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Richard Milberg (79) vendió arte, antigüedades, alfombras. Fue comisario de a bordo, trabajó con terapias alternativas, arregló barcos. Tiene una lista donde anotó 32 trabajos distintos realizados a lo largo de su vida. Ninguno ni cerca de la carrera de abogacía que terminó para cumplir con los suyos. Vivió en Estados Unidos, Chile, España. Pero un día ancló en Uruguay, a orillas del mar, donde por 14 años anidó en una cueva en la playa. Muy cerca de las olas, enclavada en las rocas pero digna de una revista de decoración. Una cueva con todos los amaneceres y atardeceres de Punta Ballena, y el recorte que solo podían darle las arenas de la Playa de la Rinconada del Portezuelo, célebre en Maldonado. A su lado en esa aventura está Griselda Maymo Planas, Grisel para los amigos, artista plástica, y su mujer desde hace 24 años (aunque se conocen de antes). Nacidos en Argentina, los dos se nacionalizaron uruguayos y no piensan volver, salvo a pasear.
La cueva más cool del Este
Richard se la compró a un pescador por U$S 3500. Como no los tenía, puso apenas 1500 dólares y el resto lo aportó un conocido que se quedó con una casita prefabricada contigua que era parte del predio. La cueva era un agujero negro repleto de redes, cañas, herramientas, residuos. Vaciarla les significó cinco contenedores desbordados de basura. Y mucha imaginación para dotarla de luz y asegurarse de que no entrara la marea y la humedad que se colaba por las grietas.
“Había fallecido el papá de Grisel y su mamá quería desprenderse de la casa familiar que tenían en Uruguay -recuerda Richard-. Ya hacia un tiempo que salíamos. Ella estaba muy triste. Entonces, un viejo pescador, al verla así le propuso venderle la cueva que tenía desde los ´60. “Te vendo mi casa porque yo me voy”, le dijo Emilio Etilio Pereira, más conocido como El Bulla. Resulta que había venido un huracán muy fuerte en el 2005 y su mujer le había hecho un ultimátum: “te venís conmigo o te quedás solo, yo de acá me voy”, sentenció. La conocíamos de vista, era un agujero en la piedra pero nada más. Y bueno, ¡Grisel quería la cueva!
Conseguimos unas rejas de demolición que nos regaló una amiga nuestra y las pusimos en la puerta para indicar posesión. Hicimos un documento con un escribano que daba cuenta de esa transacción, que el pescador nos vendía los derechos de posesión y las mejoras que había hecho. Y listo, así fue nuestra. De a poco fuimos arreglándola y a medida que se iba poniendo más lindo el lugar, aparecían los curiosos”, explica.
Poco a poco fueron mejorando la cueva. Siguiendo la línea de las piedras, le hicieron un piso arriba para estar sobre los 2,5 metros y dormir tranquilos. El año del huracán, el agua había llegado a 1,6 metros. Entonces abajo instalaron la cocina, el comedor, el living.
En el segundo nivel quedó el dormitorio con escritorio y el ojo de buey. “Toda la estructura de afuera se hizo siguiendo la forma de las piedras. Quedó mimetizada con el paisaje. Lo que más llamó la atención es que no llamaba la atención”, explica Richard con mucho orgullo, aunque no duda en darle todo el crédito de la remodelación a Grisel.
14 años después y una disputa legal
- Me imagino a Carlos Páez Vilaró (creador de la célebre Casapueblo) masticando envidia porque alguien se animara a hacerle competencia (risas)
- Las hijas son amigas nuestras y nada…nunca tuvimos ninguna envidia el uno del otro. En cambio, otros, sí
Ese “otros” fue un vecino que apareció un día, 14 años después de que empezaran a habitar la cueva, que por envidia, según asegura Richard, los denunció. En el 2006 planteó que eran ilegales porque no había propiedades en la costa. Entonces la intendencia les inició un juicio que duró 10 años. Y les ganó.
- ¿Y qué hiciste con la cueva remodelada?
- Invité a los directores de cultura y de turismo de la zona para que fueran a la cueva. Les hablé de cómo en verano venían 80 personas por día para conocer el lugar. Y les dije: “Es de ustedes, se las doy, me llevo todo lo que hay, les dejo un agujero negro que va a ser refugio de drogadictos y de vagabundos. O podemos capitalizar los cinco canales de televisión que han venido a hacer notas. Las 24 publicaciones que ha habido sobre ella. El libro que se ha hecho sobre la cueva. La serie chilena que escribió y dirigió Armando Bo, que se llama El Presidente, y donde la cueva aparece. Y podemos convertir el sitio en una atracción turística. Bueno, así fue. Ahora estamos dedicados a eso. Hicimos un comodato con la intendencia, y soy el administrador del sitio.
- Pero ya no dormís más ahí
- No, en los diez años que duró el juicio, recibimos un terreno familiar que era casi un selva, lo desmalezamos y construimos otro hogar. Estamos a tres minutos de la cueva. Estamos más reparados. Vivir en el mar es un poco cansador. Por el ruido del viento, porque hay que subir la barranca cargando la leña en invierno. No somos chicos.
- ¿Extrañás?
- No extraño nada. Voy todos los días si quiero. No tendré, sin buscarlos, ni los amaneceres, ni los atardeceres, ni el pescado fresco que llegaba con todas las barcas y que nos regalaban a diario. O ese estar en contacto con el mar todo el tiempo, que es intenso, lindísimo. Pero sigo estando cerca, sigo acá.
Mi viejo y el mar
Richard nació en una familia acomodada. Colegios en San Isidro, rugby, Jockey Club. Fue así hasta que su padre decidió cerrar el astillero Tiluca e indemnizar a todos sus trabajadores. Fortuna y comodidades se redujeron. Y él comenzó a recorrer el mundo como mochilero, viviendo muchas veces como hippie junto a quien sería la madre de su único hijo, Alex (47), reconocido periodista, director de la revista Forbes Argentina.
Hace unos años, Alex escribió una columna titulada “Mi viejo y el mar”, donde además de mirar la vida de ese padre con ojos de adulto, y mucha ternura, recordó algún que otro fin de año pasado con su mujer, sus hijos y su padre en la cueva, alumbrados por los fuegos artificiales de algún que otro vecino pudiente.
- ¿Cómo asimilaba Alex tu vida en la cueva?
- Le gustaba bastante. Tenemos un campeonato de Petanca, un deporte que se juega mucho en Europa, con unas bochas de acero. Nosotros lo jugamos en la playa frente a la cueva. Somos un grupo bastante grande y hemos tenido a los franceses como rivales. Hasta tenemos un escudito de “Petanca Playa Portezuelo”. Y Alex también juega. Todavía no me puede ganar.
- ¿Pensaste en volver a la Argentina?
- Volví la semana pasada… A vivir no. Tuve negocio de antigüedades en Buenos Aires, en Posadas y Rodríguez Peña. Tuve varios emprendimientos. Pero siempre hubo algo que me defraudó. Que me hizo como una zancadilla. Y llega un momento en el que no tenés más ganas de que te hagan zancadillas. La incertidumbre argentina la veo ahora por televisión. No hay nada peor que no saber cuáles son las reglas de juego. Una frase que me impactó últimamente fue “no hay nada más cobarde que un millón de dólares”. ¿Sabés por qué? Porque a la menor inquietud o incertidumbre, salen corriendo a otro lado. Lamentablemente no se puede con la Argentina. Volví a donde la pasé tan bien de chico. A Uruguay y al mar. Y a esta gente, tan correcta.
- Salvo ese vecino que te echo de la cueva…
- ¿Sabes que nunca lo conocí? No sé quién es. Me dijeron pero no lo identifico. No me importa. Lo que está hecho, está hecho. Ahora la cueva está destinada al turismo y a la cultura. No es mía. No soy responsable de su futuro. Disfruto su presente y listo. Ahora se llama “Casa escultura” como la llamó un amigo escultor, Daniel Escardó. Somos afortunados de haberla habitado y seguir disfrutándola. Eso ya es un montón.
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