La ciudad
Cualquiera que sea la ciudad donde habites, no pienses ni por un segundo que eres un ciudadano, sino una miserable hormiga que desarrolla su vida en medio de los intereses de tres o cuatro grandes empresas constructoras. En lo fundamental, hoy una ciudad es un conjunto de polvo, ruido, cemento, taladradoras, túneles, cimientos, zanjas, tuberías, grúas y gritos de obreros en los andamios. La ciudad puede considerarse también una guerra, nunca dirigida por el alcalde, que no es más que una figura política, unas veces de derechas, otras de izquierdas, fascista, socialista, tonto o listo, pero siempre postrado ante los verdaderos capitanes de la construcción.
En cualquier calle donde vivas, el combate comienza a las ocho de la mañana, cuando las máquinas toman posición bajo tu ventana y comienzan a taladrar al mismo tiempo el asfalto y tu cerebro.
Ignoras si esa obra se debe a un interés público o si se realiza sólo para que ciertos tiburones se sientan felices, pero a la hora en que llega la cuarta hormigonera el alcalde aún se está poniendo polvos de talco en los genitales antes de aposentarlos en la poltrona del despacho, dispuesto a firmar lo que le haya ordenado el tiburón principal. Este todavía duerme.
Desde tu propia conciencia de hormiga lo imaginas en una lejana mansión de las afueras, a salvo de este espantoso ruido que su ejército provoca. Cuando el sol esté muy alto será despertado por el mayordomo para que bostece a gusto, de cara al jardín, y al salir del baño, después del masaje, la manicura le dará cera a las garras hasta dejárselas color de rosa. Hacia el mediodía, este capitán de empresa ocupará el puesto de mando, situado en la cúspide insonorizada del edificio más alto de la ciudad, y desde el sillón giratorio adaptado a sus riñones forrados observará a través de las cristaleras los perfiles de lejanas grúas que marcan los frentes de guerra en los cuatro puntos cardinales. En ese momento, el alcalde, de izquierdas o de derechas, fino leguleyo o simple pavo, hembra o varón, estará firmando el expediente que el señor de la guerra le ha mandado, y en compensación le dejará que corte una cinta cuando finalice uno de sus múltiples combates.
Saltando zanjas se agitan unas miserables hormigas que se creen ciudadanas. Tú eres una de ellas. Si elevas una protesta y consigues ser recibido por el tiburón principal en su despacho, éste usará las palabras más suaves para mandarte a tomar por saco sin levantar los ojos de sus garras enceradas por la manicura.
El autor, español, es escritor y columnista del diario El País, de Madrid