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En el grupo de cartas conmovedoras de la historia argentina podríamos mencionar las que María Guadalupe Cuenca de Moreno (Mariquita Cuenca) le escribía a su marido sin saber que había muerto en alta mar durante el viaje que hacía rumbo a Londres, en marzo 1811. Una de ellas, fechada en mayo, contiene este fragmento:
Mi amado Moreno de mi corazón, me alegraré que estés bueno, toda la familia queda buena, pero yo penando siempre con los dientes y el dolor en las costillas, que unos días más, otros menos, me mortifica mucho y algunas veces me hace desconfiar de volverte a ver.
Esta memoria me deja sin sentidos, de pensar morirme, desamparada de mi Moreno, del único consuelo que tengo, del único padre y del marido más querido de su mujer, y de dejar a mi Marianito [el hijo del matrimonio], por el que te pido me hagas llevar si no se te sigue perjuicio, que yo iré gustosa aunque pase dos mil trabajos, porque como yo no aspiro más que a estar a tu lado, servirte, cuidarte, y quererte cada día más de lo mucho que te quiero.
Toda mi felicidad se funda en que vivas. Y yo a tu lado, y así, día y noche, te encomiendo a Dios, para que te dé muchos años de vida, y nos veamos pronto.
No me consuela otra cosa más que cuando me acuerdo las promesas que me hiciste los últimos días antes de tu salida, de no olvidarte de mí, de tratar de volver pronto, de quererme siempre, de serme fiel, porque a la hora que empieces a querer a alguna inglesa, adiós Mariquita, ya no será ella la que ocupe ni un instante tu corazón, y yo estaré llorando como estoy y sufriendo tu separación que me parece la muerte, expuesta a la cólera de nuestros enemigos, y vos divertido, y encantado, con tu inglesa.
Si tal caso sucede, como me parece que sucederá, tendré que irme aunque no quieras, para estorbarte. Pero para no martirizarme más con estas cosas, haré de cuenta que he soñado, y no te me enojes de estas zonceras que te digo (…).
“La guerra es un juego de azar”
Otra de las que integraría el grupo es la que Dominguito Sarmiento redactó para su madre, Benita Martínez Pastoriza, antes de la batalla de Curupaytí, donde perdió la vida.
Querida Madre: La guerra es un juego de azar. La suerte puede sonreír o abandonar al que se expone al plomo enemigo. Lo que a uno lo sostiene es el pensamiento del mañana: la ambición de un destino brillante. Esta ambición y la santa misión de defender a mi patria, me da una fe inquebrantable en mí y en el camino que he tomado. ¿Qué es la fe? No puedo explicarlo, pero me basta con tenerla. Y si el presentimiento de que no caeré en combate es sólo una ilusión que me permite tener coraje y cumplir con mi deber, te pido madre que no sientas mi pérdida hasta el punto de dejarte vencer por el dolor.
Morir por la patria es darle a nuestro nombre un brillo que nada borrará, y no hay mujer más digna que aquella que, con heroica resignación, envió a la batalla al hijo de sus entrañas. Las madres argentinas transmitirán a las generaciones venideras el legado de nuestro sacrificio. Pero dejemos aquí estas líneas, que esta carta empieza a parecer una carta póstuma. Hoy es 22 de de septiembre de 1866. Son las diez de la mañana. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. ¡Adiós, madre mía!
La despedida de un futuro fusilado
También, sin duda, debemos sumar las que Dorrego envío a su familia cuando se enteró de que iba a ser fusilado de inmediato. En realidad, no son cartas, sino apenas dos esquelas, breves textos en el que se despedía de Angelita Baudrix y de sus hijas. Ambas se conservan en el Archivo General de la Nación y llevan la fecha 13 de diciembre de 1828:
Mi querida Angelita: en este momento me intiman que en una hora debo morir ignoro por qué. Más la providencia divina en la cual confío en este momento crítico así lo ha querido. Perdona a todos mis enemigos y suplica a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí.
Mi vida, educa a esas amables criaturas sé feliz ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego.
La segunda esquela iba dirigida a sus hijas, Ángela la mayor nacida en 1816 e Isabel que apenas tenia ocho años:
Mi querida Angelita:
Te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre Manuel Dorrego.
Mi querida Isabel: Te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre Manuel Dorrego.
Sed católicas y virtuosas que esa religión es lo que me consuela en este momento.
Las esquelas, los tiradores, el anillo e inclusive la chaqueta con las charreteras regresaron al hogar familiar. Hoy forman parte del patrimonio del Museo Histórico Nacional, ubicado en Buenos Aires, en el Parque Lezama.
La noticia de la ejecución del que fuera gobernador causó gran sensación y hoy podemos medir la grave repercusión que tuvo en el devenir de la política de nuestro país.
Fue un drama nacional, pero antes que nada, un drama familiar
Cuando se difundió la noticia, Ángela Baudrix y sus hijas se encontraban en la estancia de la familia Wright, ubicada en la zona de Punta Lara, al sur de la provincia de Buenos Aires, adonde habían concurrido cuando Dorrego se alejó de la ciudad por los motivos políticos que derivaron en su muerte.
Ella tenía veintinueve años. Se había casado con Manuel a los dieciocho, en 1815. Era una de las mujeres más atractivas de su tiempo. Todas las virtudes de esta dama no eran desconocidas en Buenos Aires. Sin embargo, cuando ocurrió este fatal hecho, sólo recibió ayuda de una cuñada. Nos referimos a Dominga Dorrego, casada con Antonio Miró.
El aporte de la tía de las niñas ayudó a paliar la situación de Angela. Incluso, recibió un dinero enviado por el gobierno.
Sin embargo, las cuentas no se equilibraron. Tal vez, haya habido deudas contraídas por el infortunado Manuel. También se ha sembrado sospecha sobre mala administración de los ingresos debido a algún inescrupuloso que las perjudicó. Lo cierto es que, ante la falta de armonía económica, Ángela no quiso acudir a su familia política y decidió buscar una solución puertas adentro.
En Buenos Aires, comenzó a ofrecerse como costurera. En un principio recibía poco trabajo y el esfuerzo no se veía recompensado. Pero cuando sus amistades se enteraron, le encargaron trabajos, costura de vestidos y remiendos, de tal forma que tuvo que ser asistida por sus hijas para cumplir con los compromisos.
En cierta oportunidad Simón Pereira, encargado de proveer al ejército, la contrató para confeccionar los uniformes de los soldados. Durante quince o dieciséis años, la viuda e hijas de Dorrego se dedicaron a estas tareas. Gracias a los ingresos pudieron alquilar una pequeña casa en frente de la Catedral, sobre la actual calle San Martín.
En 1845, el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, acudió a la casa de Ángela para solicitarle las charreteras y la banda de gobernador que había usado Dorrego durante su corto mandato antes de ser fusilado. Ella le entregó las reliquias y poco días después el gobierno le asignó una pensión de trescientos pesos mensuales más un resarcimiento de cincuenta mil pesos por todos aquellos años que el descuido del Estado no atendió a la sufrida familia del difunto Manuel.
Justo José de Urquiza le aumentó la pensión a ochocientos pesos mensuales. En 1860, Bartolomé Mitre le asignó medio sueldo de coronel.
“Es la cabeza de Lavalle”
Ángela murió el 6 de abril de 1821 en la ciudad de 25 de Mayo. Esto ocurrió durante la presidencia de Sarmiento que decidió que la pensión que recibía siguiera siendo cobrada por su hija mayor.
Isabel —a ella nos referimos— sobrevivió a su madre y a su hermana. Vivió por años en la calle Chile 785, casi esquina Piedras. La llamaban “la Solitaria” porque no se la veía más que con un morenito que la acompañaba a misa las pocas veces que salía. Nunca formó familia, siempre vistió luto. De todas maneras, la numerosa descendencia de Angelita más otros parientes y amigos solían visitarla una vez al año: cada 13 de diciembre, en los aniversarios de la ejecución de su padre. Por ser vísperas del verano, un criado servía refrescos. Doña Isabel se ubicaba en un antiguo sillón y a su alrededor se acomodaban los más pequeños. Una cruz de oro mediana era el único accesorio de su vestido negro.
En un momento de la reunión, la anciana llamaba con una campana al criado de los refrescos y en secreto le daba una orden. El moreno salía presuroso para regresar con una bandeja de plata. Encima, un plato de loza blanco portaba la cabeza de un gallo recién degollado. Entonces, Isabel Dorrego decía: “Es la cabeza de Lavalle”. Y todos guardaban silencio.
Esta costumbre se mantuvo por años. En aquella casona de la calle Chile con techo a dos aguas se criaban —como en casi todas las propiedades con patios—, gallos, además de gallinas. Uno era elegido para cumplir el papel de verdugo de Dorrego cada 13 de diciembre.
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