En 1992, en Rosario, un grupo de delincuentes ideó un maquiavélico plan para cometer un millonario fraude
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Hace 30 años, en la provincia de Santa Fe unos delincuentes, desprovistos de armas, sin romper paredes ni violentar cerradura alguna, perpetraron “la estafa del siglo”. Se llevaron del Tesoro Regional de Rosario (Santa Fe) el equivalente a 30 millones de dólares en australes. Fue un robo sin precedentes en la historia de nuestro país. Aunque el engaño no duró mucho porque la verdad salió a luz de la manera menos pensada.
La tarde del 22 de diciembre de 1992, el jefe del Tesoro de la sucursal Rosario del Banco provincial de Santa Fe, Norberto Schiavetti, recibió un fax con un inusual (pero no imposible) pedido. “Por los inconvenientes por usted conocidos, debido a la falta de billetes de $50, el Directorio del BCRA ha resuelto por una situación de emergencia el reciclaje de australes 500.000 para una zona del país”, decía el papel que estaba membretado y firmado por las autoridades del Banco Central de la República Argentina. A su vez, el pedido exigía que los billetes estuvieran listos para el día siguiente, debían ser entregados en el aeropuerto de Fisherton a los funcionarios del Organismo que especialmente viajarían para cumplir con la tarea.
En aquellos tiempos, para frenar la inflación descontrolada, había comenzado a regir el plan de convertibilidad por iniciativa del entonces ministro de Economía Domingo Cavallo. A través del decreto 2128, del 10 de octubre de 1991, el gobierno de Carlos Menem decidió reemplazar el Austral por una nueva moneda, el Peso. La conversión era de 10.000 australes por peso. En el caso de los billetes de 500.000 australes equivalían a 50 pesos. O dólares. Ese proceso no se realizó de la noche a la mañana, sino que llevó un tiempo completar el reemplazo. En ese ínterin, que originó trámites y prácticas administrativas no habituales, se abrió la oportunidad que aprovecharon los delincuentes para materializar su fabulosa estafa.
“Ustedes tienen 2.100 balas de 500.000 australes”
Aunque el pedido dentro del contexto parecía lógico, Schiavetti, que tenía 30 años de experiencia bancaria, decidió corroborar la orden y llamó a las oficinas de la sede central. Fue entonces, cuando un funcionario que se presentó como “Fandiño” le confirmó la operación y le comentó que se habían quedado sin efectivo por la cercanía a las fiestas. Además, para disipar cualquier duda, le dio algunos datos precisos: “Ustedes tienen 2.100 balas de 500.000 australes”. En la jerga bancaria se denomina “balas” a los fajos termosellados de billetes.
Lo que nunca imaginó Schiavetti es que su línea telefónica había sido intervenida y su llamada había sido desviada para que un falso funcionario contestara el teléfono. Además, con anticipación los delincuentes se habían puesto en contacto con un exempleado del banco que les había dado información de la operatoria corriente del organismo y que luego ellos supieron utilizar. Ningún detalle había quedado librado al azar.
El contexto, el fax y la llamada fueron suficientes para que Schiavetti decidiera cumplir la orden. Si bien llamó su atención que el traslado se realizara en un vuelo de la empresa Austral, supuso que la urgencia de la situación lo ameritaba.
Pasaron algunas horas hasta que el jefe del Tesoro y unos empleados lograron juntar todos los billetes de 500.000 australes que tenían en la bodega de la sucursal. A las 8 de la mañana del día siguiente, el 23 de diciembre, Schiavetti, Hugo Tenaglia, un empleado del banco, y dos portavalores llegaron al aeropuerto de Fisherton en un camión de caudales con 13 sacos que contenían 600.000 billetes de 500.000 australes, el equivalente a 30 millones de dólares. Allí los esperaban, como enviados del Banco Central, tres falsos funcionarios que se identificaron con credenciales que a simple vista parecían válidas. Los nombres que usaron fueron Alfredo Alberto Acosta, Jaime Shell y Jorge Raúl Torres.
Un inconveniente de último momento casi hecha todo a perder. La aeronave de Austral, en la que iban a trasladar el dinero, sufrió un desperfecto en el tren de aterrizaje y no pudo despegar. Para salir del apuro, los falsos funcionarios debieron alquilar dos avionetas en una empresa de taxis aéreos que operaba en el aeropuerto de Rosario con destino al aeropuerto de San Fernando, Buenos Aires. La increíble estafa se había consumado.
“¿Qué remesa? Nosotros no pedimos nada”
Mientras dos de los falsos empleados escapaban con el dinero en los aviones, otro se subió a un remis junto a Tenaglia rumbo a Buenos Aires con el fin de recibir del Banco Central un comprobante por la entrega del efectivo. Con falsas excusas, el delincuente logró bajar antes del auto y dejó solo a Tenaglia con la promesa de volver a encontrarlo más tarde en la sede porteña del Banco. Claro que, el falso inspector nunca apareció.
Al mismo tiempo, Schiavetti decidió avisar al Banco Central sobre el envío del dinero que se había realizado y la ida de su empleado a las oficinas en busca del recibo. “¿Qué remesa? Nosotros no pedimos nada”, fue la respuesta tajante que recibió del otro lado del teléfono. Nunca el Central había solicitado el dinero y menos aún, había enviado inspectores para retirar los sacos. El jefe del Tesoro languideció. Lo comprendió todo, había caído en una trampa.
Detrás de la ingeniosa estafa había una banda organizada por Héctor “Tito” Rima. Él fue la mente que ideó el plan maestro. Durante medio año se contactó con imprentas para realizar las credenciales falsas, se comunicó con exempleados del banco, como Lorenzo Marino, para acceder a datos sobre la operatoria corriente del organismo, realizó la intervención de la línea telefónica y desvió las llamadas.
La estafa fue tan grande que hasta motivó el cambio de una medida bancaria. Para neutralizar la defraudación, el Gobierno de Menem decidió adelantar el retiro de los australes, que estaba previsto para finales de marzo, para el 15 de enero de 1993.
El desenlace menos pensado
Al principio, todo parecía salir como estaba previsto. La estafa ocupaba todas las tapas de los diarios y no había ninguna pista de quiénes podían ser los delincuentes. Pero el desconcierto de los investigadores no duró mucho. Alguien habló de más y con la persona menos indicada: un pai umbanda.
Aunque nunca lo reconoció, uno de los ladrones, visitaba frecuentemente a un pai umbanda y le contó sobre el engaño. El pai, que era informante de la Policía, lo delató ante los agentes de una brigada de Lanús.
Los integrantes de la banda cayeron uno por uno. La causa tuvo más de 40 detenidos, pero apenas una docena llegó a juicio.
Hasta Schiavetti fue indagado y alegó su propia ignorancia. “Fui engañado. Es más, no estaba preparado para el cargo que ocupaba. La plata no era lo mío”, dijo en su defensa ante el Tribunal que terminó absolviendo a los empleados del banco por considerar que habían sido engañados por los estafadores.
De los imputados, solo cinco -Gregorio Collia, Néstor Collia, Sergio Turza Nocetti, Lorenzo Marino y Héctor Mena- fueron finalmente condenados con penas de entre tres años y cuatro meses a cuatro. Rima, el cerebro de la organización, luego de ser detenido, mientras esperaba el juicio oral, consiguió ser liberado tras pagar una fianza de 400 mil pesos, que meses después descubrieron eran avales falsos.
Del dinero robado, solo se recuperó un millón de dólares.
En 2017, la historia dio origen a una serie en la Televisión Pública, dirigida por Hugo Grosso y protagonizada por Luis Machín.
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