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- Me voy, no me esperes -, le dijo a Verónica esa tarde mientras contemplaba el mar desde el balcón del departamento donde entonces pasaba sus días.
Realmente no podía encontrar una explicación lógica a lo que acababa de decir. Pero algo en su interior le indicaba que así debían ser las cosas. A Verónica la había conocido en enero de 1971. Era chilena, amiga de su hermana y había coincidido con ella ese verano en Viña del Mar. “Pololear” con ella fue una bocanada de aire fresco. Tenía en ese entonces 20 años y había atravesado un año muy difícil. Tanto, que había decidido quedarse en Buenos Aires a cumplir con el Servicio Militar mientras sus padres permanecían en Chile por trabajo. Había llegado a fines de diciembre a la ciudad costera para pasar las fiestas y empezar a despedirse de Santiago. Luego, regresaría a la Argentina.
Y fue en ese contexto que la conoció a Verónica. Manejó el Mercedes de su padre durante los 100km que separan Santiago de Viña -con él atrás en un espectacular Mustang Mach 1 que recién se lle habían entregado- para encontrarse con ella. “Después de haber rayado la carrocería del Mercedes de mi padre por segunda vez, de buen humor me dijo que era obvio que yo estaba con mala suerte con ese auto. Por eso, de allí en adelante usaría el Mustang. Yo me sentía en una nube paseándome en esa maravilla”.
“La época de los lentos”
Un día su padre le pidió que lo acompañara a visitar a una familia argentina que había llegado a pasar las vacaciones. Tenían una hija y la idea era que Jorge la llevara a conocer el lugar. “Ahí fui que la conocí, aunque en realidad ya la había visto en alguna oportunidad en el club que frecuentábamos. Me pareció bonita pero nada más. A partir de ahí, la pasaba a buscar después del almuerzo e íbamos a la playa que quedaba cerca de la casa donde paraban. Nos quedábamos hablando. Supe que tenía novio en Buenos Aires y muchas cosas más. Luego la acompañaba hasta la casa y me iba a cambiar para salir con Verónica, la chilena, a la noche”.
Pero algo pasó esa tarde mientras miraba el mar que decidió poner fin a lo que tenía con Verónica. Acto seguido, ante la sorpresa de la chilena, pasó a buscar a su nueva amiga y se fueron a bailar a una disco que se llamaba Topsy. “Era espectacular. Se entraba por arriba de una montaña y el lugar estaba construido hacia a bajo con diferentes niveles y una rueda que los interconectaba. En esa época todavía bailábamos juntos y cada vuelta era mirando la luna que se reflejaba sobre el mar. Ella con un pelo negro y lacio que le caía sobre sus hombros, usaba esos vestidos bien cortos de los años 70. En Argentina los llamábamos bebotes”.
Desde ese momento no se separaron más. Ni de día, ni de noche. “Pero nunca pasó absolutamente nada de nada. Ni un beso. Solo bailábamos muy juntos, con su pelo en mi mejilla. Tampoco tenía ninguna otra necesidad que la de estar con ella, no se trataba de algo sexual”.
El momento que podría haberlo cambiado todo.... ¿o no?
Hasta que una noche, luego de juntar valor y superar su extrema timidez se animó a preguntarle:
- ¿Qué pasa si te doy un beso?
- ¡No sé!, dijo ella mientras corría la vista de su mirada. Él se sonrió y siguió bailando. Ese fue el momento que podría haber cambiado todo.
Pasaron los días. Los jóvenes paseaban en el Mustang, visitaban distintas playas durante el día. “Viña es de una geografía montañosa y las playas dan siempre en la falda de una montaña. Esa mezcla montaña y mar siempre me gustó. Conocimos otras discotecas, recuerdo una que era un vagón de tren, transformado, muy original pero como el Topsy nada. En una oportunidad salimos con amigos y no me acuerdo porqué pero yo iba en el asiento trasero del auto y le pedí un cepillo. Le empecé a cepillar el pelo, siempre me fascinaron las mujeres con el cabello largo. Se fue quedando dormida de lo relajada que estaba”.
Finalizado el mes, ella tuvo que volver a Buenos Aires, a su vida, a su novio. Jorge haría lo propio unos días más tarde. “Cuando subí al tren que me llevaba a Santiago, la capital, para tomar el avión a Buenos Aires fue que me di cuenta que me había enamorado”. El viaje de regreso le pareció una eternidad, estaba con la cabeza totalmente compenetrada en el recuerdo de esos días maravillosos que había pasado. Nunca había sentido algo tan intenso de vivir una relación a pleno y tan tranquilo, seguro. “Me di cuenta de que lo que más me transmitía ella era paz. Fue una mezcla de alegría por haber llegado a sentir todo lo que sentí y tristeza porque sabía que iba a ser muy difícil que volviera a ocurrir”.
“Nunca me voy a olvidar de su expresión de ternura”
De regreso en Buenos Aires, se instaló junto a su familia en un departamento que su madre había comprado hacía poco, y quedaba a pocas cuadras de donde ella vivía. Comenzó la facultad y a trabajar, siempre con su recuerdo latiendo, siempre con esa sensación linda que había sentido con ella.
Pese a la cercanía nunca se la cruzó, solo una vez ella pasó a conocer el departamento y en otra oportunidad lo llamó por teléfono y estuvieron charlando horas. Ella seguía con el mismo novio. Jorge le mandaba orquídeas anónimas para su cumpleaños, poemas anónimos y muchos regalos más. Pero nunca transgredió su intimidad.
“Yo seguí con mi vida sin salir con nadie, salvo amigas. No hacía otra cosa que hablar de ella, ya los tenía cansados a mis amigos. Creo que si hoy les preguntan todavía se acuerdan. Nunca más la volví a ver, hasta que un día me animé y la llamé preguntándole si podía ir a verla que tenía que hablar con ella. Lo aceptó, junte todo el coraje que pude. Yo seguía siendo muy tímido. Toqué el timbre del departamento, el corazón se me salía por la boca, habían pasado por lo menos dos años. Ahí estaba ella, igual que siempre. Las sensaciones se agolparon en mi pecho como un huracán. Me invitó a pasar y nos sentamos a charlar en el living, siempre tuve la sensación de que el resto de la familia estaba atrás de una puerta escuchando, que en cualquier momento se abría”.
Luego de un rato, finalmente se animó a contarle todo. Lo que le había pasado, lo que sentía, sobre las orquídeas y los poemas. “Nunca me voy a olvidar de su cara de ternura al escucharme”. Ella lo dejó hablar, fue paciente y respetuosa. Y cuando él finalizó amablemente respondió que ella no sentía lo mismo. De hecho, estaba muy enamorada de su novio y pronto se casarían. “Salí de ahí en una nube, contento por haberme animado a decírselo y destrozado por confirmar una realidad que ya me imaginaba”.
Le costó unos días reponerse. Decidió quedarse con la hermosa sensación que había sentido en Viña del Mar. Aunque no conseguía sentirse atraído por otra chica, sabía que debía continuar su vida. Un día su madre le contó que ella se había casado. Jorge había recibido la invitación a la ceremonia religiosa. Pero ella la había roto para que su hijo no sufriera. “¡Por favor! Si yo lo único que quería a esa altura era verla entrar vestida de novia”.
No le habló a su madre por semanas. Dio por perdida la batalla. Ya no vería nunca más a su amada. Pasó el tiempo, el que cura todo. Jorge conoció a “una chica divina” que terminó siendo la madre de los dos hijos maravillosos que hoy tiene.
Regresar al lugar feliz
De vez en cuando lo asaltaba el recuerdo de su chica de Viña. No pensaba bajo ningún tipo de vista establecer algún tipo de relación con ella. Estaba seguro de que ya nada iba a ser lo mismo y corría el riesgo de perder la sensación que llevaba como recuerdo. Una de las tantas psicólogas con las que hizo terapia por aquellos años le recomendó que la llamara y hablara, que matara la fantasía, que intentara verla. “Así que lo hice, conseguí su teléfono y la llamé. Grave error, estaba por tener familia, no me acuerdo si el segundo o el tercero y por supuesto muy amablemente se negó a cualquier tipo de encuentro y con mucha razón”.
Pasaron muchos años y muchas cosas se fueron desgastando. Jorge se separó, vivió varios años solo y sintió el peso de la soledad. “Siguió transcurriendo el tiempo y esa sensación de vacío siempre estuvo conmigo”. Hasta que una oportunidad laboral lo llevó de regreso a Chile, allí donde tan feliz había sido a sus veinte años. Habían pasado treinta años desde aquel preciado verano.
“Desconocí a la ciudad de Santiago, esta muy moderna, nada que ver con la que yo había conocido. La casa en la que vivíamos ya no existía más. Pero lo que yo quería era volver a Viña del Mar y recorrer los lugares por donde habíamos estado ese verano. Fui directo a la playa donde había estado con ella. Bajé hasta el mar. No me aguanté, las lágrimas empezaron a salir, pero no eran de tristeza sino de alegría, de paz”.
Siguieron camino. La siguiente parada sería la discoteca Topsy: la habían quemado durante el gobierno socialista y estaba cerrada. Solo quedaba la puerta de entrada. “Me pasó otra vez lo mismo. En esos dos días que estuve, había desaparecido la sensación de vacío”. Regresó a Buenos Aires con una idea clara: encontrar la dirección de su chica de Viña y escribirle.
“Así que me puse a escribir todo en forma de cuento tal como fueron los hechos y las cosas que me fueron pasando inclusive mis viajes de vuelta a Chile. Terminaba diciéndole que no se preocupara, que lo mío no era una obsesión, que lo único que deseaba era saber de ella, cómo estaba. Le dejaba mis teléfonos de oficina por si quería contactarme. Terminé y mandé la carta por correo, no tenía otro medio”.
Un sentimiento de paz y amor
Fue pasando el tiempo, y al cabo de algunas semanas, una mañana que llegó a la oficina advirtió que su teléfono de línea tenía una luz que indicaba que tenía un mensaje de correo de voz. “Levanté el tubo. Era ella. Me quedé con un nudo en la garganta. Hola Jorge, quería decirte que recibí tu carta, que me encantó. Te vuelvo a llamar”.
Tomó un atado de cigarrillos y se fue a la calle a fumar. Algunas lágrimas recorrieron sus mejillas. Estaba feliz, lo había logrado. Esperó su llamado. A los pocos días ocurrió. “Fue una emoción enorme, hablamos una largo rato, me contó su vida, me dejó el teléfono de su oficina. Cada tanto nos hablábamos para ver cómo estábamos. Nunca fue mi intención hacer algo más que tenerla de amiga y lo había logrado. Un tiempo después me dio su celular y convinimos encontrarnos a almorzar. Mi emoción fue enorme cuando la vi bajarse del taxi. La abracé”.
Ella estaba muy cambiada, pero su voz y su manera de mirar eran la misma. Le volvió a confesar que ella lo había pasado muy bien pero no había sentido más que eso. “Cuando llegó el final, yo tenía que volver a trabajar, le regalé una pulsera para que tuviera un recuerdo de mi, y me respondió con la misma mirada que cuando le había dicho que la amaba en su casa. Hoy continuamos en contacto, nos saludamos para los cumpleaños y cada uno sigue vida. Fue y es una persona que marcó mi vida y gracias a ella pude y puedo sentir la plenitud de un sentimiento de paz y amor”.
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