La chica del tren, a máxima velocidad
La novela de Paula Hawkins se ha convertido en un caso paradigmático de la feroz competencia en Hollywood por quedarse con los deerechos del próximo éxito editorial
Con la irresistible actriz británica Emily Blunt y un reparto de rostros de casi famosos, La chica del tren llega a los cines argentinos apenas unas semanas después de su estreno internacional, pero definitivamente precedida y respaldada por el enorme éxito que es acá y en el mundo el libro de Paula Hawkins que le dio origen. En agosto pasado se contaban 11 millones de ejemplares vendidos. En los Estados Unidos fue el libro que, en su primera edición, en febrero de 2015, consiguió finalmente destronar (en su propio terreno, el del thriller noir/ drama matrimonial con violencia doméstica, narrado desde un punto de vista femenino) a Perdida, de Gillian Flynn. Es decir que pasaron menos de dos años desde la publicación de la novela hasta el estreno de la película basada en ella, lo que, con los tiempos largos que insume una producción cinematográfica, deja a la vista que los productores de The Girl On The Train –título original de libro y film– hicieron toda una apuesta adquiriendo los derechos de adaptación de un material literario novísimo, cuando este todavía no había probado su potencial de best-seller.
De hecho, hoy se sabe que estos film rights (los derechos para llevar la novela al cine) fueron comprados por DreamWorks Pictures y Marc Platt Productions en marzo de 2014, casi un año antes de la publicación del libro. Un dato del que se hicieron eco todas las grandes publicaciones de la industria, como Variety o The Hollywood Reporter, no porque se tratara de una práctica enteramente nueva, sino porque se ha convertido en un caso paradigmático, especialmente significativo dentro de una modalidad que tiene carácter cíclico en Hollywood, y que ahora parece estar volviendo con fuerza. Productores y agentes compitiendo con fiereza por quedarse con el próximo gran éxito editorial antes de que alguien más lo vea venir.
Existen muchos antecentes del tipo de operación realizada por los editores de La chica del tren y los productores de la película, pero uno pasó a la historia como el negocio perfecto: a principios de los 70, el legendario Richard D. Zanuck tuvo acceso al manuscrito de Tiburón, la novela de Peter Benchley, un tiempo antes de su publicación, y no dudó –a pesar de que la narración planteaba numerosos desafíos técnicos para ser llevada al cine– en ofrecerle 150 mil dólares por sus derechos de adaptación. El precio no era gran cosa ni siquiera para su época, pero recién después de marzo de 1974 se sabría que iba a tratarse de un best seller imbatible. Apenas un año y tres meses después (en junio de 1975) se estrenaba la película, con dirección de un joven Steven Spielberg, que pronto se convertiría en la más taquillera de la historia e inauguraba la era del blockbuster, concepto de tanques multimillonarios en producción y recaudación que, cuarenta años después, sigue dominando todos los planes y estrategias de la industria.
En junio de 1990, Los Angeles Times publicó una extensa nota dedicada a examinar lo que su autor, el periodista Sean Mitchell, definía como La nueva propiedad caliente de Hollywood. “La competencia por los derechos para la adaptación cinematográfica es tan feroz que los productores compran los manuscritos incluso antes de que estos crucen el escritorio de los editores”, escribía Mitchell, y el flamante caso testigo del fenómeno era la venta de una nueva novela de Warren Adler titulada Private Lies (Mentiras privadas) a TriStar en enero de ese mismo año. TriStar le había ganado la pulseada a Warner, Columbia y Carolco, apenas un día después de que la agencia Triad Artists les hubiera enviado el manuscrito de una novela que no sólo no estaba publicada, sino que ni siquiera se había vendido aún a una editorial. La premisa del libro era atractiva, pero tampoco una locura: un relato de infidelidad matrimonial entre dos parejas, ambientado en África, que en el mejor de los casos ofrecía la oportunidad de meter en el casting a cuatro grandes estrellas. El verdadero gancho, lo que lo convertía en una auténtica promesa comercial, era que Adler no es otro que el autor de la novela La guerra de los Roses, la cual, llevada al cine con Michael Douglas y Kathleen Turner en los protagónicos (y con la magistral dirección de Danny DeVito) había facturado más de 80 millones de dólares para la 20th Century Fox el año anterior. Con ese potente argumento de venta, la Triad envió el manuscrito a quince productoras, y TriStar se lo quedó por un 1,2 millón de dólares. Veintiséis años más tarde, la película basada en Private Lies aún no existe.
Irene Webb, quien por entonces se encontraba a cargo del departamento literario de la agencia de representación artística William Morris (en Beverly Hills), recordaba en esa misma nota del LA Times, que tuvo que hacer una llamada urgente a Nueva York para pedir el manuscrito de la novela People Like Us, de Dominick Dunne, porque había una productora haciendo una oferta por los derechos en base a un vistazo que le habían dado a una versión no final del texto. People Like Us se convirtió en un telefilm con Ben Gazzara ese mismo año, pero esto sirvió también de ejemplo en la fiebre que se había desatado en la industria: “Así se estaban poniendo las cosas –dijo Webb–; cuando los productores se enteran de que un canal de televisión está interesado en un libro, sienten que ellos tienen que echarle mano primero, y están dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguirlo”. Ese mismo año, el festival de Cannes había premiado con la Palma de Oro a Corazón salvaje, de David Lynch, basada en una novela de Barry Gifford que aún no había visto la luz, y Universal pagó un millón y medio de dólares por los derechos de Jurassic Park, la novela de Michael Crichton que recién se publicaría en octubre, y que tres años más tarde dio pie a uno de los mayores éxitos en la carrera de Spielberg.
Para ese entonces Hollywood ya llevaba al menos setenta años buscando fuentes de inspiración directa en la literatura; muchos de los clásicos más reconocidos de la historia del cine (Lo que el viento se llevó) eran novelas adaptadas. Pero a principios de los 90, los libros comprados empezaron a apilarse de modo desmedido –el pionero Zanuck tenía dos empleados dedicados tiempo completo al scouting, a la búsqueda de libros con potencial de película– y como resultado, la industria empezó a gastar fortunas en proyectos que tenían pocas probabilidades de verse realizados en el mediano plazo. “La carrera por adquirir nuevos libros forma parte de la nueva competencia en Hollywood –escribía Michell en 1990–, que ha roto récords por los niveles de gasto que implica y acercó a los escritores, tanto guionistas como novelistas, al dinero grande que durante tanto tiempo han disfrutado directores y estrellas de cine.” “Los escritores finalmente se están haciendo valer”, le decía a LA Times Todd Harris, el demasiado entusiasta agente a cargo de la venta de Private Lies a Hollywood.
Libros a la espera
Son incontables los casos de agentes que, en medio de la fiebre de principios de los 90, llegaron a ofrecer a los estudios los derechos de libros que aún no tenían, para asegurarse de venderlos antes de siquiera haberlos comprado. Un mercado especulativo que Al Zuckerman, el agente neoyorquino del autor de best sellers Ken Follet, definía por ese entonces como un verdadero pantano: “Son tácticas que se hicieron posibles –argumentaba Zuckerman– “porque existe este sistema destinado a robar manuscritos en el minuto mismo en que llegan a la puerta del editor”. Un sistema que se conocía como sneaking (una forma de piratería) y que involucraba a secretarias, asistentes editoriales, empleados encargados de copiado y depósito, publicaciones mediáticas que recibían ejemplares adelantados para reseñar, etcétera: un mundo enorme. Por eso es que, alegaba Zuckerman, “si tengo un libro verdaderamente caliente, se lo muestro a los agentes de cine antes de que pase por alguna editorial”.
Lo que nunca termina de quedar claro para los analistas de la industria es, en cada época, cuál es el patrón de tipo de libros que se están comprando para adaptar: de unos años a esta parte, parecía que Hollywood buscaba desesperadamente, a la par del mundo editorial, el próximo Harry Potter (que Percy Jackson y el ladrón del rayo resultó no ser), el nuevo Señor de los anillos, o la variación potable de 50 sombras de Grey. El hilo más común a estas búsquedas es que sean historias con potencial de saga, serie, franquicia. Y las editoriales colaboran activamente porque saben que muchos de los productos que tienen para ofrecer cuentan, a falta de sólidos valores literarios, con el empujón promocional que les da el mismo hecho de ser convertidos en películas casi en simultáneo con su publicación. Se calcula que films modestos como la adaptación de El ojo de la aguja, de Follet, estrenada en 1981, ayudó a vender un millón y medio de ejemplares... adicionales. El propio Adler, autor de La guerra de los Roses, reconoce que fue Hollywood el que hizo de él “una estrella literaria: hoy mi libro se ha publicado en todo el mundo. Eso es lo que pasa cuando un libro pasa a ser una película. Una película de distribución mundial es la mejor publicidad imaginable para un libro, porque la gente del cine son los mejores promotores de lo que sea”.
Sin embargo, y como nos lo recuerda un recorrido por esta larga historia de asociación, retroalimentación y ocasional pillaje, conviene no olvidar de que se trata de un movimiento cíclico. Hubo en los 60 una fiebre de adaptaciones literarias, que se congeló en los 80 porque a fines de la década anterior, los estudios llegaron a perder el control en su afán por quedarse con los libros presuntamente adaptables: en 1979, United Artists pagó dos millones y medio de dólares por los derechos del libro de no ficción sobre el sexo en los Estados Unidos, Thy Neighbor's Wife, el cual 37 años después sigue sin filmarse. Más recientemente, en 2013, el productor Scott Rudin compró los derechos de Ciudad en llamas (una novela de 900 páginas sobre Nueva York en los años 70), de Garth Risk Hallberg, cuando aún no había sido publicada –en la Argentina acaba de conocerse–, y lo cierto es que el proyecto para la película todavía no termina de tomar forma, al igual que los de otra docena de libros prestigiosos de los que el mismo Rudin compró sus derechos a lo largo de los últimos años. Entre ellos: The Amazing Adventures of Kavalier and Clay, de Michael Chabon; La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Diaz; y la ambiciosa Las correcciones, de Jonathan Franzen.
A peor novela, mejor film
Después de tantas consideraciones pertenecientes, en buena medida, al cálculo industrial –o antes, o en simultáneo–, aparecen las necesidades narrativas, que muchas veces están guiadas por ese antiguo precepto que indica que no hay mejor libro para llevar al cine que el libro malo. Que la mala literatura es perfecta para hacer buen cine. Un concepto por lo menos discutible, pero que postula que la literatura menos literaria –esa que, acaso, lidia menos con los sucesos internos de los personajes que con hechos concretos y acciones; historias con peripecias, para plantearlo según la taxonomía de los viejos manuales de guión– es más fácil de traducir al lenguaje de la imagen. Y es la que menos fidelidad a la letra escrita reclama. Para la guionista Teena Booth, “los libros introspectivos suelen dar como resultado películas pobres. De hecho, el problema es a menudo cómo tomar el drama interior y hacerlo explícito y visualmente emocionante”.
En ese sentido, a nadie que haya leído La chica del tren le extrañará que un productor más o menos sagaz viera tan temprano en ella la promesa de un gran éxito cinematográfico. Una premisa clara, personajes bien definidos, con un mundo interior turbulento, pero que terminan de recortarse en sus palabras y en sus acciones. Aunque se lo define como un thriller psicológico, el libro de Paula Hawkins –de 44 años, cuya obra previa consiste en un tomo de asesoramiento financiero para mujeres del que se declara poco orgullosa, y un par de novelas románticas realizadas por encargo y que ella siente como poco personales– tiene algunos de esos elementos de caracter universal que parecen ser la fórmula de su éxito, y una premisa de tipo hitchcockiana: una persona más o menos común que se ve envuelta en circunstancias extraordinarias. La mujer es Rachel (Blunt), quien no sólo no ha superado el trauma de su divorcio, sino que a diario pasa en su viaje en tren por la casa que compartía con su ex marido y que ahora está habitada por la familia, en apariencia idílica, que él ha construido con su nueva mujer y el reciente hijo de ambos. De tanto mirar por la ventana indiscreta, Rachel la voyeur se construye una fantasía acerca de esas vidas ideales; luego conoce también a la atractiva vecina de la pareja, y eventual e inevitablemente se vuelve testigo de una desaparición. No hace falta contar más. Es el tipo de historia que a uno le cuentan en cinco, diez líneas, y enseguida nos habilita a imaginarla en movimiento y a preguntarnos: ¿y quién la va a protagonizar?
La leyenda de la novela convertida instantáneamente en película crece por estos días con artículos que dan a entender que el original escrito ni siquiera estaba terminado cuando los productores compraron los derechos para el cine. Hawkins empezó a enviar La chica del tren a editores cuando aún la tenía por la mitad. “Es una jugada arriesgada, pero estaba medio quebrada y sentía que este era mi último tiro de dados como escritora de ficción”, dice la autora. Acaso sus editores y los productores de DreamWorks que le siguieron la corriente vieron en aquel boceto lo mismo que vería un tiempo después su público –en los 34 idiomas a los que se tradujo hasta ahora–: una conexión con el espíritu y los temas de nuestro tiempo, que colocó a Hawkins, en casi nada de tiempo, en el octavo puesto entre los escritores que más dinero facturan en la actualidad; una lista encabezada por nombres como James Patterson, JK Rowling, John Grisham, Stephen King, Nora Roberts y El James.
En el fondo, para editores literarios y productores de cine sigue siendo un misterio insondable qué es lo que va a funcionar y qué no; hay decenas de fracasos por cada éxito; nadie tiene la fórmula y tal vez La chica del tren pase a la historia como uno de esos raros hitos entre tantos proyectos inconclusos y olvidados, en los que las cosas salieron bien, y la intuición se convirtió en clarividencia.
Fotos AP y gentileza UIP