La filosofía al poder
Se ha dicho con razón que, aunque la filosofía nació en medio de la discusión pública, se fue recluyendo en los claustros académicos, distanciándose del hombre común
Corría 1998 cuando en las mañanas de domingo en París, en Le Café des Phares, pequeño bistró de la Bastille, se reunía un animado grupo. Un joven se encaramaba a un taburete y hablaba, y un profesor organizaba la discusión y respondía a las preguntas de dos centenares de asistentes que se ocupaban durante un par de horas de filosofar sobre la nada, el cosmos, el infinito y la libertad. Ya había en aquel entonces más de cincuenta cafés filosóficos en toda Francia que, exportados a otros países, demostraron que la gente volvía a enfrentarse con las cuestiones elementales que habían desaparecido de su universo mental, pero que comenzaban a regresar con las preguntas de siempre: ¿cómo ser feliz? ¿Por qué vivir? También llegó aquí, pero en menor grado esa suerte de interés por una filosofía, digamos práctica, lejos de las grandes disquisiciones teóricas de Hegel, Husserl o Heidegger.
Justamente en esa misma época, Juan Pablo II, en su Encíclica Fe y Razón, volvía a exaltar los valores de la filosofía y de la razón frente a todas las vertientes del posmodernismo.
Apenas dos años más tarde, The Economist señalaba a la filosofía como última moda de los negocios en los Estados Unidos. Así las cosas, había más filósofos incorporándose a las empresas para ocupar cargos de dirección, lineamento estratégico o recursos humanos, por su capacidad para pensar de una manera más amplia, ordenada y analítica.
Claro está que tales hechos constituían una muy buena noticia, y al mismo tiempo la esperanza de que esa llamada –propia o impropiamente– moda, se trasladase también a la administración de los gobiernos, disminuyendo de esa manera la excesiva y totalizadora influencia que en las últimas décadas fueron adquiriendo los economistas, con resultados que, por lo que quedó a la vista en gran parte del mundo, no fueron muy exitosos. Lamentablemente no tenemos actualmente registros ciertos de que ese incipiente desarrollo haya continuado, con la falta que le haría hoy al presidente Obama, tenerlo cerca.
El caso es que se ha dicho con razón que, aunque la filosofía nació en medio de la discusión pública, se fue recluyendo en los claustros académicos, distanciándose del hombre común, cuyas preocupaciones le dieron origen. También se señaló que el vertiginoso desarrollo de la ciencia amenazó con convertir en obsoletas las interpretaciones filosóficas tradicionales. Pero finalmente, esa situación fue revirtiéndose debido al debilitamiento de las ideologías políticas y de las instituciones religiosas. Tampoco los progresos científicos han podido responder hasta hoy a las preguntas últimas sobre el sentido de la vida y del universo, cuando lo que se reclama es precisamente una sabiduría para vivir mejor. Frente a ello, son los nuevos filósofos quienes hablan de esas cuestiones tan importantes para la gente, a través de una filosofía práctica basada en una larga tradición de cuestionamiento, reflexión y debate, que concibe a esa disciplina como una forma de trabajo sobre uno mismo y no como acumulación de conocimientos. Y esto lo hemos visto también aquí, en nuestra propia ciudad, donde algunos grupos filosóficos buscan reconciliar las palabras con la realidad, una forma de renacimiento de una facultad esencialmente humana: la de hacernos preguntas motivadas por el deseo de encontrar un sentido a la vida y al mundo. Tal vez por todo esto, en tiempos tan complejos, oscuros y confusos, más allá de los inevitables economistas y publicistas alrededor del poder, sería necesaria la presencia de pensadores y filósofos –no gurúes ni charlatanes oportunistas– muy cerca de los gobernantes, porque, como decía Goethe, siempre la confusión de las personas fue el mal de las ciudades. Y no serán aquéllos sino estos últimos los que puedan aportar alguna luz.