiencia de visualización perfecta para La flor. "No sé si hay una experiencia perfecta; creo justamente que lo bueno que tiene la película es que es un objeto que admite esta variedad: para mí, la película es en las tres partes en que fue mostrada en el Bafici; pero en Locarno y en Nueva York se dio en ocho partes y en Francia se va a dar en cuatro. Que una película admita eso es de una enorme libertad y al final no importa tanto lo que a mí me parece: habrá que ver qué es lo que pasa con todas estas combinatorias. Hay algo del azar que interviene y está buenísimo que haya quien pueda ver una parte y después en otro momento otra, desordenadas". Lo que no promueve, aclara, es la visión de las catorce horas seguidas, porque tampoco está loco: "Creo que eso sí es cansador y que le hace mal a la película, porque el cansancio físico te empieza a jugar en contra".
En plena conciencia de estas condiciones materiales, físicas, que impone la duración, Llinás extiende su rol de MC de la pantalla a la sala, a la presentación pública. Desde adentro de la película le habla al espectador que ya tiene la espalda un poco doblada en la butaca o la vejiga saturada, y le dice, desde una mesa en medio del bosque, cuaderno, alfajor y café en mano, que él ya se "va yendo". No es una burla, sino una provocación divertida y agradecida, la misma con la que se para frente al público cada vez que la película "vuelve a estrenarse", para explicar un poco de qué se trata y qué demanda de sus espectadores este objeto inusual. Su presencia y la de parte de su equipo en las funciones se convierte en una parte integral y vital de la experiencia. Empuja y alienta a quedarse a ver. Advierte sobre la duración y aunque todos los presentes ya conocen ese dato esencial, ahora se sienten arengados, como soldados cinéfilos frente una tarea de resistencia. De resistencia frente a la desaparición del cine.
Un esquema de feria
Dice Llinás que esto es algo que terminó de entender recién tras completarla. Que La flor es menos una película que una especie de país en donde se pretende desobedecer las reglas de lo que es hoy el cine independiente universal. Es casi como un Estado independiente, una Cataluña que finalmente consiguió independizarse". ¿Y ahora qué le depara el futuro a este Estado autoproclamado independiente? Llinás cree que es algo que está más allá de los festivales. "Podría ser SET, nuestra pequeña Sociedad de Exhibidores Trashumantes, que tenemos con Rodrigo Moreno y el Topo Granovsky, entre otros, y con todo El Pampero Cine. Nuestra idea es tomar por las astas el toro de la exhibición. Las proyecciones más lindas hasta ahora fueron las más extraordinarias, como la de Trenque, donde la gente fue en bondi exclusivamente a ver la película, o las más pequeñas de Zelaya, en la sala de Federico León, donde de pronto venían cuarenta personas y en el medio se les daba algo de comer. Es una manera de reinventar cómo se ve el cine, más cercana a una aventura que al trámite burgués de ver una película para pasar el tiempo. Lo mejor es lo que va a venir, algo más cercano al circo de Búfalo Bill, a un esquema más de feria. Siento que estamos en el peor momento de la exhibición cinematográfica en la historia y por eso mismo es hora de que aparezca algo nuevo. De proyectar por cualquier lado, y empezar a divertirnos mostrando nosotros mismos nuestras películas".