Llega el tanque nacional del año: en La Cordillera, el nuevo thriller de Santiago Mitre, Ricardo Darín encarna al presidente de la República, que intenta tapar un caso de corrupción.
Por Leonardo M. D'Espósito
Parece que fue ayer y no, fue en 2011. La noticia era que había una película extraordinaria llamada El estudiante, realizada por fuera del sistema de subsidios del cine argentino –porque no había calificado– y que rompía todo. Se proyectó en la sala Lugones y fue un éxito enorme, un éxito similar al que, tres años antes, había tenido la inmensa Historias extraordinarias. Las dos películas tienen algo en común: Mariano Llinás es el director de la segunda y coguionista de la primera, realizada –y coescrita– por Santiago Mitre, desde entonces uno de los nombres del cine argentino para seguir. La dupla, unos años más tarde, encararía la polémica y despareja versión siglo XXI del clásico de Daniel Tinayre La patota, aunque esta vez mucho más política. Era la puesta en cuestión de cierto ideario progre, y aún hoy, con sus fallas, es un film para discutir.
En este mes se estrena la nueva aventura del director Mitre y el coguionista Llinás. Se llama La cordillera y pasó por el último Cannes con aplausos y discusiones. Esta vez, es una producción grande, con figuras internacionales (por ahí pueden ver pasar a Christian Slater) y un elenco de lo más satisfactorio que puede dar el cine argentino (Erica Rivas o Dolores Fonzi, por ejemplo). Y, por encima de todos, en la cima, Ricardo Darín como el presidente de la República, un señor llamado Hernán Blanco. Blanco ha ganado las elecciones de manera casi sorpresiva, y no es precisamente una persona del todo transparente. Todo sucede en un lugar aislado, plena cordillera de los Andes, donde se desarrolla una cumbre de presidentes de la región. Allí se lleva a cabo una delicada negociación sobre el petróleo, pero al mismo tiempo, Blanco tiene que enfrentar que el ex marido de su hija, envuelto en un caso de corrupción, haga tambalear a este nuevo líder.
Estamos en el territorio del thriller político, algo no muy diferente a El estudiante, en realidad, aunque aquella película transcurriera en los pasillos de una facultad destartalada y entre líderes en formación. Blanco es el personaje de Lamothe en aquel film pero en el futuro, con unos cuantos años más y mucha gimnasia del poder sobre sus espaldas. Porque en ambos casos se trata de la naturaleza del poder, de qué implica su ejercicio y la respuesta a la pregunta sobre si –como dijo alguna vez Lord Acton– en su estado absoluto corrompe absolutamente.
La elección de Darín no puede ser más acertada. No solo porque se trata de una película con vocación de mercados internacionales (y don Ricardo es, en ese sentido, una pieza única, reconocido en todo el mundo), sino porque es un auténtico actor de cine. Uno de esos que puede ser solo una mirada y, con ello, decirlo todo sin pronunciar palabra. Blanco es un tipo neutro desde el nombre, y se requiere cara de póquer para que el mecanismo de la película funcione, para que nos coloque en ese estado de indefinición que solemos llamar suspenso y que nos obliga a seguir mirando. Esa característica es difícil de conseguir y Darín es de los pocos que pueden lograrlo sin esfuerzo.
Las críticas internacionales son ambiguas. En todos los casos se pondera el uso preciso de la puesta en escena, el dominio de Mitre de todo aspecto técnico, el trabajo del protagonista y del resto de los intérpretes. Pero también, en todas partes, aparece cierto malestar, como si algo no cerrara del todo. La respuesta a esto reside en la mirada de los realizadores: importa plasmar la naturaleza de un mal que puede encarnar también en la política, pero no –necesariamente– como una relación de causa y efecto. Importa atravesar el laberinto del relato para llegar al motor del personaje. Algo similar ocurre en las anteriores películas de Mitre, donde aun cuando se toman decisiones que cierran la trama y la historia –sobre todo el imponente “no” que clausura El estudiante–, entendemos que el mundo –y el de la historia– sigue adelante, que la salida no es tan simple, que cualquier victoria o derrota son transitorias.
Lo que suceda con La cordillera, que llega como la película nacional “grande” de la temporada, es un misterio. No en cuanto a público –Darín es uno de los pocos nombres que atraen mucha gente a las salas en este país donde ni las estrellas de Hollywood, hoy, garantizan rentabilidad–, sino fuera del cine: si será vista como lo que es, una película, o se confundirá con el clima político de un año eleccionario. Lo segundo sería una pena: Mitre debería ser juzgado como cineasta, como parte de una profesión que hace de la manipulación y la mentira las herramientas para construir un mundo. Sí, bueno, eso implica que todo cine es político: no de otras cosas se hacen las películas.
Una candidata al Oscar
Seguramente La cordillera sea la película más mencionada cuando llegue el momento de elegir la candidata argentina para los Oscar, algo que ocurre a fines de septiembre (también se eligen candidatas a los Goya españoles y los Ariel mexicanos). A juzgar por las reacciones internacionales, es probable que, de ser elegida, tenga suerte a la hora de la selección que lleva al engorroso camino de las estatuillas. No parece, aún, haber otros candidatos más firmes en un año con pocas alternativas para tales elecciones. Se verá, pero no sería del todo raro que figure en aquella selección dorada.
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