En la esquina de Guardia Vieja y Billinghurst, una familia de origen griego rememora, con sus productos, los sabores del Mediterráneo.
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En Larissa, una ciudad agrícola situada en Grecia, Constantino Catsaunis, tenía la tradición de prepararse un aperitivo especial con aceitunas, distintas especias, un chorrito de aceite de oliva y queso feta. A temprana edad emigró a Argentina, pero jamás pudo olvidar los imponentes atardeceres y el inconfundible aroma del olivo de su tierra. En honor a sus raíces, en 1958 inauguró un local dedicado a su primer amor: las aceitunas. Desde entonces está situado en la misma esquina: Guarda Vieja y Billinghurst, en el corazón del barrio de Almagro. Verdes, negras, de distintos tamaños y hasta rellenas, sus productos rememoran los sabores del Mediterráneo.
Don Costa, como lo llamaban, partió de su tierra natal a los 20 años junto a su hermano, Clemente. Buenos Aires los esperaba con los brazos abiertos. Al llegar, el joven comenzó a caminar las calles en busca de empleo y una de sus primeras oportunidades fue como repartidor. Temprano por la mañana hasta entrada la tarde, salía con una pequeña furgoneta a recorrer los barrios para entregar los pedidos con diversos víveres de almacén, aceites, encurtidos y aceitunas (en damajuanas de vidrio con boca ancha). Al ser metódico y sumamente prolijo, poco a poco fue ganándose su clientela.
Un mostrador que guarda una historia familiar
Años más tarde, durante una de sus largas jornadas laborales, se sorprendió con una interesante propuesta de uno de sus proveedores. “Gabriel Mesquida, un productor de aceitunas, lo convocó para abrir juntos un local en Buenos Aires. Mi tío abuelo no podía creer la oportunidad y no lo dudó”, rememora Claudio Katsaounis detrás del mostrador del emprendimiento familiar.
En una pintoresca esquina en el barrio de Almagro, cerca del antiguo Mercado de Abasto, encontraron una casona de 1894 con paredes de ladrillo a la vista, enormes ventanales y techos altos, que resultó perfecta para su propuesta. El 27 de agosto de 1958 abrieron las puertas de “La esquina de la aceituna”. Al día de hoy los vecinos recuerdan los antiguos toneles de madera repletos de mercadería a la vista en el medio del salón.
Durante sus primeros años, el negocio orientó su venta al por mayor y sus principales clientes eran los repartidores. Cuentan que en esa época se despachaban por día un promedio entre 100 a 150 kilos de aceitunas. También había una condición: la compra mínima de cada variedad era de un kilo. “A lo largo de todos estos años, el negocio nunca cambió la línea de los toneles abiertos. Se vende al público directamente desde ahí, fresca y sin conservantes”, asegura Katsaounis. Con los años el local de Don Costa, cosechó fanáticos en el barrio por la variedad y calidad de productos.
Harilaus, el padre de Claudio, desde los inicios se sumó al negocio. Otro de los empleados históricos fue José, mejor conocido como “Cholo”, que se encargaba de asesorar, con suma precisión, a cada uno de los clientes con sus gustos. “Mi escuela quedaba a menos de diez cuadras del local y cuando salía me encantaba pasar a saludar. En esa época tenían una añeja balanza de pie y todos los viernes papá me pesaba para ver cuánto había crecido. Lo anotábamos en una libretita. Además, había una máquina Olivetti y me encantaba apretar los botones con las letras para escribir. Son hermosos los recuerdos de mi infancia acá. Las aceitunas siempre fueron el distintivo familiar”, rememora Claudio, quien es abogado de profesión.
En la década del 90, el joven comenzó a interiorizarse aún más en el oficio. En esa época incorporaron nuevos productos: conservas, encurtidos, legumbres y especias. Con ello, se apuntó a conquistar también al público minorista. “En esa época se acercaron muchísimos vecinos del barrio. Una de las vedettes era el kilo de aceitunas mixto (verdes y negras). Y como muchos restaurantes y pizzerías nos pedían especias, también decidimos sumarlas”, afirma. La larga cola de clientes en la esquina, se transformó en una postal habitual a cualquier hora del día (salvo de 12 a 14 h cuando el local permanecía cerrado). Don Costa fue un señor longevo: vivió hasta los 93 años y hasta el último día estuvo presente en el local. “Su casa estaba ubicada a pocos metros del negocio y siempre pasaba a dar una vuelta. Con tan solo una mirada se daba cuenta si estaba todo en orden. Él y papá me enseñaron todo. Fueron mis grandes maestros”, afirma, orgulloso.
16 tambores y mucho más
En el centro del local se encuentran dieciséis tambores plásticos de color azul eléctrico repletos de aceitunas de distintas variedades, tamaños y rellenos. Hay verdes, negras, descarozadas, ovaladas, redondas y hasta gigantescas, llamadas precisamente por su tamaño “Mamut”. “Conservamos los mismos proveedores de Mendoza y La Rioja de toda la vida”, asegura Claudio. Los pedidos se preparan en el momento y según lo solicitado por cada cliente. La compra mínima es a partir del cuarto kilo. Muchos habitués se llevan la salmuera (que viene de regalo), para conservarlas durante más de un año en casa.
“Trabajamos con tamaños de aceitunas que suelen ser más grandes de lo normal. Las más solicitadas son la negra Mamut (inmensa) y la verde colosal con carozo. La griega con aceite de oliva también tiene muchos fanáticos y en los últimos meses es furor la negra sin sal”, detalla y admite que su favorita es la negra “Mamut”. En conmemoración a Don Costa, hace un tiempo se le ocurrió incorporar las aceitunas llamadas “Del fundador”. “Es una receta de homenaje a quien dio todo por este local de barrio. Tienen una combinación justa de orégano y ají molido, que le aportan un sabor muy especial”, dice y asegura que cada vez que las prueba automáticamente se acuerda de su tío abuelo sentado en la mesa bebiendo un vermut.
Las rellenas merecen una mención aparte. Ofrecen con almendras, nueces, panceta, morrones, palmitos, provolone, queso azul, anchoas, entre otras especialidades. En los últimos años, la versión “Mixta” se transformó en un ícono. “Cuando el cliente quiere probar un poco de todo, siempre se la lleva. Trae ocho rellenos diferentes y de los dos colores (verde y negro)”, expresa. En uno de los altos estantes de madera están prolijamente acomodadas botellas y bidones de aceite de oliva, otra de las estrellas de la casa.
“Uno se crió con esto. Es lindo poder continuar con la tradición familiar”, confiesa Claudio. Su hijo, Tiago de 25 años, sigue sus pasos: con gran simpatía asesora a cada nuevo cliente que se acerca. “Es un producto tan noble y natural”, admite. Previo a despedirse, recuerda un poema de Miguel Hernández titulado “Aceituneros”, que comienza diciendo: “Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma: ¿quién, quién levantó los olivos?...”
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