La última novela de Horacio Convertini narra una Buenos Aires devastada por una misteriosa peste. La distopía a la criolla se cruza con el policial en un texto poderoso y de trama perfecta.
Una peste azota a la Argentina convirtiendo en zombis antropófagos a los infectados. La retirada forzosa ha corrido el centro del poder político a Río Gallegos, zona a salvo de la epidemia. Desde allí, se planea la “reconquista” de Buenos Aires, a cuya ardua ejecución se aboca un grupo de militares y civiles liderado por el Lele Figueroa (todos los personajes tienen nombres de ex jugadores de San Lorenzo). Pero a los voluntarios no los guía la solidaridad ni el patriotismo, sino un suculento pago en dólares.
El apocalipsis criollo es el escenario de Los que duermen en el polvo, la más reciente novela de Horacio Convertini (El último milagro, La soledad del mal, New Pompey), en la que, a la par de la acción pura y dura en un páramo condenado a la violencia y la emergencia de miserias humanas propias de las situaciones extremas, se narra una historia de amor. O, mejor dicho, de la ausencia de un amor.
En el contingente de aventureros cuya base de operaciones es el barrio de Pompeya –capital de las ficciones de Convertini–, ahora en ruinas como el resto de la ciudad, se encuentra Jorge, un periodista sin demasiado brillo que revista como mano derecha del Lele Figueroa, pero que en realidad no hace mucho más que extrañar a Érica, su pareja de años.
En paralelo a la gesta de preservación de una Buenos Aires fortificada y asediada por los “bichos” –los apestados que sobreviven en una especie de duermevela ambulante–, se despliega la penuria privada de Jorge. Al dolor de la ausencia se suma el recuerdo –la revisión– de un amor correspondido de manera insuficiente por una mujer de intelecto superior. Una mujer siempre inasible que ahora lo es definitivamente.
La historia es solo a medias tanguera. El destino de Érica entraña un enigma que funciona como un bajo continuo. Un goteo de versiones acerca del final de la pareja. Variaciones en torno a una escena clave, en la playa, a la que el texto vuelve cada tanto con módicos agregados. Este contrapunto policial de la distopía política le confiere a la novela una complejidad que multiplica su vigor. La prosa envolvente modula así de modo quirúrgico el suspenso, aquieta la crudeza de la fábula, la cabalgata trágica en la que, por supuesto, tampoco falta el toque gélido de la conspiración y la perfidia.
El texto de Convertini, perfecto como un desfile del Ejército Rojo –pero con enorme gracia–, alterna pasado y presente hasta integrar el tablero completo. Por un lado, la prehistoria breve de la debacle argentina. Nótese que se produce por efecto de una epidemia sin razones reconocibles, no de la mano de una dirigencia codiciosa, inepta o represiva ni de la población en estado de insurgencia. Pero se sabe que las pestes suelen obrar como castigos más o menos velados. Catástrofes oscuramente justicieras.
Por otra parte, tejiendo el entramado de saltos temporales, conocemos el pasado íntimo de Jorge, el Lele y Érica, antiguos compañeros de estudios cuyos itinerarios se empeñaron en permanecer cercanos entre sí. En este punto, Jorge juega como contrafigura del héroe. Disminuido por su pareja, pero incapaz de abandonar esa relación, a la hora de acometer el viaje a Buenos Aires como una terapia de olvido y reconversión, es absorbido por el carácter y el proyecto de su amigo poderoso. Amigo que, según sospecha Jorge, acaso tuvo un amorío fugaz con Érica algunos años atrás.
Es que los personajes convertinianos, aun en el filo del fin del mundo y entregados a la lucha por la supervivencia de la especie, no pueden trascender la épica barrial, las coordenadas de una debilidad ontológica. Quizá una herida indeleble de las clases populares. Los de Pompeya.
Esta mirada, si se priva de los dobleces sentimentales –y Convertini se priva–, permite un sutil tono de comedia. En la guerra de reconquista de esta Armada Brancaleone no predomina el noble propósito del visionario, del político inspirado, sino la rosca de palacio y el internismo. La pulsión autodestructiva –¿la condena argentina por excelencia?– que no cede ni ante una amenaza nuclear. Una peste peor que la que ha dejado a Buenos Aires devastada y a merced de los bichos.
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