La esperanza, o el tiempo de hacer lo que hay que hacer
No hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza. Esto afirma en su Ética, un clásico de la filosofía, Baruj Spinoza (1632-1677), pensador racionalista holandés, hijo de una familia sefardí que huyó de Portugal a causa de los pogroms contra los judíos. Quien espera teme ser decepcionado y quien teme espera ser tranquilizado. Solo se deja de temer cuando se deja de esperar. Esperanza y temor son conceptos que los tiempos de pandemia han traído al primer plano de nuestras vidas. Pero mientras el temor es una sensación, la esperanza bien puede ser considerada como virtud. Para esto es preciso comenzar por aclarar que, a diferencia de la simple espera, que involucra pasividad, la esperanza es un estado activo del alma y de la mente.
Vivimos tiempos de incertidumbre, en los que apenas una certeza parece válida. La de que nada será igual. Hay quienes dicen que será peor, que viviremos épocas de pobreza y desconcierto. Y hay quienes afirman que habremos aprendido lecciones que nos llevarán a mejorar el mundo. Mientras tanto, hemos temido y no dejamos de temer. ¿Basta la esperanza de un mundo mejor, más compasivo, más empático, menos injusto y desigual, con menos depredación moral y ecológica, para marchar hacia él? Los optimistas dirán que sí, pero esperanza y optimismo no son la misma cosa, aunque suela confundírselos. El optimista cree que todo irá bien, tiene una fe innata, es un creyente que no necesita fundamentarse más que en su creencia. Cuestión de fe. El esperanzado, en cambio, reconoce el dolor, el sufrimiento, el malestar de una circunstancia presente, quiere salir de ella, tiene una visión de la situación a la que aspira (puede llamársela utopía si se desea), pero sabe que esta no advendrá porque sí, mágicamente. La esperanza no es cuestión de fe, sino de compromiso. En su ensayo Esperanza sin optimismo, el admirable crítico cultural británico Terry Eagleton la define muy bien. Quien tiene esperanza, dice, anhela que lo próximo sea mejor, pero no lo aguarda de manera pasiva. Está dispuesto a trabajar o a luchar por ese anhelo sin pedir garantías de realización ni contar con alguna seguridad de éxito. Manifiesta una actitud y la respalda con su conducta. Se compromete profundamente, se involucra, se integra a la acción, a diferencia del optimista que, de acuerdo con Eagleton, se disocia, porque abrazado a su confianza ciega, aguarda la buena nueva a un costado del camino, confiado y pasivo.
Mientras el optimista "por naturaleza" espera que la realidad encaje en su expectativa, el esperanzado trabaja para que su esperanza, convertida en acciones, pueda encajar en la realidad para transformarla. Está dispuesto a hacer lo que sea necesario hacer, aun cuando nada le asegure el resultado. Porque su acento no está puesto en el resultado sino en la acción. El sentido de su esperanza está en haber sido coherente con su compromiso y en haber hecho lo que había que hacer.
El objeto del miedo está siempre en el futuro. Tememos que algo ocurra (o deje de ocurrir). Cuando ya está sucediendo (o dejó de suceder) no le tememos, lo experimentamos, lo vivimos. Son otras las emociones que aparecen. El optimista natural hace de su optimismo un dogma para ocultar el miedo. Huye hacia adelante. Quiere, en el fondo, que la confianza que trasunta actúe como exorcismo.
Lo inimaginable ocurrió, llegó con 2020, el año que vivimos en peligro. De pronto estuvimos inmersos en ello. Tras el miedo es deseable la esperanza. Si el mundo que viene será mejor, no lo será por arte de magia ni de optimismo. Habrá que trabajar mucho, y con esperanza, para que así sea. Es decir, con actitudes, conductas, acciones. Todo el tiempo, en cada espacio que transitemos. Sin garantías. Con la convicción de que el sentido está en hacer lo que hay que hacer. En la Suma teológica, santo Tomás dice que la esperanza es un movimiento hacia algo difícil de obtener. Amén.
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