Hace 125 años, un violento ataque al continente por parte de los británicos cambió la noción que se tenía acerca de los ciudadanos de África; cómo fue el proceso y cuáles son las consecuencias en la actualidad
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Fue brutal. Saqueo, destrucción, muerte. “Benín se vio abrumado por una catástrofe de la que cabía esperar que nunca se recuperaría”, escribiría el etnólogo alemán Eckart von Sydow cuatro décadas después, maravillado por la “riqueza del arte pagano” producido en “nuevo Benín” a partir de una tabula rasa.
Esa tabula la había dejado rasa una expedición punitiva británica en febrero de 1897, en una feroz lid que se prolongó durante 10 días. Los británicos prevalecieron, invadieron la capital del reino de Benín, destronaron al rey y un extenso incendio arrasó todo el lugar.
El detonante fue una emboscada ocurrida el mes anterior en la que guerreros del reino mataron a un grupo de cientos de hombres encabezado por James Robert Phillips, cónsul general interino del Protectorado de la Costa de Níger.
Bajo la pretensión de ir en son de paz, se acercaron a la ciudad a recabar información para deponer al oba (soberano) y establecer un “consejo nativo” favorable a los británicos.
La razón fue económica. La destrucción de Benín ocurrió en el período conocido como el reparto de África en el que siete potencias europeas compitieron para apoderarse de la mayor parte posible del continente africano. En 1870 el 10% del continente estaba bajo control europeo; en 1914, era el 90%.
Benín había logrado mantener su independencia y el monopolio de preciados recursos naturales, como aceite de palma, pimienta, coral azul y marfil, lo que irritaba a los colonizadores británicos.
Su objetivo era poner la mayor parte del territorio de la actual Nigeria bajo su dominio. Y en su afán, destrozaron un reino de siete siglos de antigüedad.
Centro de cultura
Hacia fines del siglo XII y principios del XIII, el oba Eweka I estableció Ibinu (más tarde traducida como Benín por los portugueses) como su capital.
En 1440, el reinado del duodécimo oba, Ewuare, auguró el inicio de un período de florecimiento artístico y reforma estatal, así como la expansión de sus dominios.
En el apogeo de la edad dorada, en los siglos XVI y XVII, Benín era un imperio tributario — que gobernaba sobre los igbo occidentales, los yoruba orientales y los itsekiri costeros, entre otros pueblos — y la principal potencia comercial a lo largo de la costa de Nigeria.
Los viajeros europeos escribían impresionados sobre el próspero reino. Los informes holandeses describían la capital como “del mismo tamaño que la ciudad de Haarlem” en Países Bajos. Ese mismo relato, publicado en Ámsterdam en 1668, decía del palacio real: “Cada techo está adornado con una pequeña torre en forma de chapitel sobre la que se encuentran pájaros de cobre fundido, esculpidos con gran destreza”.
Como un importante centro de cultura, la ciudad era el hogar de hábiles artesanos. Había gremios reales de carpinteros, trabajadores del cuero, tejedores y alfareros, lo que hizo posible la producción de arte a gran escala para la corte real, incluidos los después famosos Bronces de Benín, así como la arquitectura monumental.
De cultos a bárbaros
El comercio con los europeos comenzó con los portugueses en 1472, y a medida que se expandió el comercio atlántico, continuó pero solo con asociaciones de mercaderes aprobadas por la realeza.
Con la expansión de la trata de esclavos en el Atlántico a finales de los siglos XVII y XVIII, otros reinos costeros comenzaron a apoderarse de Benín, que experimentó un declive lento en su dominio de la región que había estado bajo su control.
Desde mediados del siglo XIX, aumentó la presencia británica en el área, con el pretexto de la abolición de la trata de esclavos. Benín rechazó los representantes de la reina Victoria de negociar tratados y extender un protectorado sobre el reino.
Frustrado, el explorador británico Richard Burton, entonces cónsul en África occidental, en 1862 describió despectivamente la ciudad de Benin como un “lugar de barbarie gratuita que apesta a muerte”. Rumores de sacrificios humanos y comercio de esclavos comenzaron a circular en los periódicos europeos.
Con el tiempo, los entusiastas informes de los visitantes portugueses y holandeses en los siglos XV y XVI fueron reemplazados por una narrativa de un estado bárbaro, violento, pagano y absolutista cuya gente necesitaba ser rescatada y civilizada bajo el dominio colonial o aniquilada por completo.
Sorpresa
La victoria de la expedición punitiva atrajo la atención del mundo. Los diarios publicaron durante meses relatos espantosos de testigos oculares que hablaban de lo que los invasores habían encontrado en “ese sitio horrible”.
“Cuando la expedición entró en la ciudad, encontró que tenía bien merecido el nombre de ‘Ciudad de sangre’”, reportó The New York Times. “Muchas víctimas de los Ju Ju, o sacerdotes fetichistas, fueron encontrados crucificadas (...). Las casas y los recintos de los Ju Ju apestaban a la sangre de los que habían sido recientemente decapitados en ceremonias religiosas”.
Todo concordaba con la percepción que desde hace un tiempo se tenía del ya extinto reino de Benín. Pero cuando el botín llegó a Europa, algo no encajó. A medida que los artefactos incautados fueron ingresando a las colecciones de los museos, fue brotando una sensación de sorpresa y mistificación.
El problema era que los poderosos relieves pictóricos de bronce -que otrora decoraban los pilares del palacio del oba-, las cabezas de reinas madres y otros antepasados -hechos para honrarlos-, y serpientes y cazadores, y demás tesoros eran exquisitos.
¿Cómo era posible “un arte tan altamente desarrollado entre una raza tan enteramente bárbara”?, escribieron los curadores del Museo Británico en 1898 en “Obras de arte de la ciudad de Benín”, haciendo eco de muchos otros.
Humanos
Al principio, algunos académicos, intentando entender cómo los artesanos africanos podían haber hecho tales obras de arte, propusieron teorías descabelladas. Otros alegaron que lo habían logrado con ayuda de estímulos extranjeros, tal vez aprendiendo de visitantes europeos.
Pero paulatinamente fueron asimilando lo que significaba la escala del logro artístico de la que se había considerado como una cultura sacrificial empapada de sangre.
El renombrado antropólogo y etnologista austriaco Félix von Luschan fue quizás quien lo expresó más contundentemente. En un artículo de 1898, escribió que esas obras de arte, que ciertamente habían sido realizadas por africanos y cuyo estilo era “pura, definitiva y exclusivamente africano”, eran evidencia de un “arte indígena grandioso y monumental”.
Eso, alegó, tenía una “importancia moral” ya que mostraba la falacia del “prevaleciente desprecio del negro, especialmente en muchos de los llamados círculos ‘coloniales’”. Al año siguiente, cuando habló en el Congreso Internacional Geográfico en Berlín, utilizó los objetos de arte de Benín como parte de su argumento para refutar una serie de estereotipos sobre los africanos.
Y también como una súplica para que se reconociera su humanidad: unos seres humanos que podían alcanzar esa perfección absoluta en el arte de la fundición no podían ser considerados medio simios.
No fue la única vez que Luschan se refirió a los bronces de Benin para refutar las opiniones despectivas de los africanos. A pesar de que tenía unas ideas raciales contradictorias, pasó su vida desafiando la noción de diferencia racial y de superioridad e inferioridad. “Los únicos salvajes en África son unos blancos enloquecidos”, decía.
Modernismo
Además de hacer tambalear la noción que se tenía de los africanos, el botín de Benín hizo que el arte africano fuera visible para los europeos, que habían estado acumulando toda clase de artefactos pero sin valorarlos como expresiones artísticas.
Unos años más tarde, ese “descubrimiento” del arte del continente conquistado llevaría a la cultura por caminos no transitados. Habiéndose liberado de las rígidas reglas del pasado, los artistas plásticos gozaban de un espectro de experimentación más amplio. Explorando nuevos horizontes, a varios los cautivaron las formas imaginativas y clásicas, naturales y fantásticas de las esculturas y las máscaras africanas.
En obras de artistas como Henri Matisse, Amadeo Modigliani, Paul Klee, Constantin Brancusi, Ernst Ludwig Kirchner y Georges Braque es evidente su huella. Pero quizás la más significativa es la que plasmó en Pablo Picasso, quien en una visita al Museo de Etnología de Trocadero (ahora Musée de l’Homme) en 1907, tras examinar las máscaras, entendió “lo que realmente significa pintar” y, dijo, encontró su camino.
Ese camino llevó a Picasso a lo que llamó su période nègre (período negro) o período africano. Y luego trascendió para crear algo único y nuevo: pasó de utilizar varias técnicas africanas, como la inversión de líneas cóncavas y convexas en un rostro o figura, a una reducción de figuras a formas geométricas que condujeron directamente al cubismo.
Pasado robado
Nada de esto estaba en los planes de quienes hace 125 años decidieron eliminar el Reino de Benín. Pasarían muchos años antes de que Reino Unido, y Europa, empezaran avergonzarse por sus acciones en el continente africano. Y varios más antes de que los museos del mundo que albergan lo que se llevaron los imperios consideraran la posibilidad de retornarlo.
“El saqueo era una especie de estrategia militar”, le dijo a la BBC Dan Hicks, profesor de arqueología contemporánea de la Universidad de Oxford. “Apuntaba al despojo de la soberanía, tomando artículos de la realeza; a la destrucción de la religión tradicional, llevándose artículos religiosos. Y ese despojo cultural seguirá vigente hasta que los objetos reclamados sean devueltos”.
Algunas instituciones europeas han empezado a hacerlo, y Francia, Bélgica y Alemania anunciaron que también lo harán. En Europa y América del Norte hay más de 100 millones de artículos tomados de África, muchos languideciendo en bodegas, ocultos durante los últimos 100 años. Entre tanto, África sigue luchando para que le devuelvan el pasado que le robaron.
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