Qué tipo increíble este Felipe Kopelowicz. Venía de una helada aldea llamada Mir, hoy Bielorrusia, con la nieve al cuello. Eran 13 hermanos y cuando decidieron quién de ellos se salvaría de la guerra y partiría al exterior –solo había dinero para un pasaje–, los padres no tuvieron dudas. Se iba Felipe, el más capaz de la familia. Era ebanista desde los 10 años. Estaba a la vista: tenía futuro.
De Bielorrusia, Felipe partió a Sudáfrica, de ahí a Londres y luego culminó en Buenos Aires. Tenía 13 años. En la Argentina, picó alto. Era un inventor nato. En 1952, abrió una fábrica en la calle Helguera –Kopelco– y concibió una máquina para cortar bandas de goma que corrió a patentar de inmediato.
En esa época, la demanda para este producto era altísima porque los autos tenían un elástico que sujetaba los cubreasientos, y las automotrices lo compraban de a miles. En poco tiempo, el invento de Felipe desplazó del negocio a la mismísima Pirelli. Con lo que ganó tuvo un gesto noble: trajo a dos hermanos de Bielorrusia. Hizo lo que pudo. El resto, los otros 10 Kopelowicz, perecieron en la guerra.
Su hijo Alberto heredó el negocio y en los 70 se hizo millonario. En una economía cerrada al mundo, Alberto era el único fabricante de hilado de látex de la Argentina. No era un hombre de suerte, era un hombre que sudaba la camiseta.
Para instalar la primera fábrica de látex, se pasó un año aprendiendo desde dentro el negocio en una industria del rubro en Brasil: como no iba a competir con ellos, aceptaron recibir US$30.000 para capacitarlo. Con la máquina propia a todo trapo, facturó luego, en cinco años, más de dos millones de dólares.
Alberto también recibió como legado la intrepidez del padre. En los 80, ideó unas pesas de plástico que se rellenaban con agua para hacer ejercicios, y facturó US$500.000. Tres años más tarde, diseñó una máquina para hacer flecos para indumentaria que exportaba a Italia: con eso, le entraron otros US$300.000 a la fábrica.
Cinco años más tarde, concibió unos muñecos de goma: en dos años, vendió tres millones de dólares. Por si fuera poco, patentó un motor rotativo que intentó vender a los Estados Unidos, pero aquella vez no tuvo suerte. Todo no se puede.
Un día de 1986 decidió viajar a una feria en Düsseldorf, Alemania, y volvió a su casa con una idea alocada: ¿por qué no fabricar preservativos? En la feria, parecía un negocio creciente, pero en la Argentina de los 80 comprar forros aún era un tema pudoroso.
Alberto contrató a tres químicos para desarrollar la fórmula. Los capacitó en Brasil, el país donde él mamó el látex y donde ya el negocio gozaba de una pronunciada erección. Tardaron un año y medio en preparar el primer producto: recto, resistente, confiable.
Como las máquinas venían de Alemania, eran carísimas. Así que, fiel al estilo de su padre, Alberto montó su propia estructura industrial para fabricarlos. Para eso, coordinó un taller con fresadores, soldadores, electricistas, herreros y torneros. La maquinaria diseñada entre todos era pequeña. Nada del otro mundo, pero producía anualmente unos 14.000.000 de preservativos.
Durante el primer año, solo vendieron un 10% de su capacidad de producción. Tenían una sola variedad: un tubo recto, seguro, pero sin demasiada gracia. Eran apenas 20 empleados poniéndole el lomo al asunto.
Entre pitos y flautas, Alberto desembolsó tres millones de dólares para que sus preservativos llegaran a la entrepierna colectiva del argentino.
Hubo todo un debate familiar para ponerle nombre a su creación. Al principio se la agarraron con los dioses griegos y, por poco, le queda Zeus. Uno vino con la idea de Gentleman, porque era distinguido y masculino, y picó.
Pero luego a Alberto se le encendió la lamparita: "Tulipán", dijo en la mesa. "Es un nombre de flor y es femenino. A una mujer no le va a dar pudor pedir un producto con un nombre así", agregó, visionario. En 1989 salieron los primeros tulipanes y gentlemanes a la calle como globos que se lleva el viento.
Alberto la pegó. Sacaron la línea Gentleman para los kioscos con un perfil triunfante y varonil. Y Tulipán para las farmacias, para que lo compren las mujeres para su protección y porque los farmacéuticos rechazaban vender productos que tenían salida en los kioscos.
Tras la intervención en el Senado del médico Abel Albino con información falsa acerca de la supuesta ineficacia del preservativo para prevenir las enfermedades de transmisión sexual, Tulipán lanzó una campaña publicitaria al instante con la premisa:
El primer año, Tulipán vendió un millón de forros, y la Argentina se salvó de traer, potencialmente hablando, un millón de hijos no deseados al mundo. Fue tal el éxito de Tulipán que Gentleman –aun cuando los testeos previos en la compañía le daban mejor futuro– quedó de capa caída y, con los años, mientras su hermana florida ganaba terreno, la marca perdía presencia en el mercado.
Pero, antes del éxito, tuvo que sortear obstáculos sociales. Treinta años atrás, el preservativo era un tema acerca del que aún la Iglesia metía sombra y miedo. Cuando quisieron distribuir sus tulipanes en Carrefour les dijeron que tenían prohibido usar las punteras de góndola. Los kiosqueros y los farmacéuticos escondían los preservativos en cajas para que, ups, nadie viera que vendían un producto que apuntaba a los bajos instintos, más allá del alfajor triple relleno de dulce de leche.
En los 90 entró a la empresa el hijo de Alberto, Felipe Kopelowicz Jr, futuro CEO. Felipe tuvo una idea que cambiaría socialmente la imagen de la compañía para siempre: promocionar el uso del preservativo no solo como una prevención de enfermedades, sino desde el lado del placer.
Así, llegó a la tevé un aviso de Tulipán, donde un elefante tenía sexo con una hormiga, que estuvo en boca –y luego en pito– de todos. Cada inicio de primavera, ese día pico de emisión de semen per capita, Kopelco inundaba el país con afiches en los que se alentaba el sexo seguro con imágenes de florcitas sugestivamente abiertas.
A veces, en la difusión, la joda se les iba de las manos. Tras una victoria de fútbol ante Brasil, Kopelco imprimió, por ejemplo, miles de afiches donde la A de Argentina penetraba la B brasileña como si fuera un coito, y el asunto llegó al consulado del país vecino, que puso el grito en el cielo, y en la empresa debieron bajar la cabeza y pedir las correspondientes disculpas.
Pero Tulipán tuvo una primavera larga que dura hasta el día de hoy. Encontrará tulipanes en Uruguay, Paraguay, Colombia, Venezuela, Bolivia y, si se da una vuelta por África, también los verá floreciendo en las góndolas.
En la empresa,
Pidió –y le dieron– el certificado IRAM de calidad. Y fueron por más: lanzaron junto con el producto el gel lubricante para mejorar la resistencia del preservativo: tiene base acuosa, no perjudica el látex y funciona bárbaro cuando falta lubricación natural. Son los únicos en el mercado mundial que venden sus preservativos con el gel en cada cajita. Además, los comercializan en tubos de 22 y 50 gramos, y están, por así decirlo, a la cabeza del rubro.
De los primeros 20 tipos que transpiraban la camiseta en la fábrica, hoy en Kopelco trabajan 150 empleados. De ellos, 20 exploran nuevos modelos en el departamento de Química de la compañía.
La empresa del viejo Felipe dirigida por el nuevo Felipe tiene tres fábricas: una en Buenos Aires y dos en San Luis. Y muchas máquinas: 25 testeadoras, tres estuchadoras, dos dippings y ocho selladoras. Al margen, la compañía sigue con otros rubros del látex: para eso tiene en funcionamiento 120 telares, siete tintorerías y cuatro urdidoras.
"En términos de aciertos de la marca, creo que Tulipán siempre intentó tener la inteligencia y la sensibilidad para sentir el pulso social y 'mezclarse' en eso que la gente está charlando. Nos colamos, por así decirlo, a través de eslóganes y publicidades de alta repercusión, en el inconsciente colectivo popular de los argentinos. Es que, en realidad, nunca nos pensamos como una marca de preservativos. Somos un punto de unión entre las personas. Literal y simbólicamente hablando." (Felipe Kopelowicz)
En cuanto a su autoestima, no deja que nada negativo se la baje. "En lo personal, una de las cosas que me han ayudado en todo este tiempo es que intento no tener la palabra «fracaso» en mi vocabulario", admite el empresario.
"Hago un esfuerzo por ver lo que no sale bien como una parte del proceso de aprendizaje y no hacerme mala sangre, ni recriminarme o castigarme por ello. Mi consejo para todo aquel que decide emprender algo es que viva las experiencias como eso, aprendizajes. Que pueda tomar la lección y que, en lugar de quedarse empantanado en la recriminación y la autoculpa, siga para adelante", alienta.
Otro consejo que le parece muy importante es ir directo al grano. No demorarse en la previa, bah. "No perder el tiempo y no hacer que los demás lo pierdan es una manera increíble de respeto. Tener ejercitado esto hace que seamos mucho más piolas en la forma de ver los negocios y la vida. Las reuniones –asegura– tienen que ser cortas y tener un objetivo claro y concreto".
"Y un factor clave es saber administrar el riesgo. A veces, sobre todo en países con escenarios inciertos como el nuestro, nos confundimos el concepto de correrlo con el de administrarlo. En todo proyecto, uno se expone a riesgos de varios tipos, de diferentes clases. Pero eso no debería paralizarnos, ni tampoco, por supuesto, se puede ignorar su existencia. Administrar el riesgo es ubicarlo en su lugar correcto, un lugar que nos hace sentir cómodos y que nos permite, siendo realistas, no dejar de tomar decisiones", diferencia.
Tras la intervención en el Senado del médico Abel Albino con información falsa acerca de la supuesta ineficacia del preservativo para prevenir las enfermedades de transmisión sexual, Tulipán lanzó una campaña publicitaria al instante, con la premisa: "No son de porcelana. Los nuestros son de látex". Una vez más, la empresa tuvo reflejos para montar la estrategia adecuada.
*Esta historia pertenece al especial de Brando 15 ideas millonarias disponible para los suscriptores a partir del 15 de agosto.
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