La cárcel en el corazón de Palermo que vio pasar historias espeluznantes hasta su demolición
En el lugar donde hoy se encuentra Parque Las Heras funcionó, entre 1877 y 1962, una unidad carcelaria erigida como modelo para la reinserción de los delincuentes y que fue demolida cuando el desarrollo del barrio se hizo imparable
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Enclavado entre las Avenidas Las Heras, Coronel Díaz y las calles Juncal y Salguero, el Parque Las Heras es uno de los espacios verdes más distinguidos del barrio porteño de Palermo. Pero lo que hoy es un lugar de paseo y esparcimiento para el disfrute de todos, en otros tiempos fue un sitio de pesares y castigo. Es que en ese sector de la ciudad de Buenos Aires, que hoy exhibe un paisaje de árboles, césped, senderos, canchas de fútbol y juegos, funcionó, durante más de 80 años, la Penitenciaría Nacional.
Se trató de una cárcel que estuvo activa entre 1877 y 1962, y que albergó entre sus gruesos muros a los más diversos criminales de la historia policial argentina. La prisión, con siete pabellones y capacidad de encerrar a más de 700 penados, fue ideada como “modelo para la regeneración moral del criminal” a través de talleres de oficios, al calor de la filosofía positivista que imperaba en la Argentina en la segunda mitad del siglo XIX.
El lugar fue también escenario de ejecuciones de sentencias de muerte, como la de Cayetano Grossi, el primer asesino serial del país y numerosos intentos de fuga, algunos de los cuales fueron exitosos. Finalmente, cuando el crecimiento urbano de esa zona de Palermo hizo que la prisión fuera incompatible con el desarrollo poblacional, la Penitenciaría Nacional fue vaciada y demolida. Y si bien en el Parque Las Heras ya no quedan -a la vista- rastros materiales de la añosa cárcel, sí persisten los recuerdos y el archivo fotográfico para reconstruir parte de esa historia.
La necesidad de una nueva cárcel en Buenos Aires
Para la década de 1860, los presos de la ciudad de Buenos Aires -que en ese entonces, y hasta 1880, era parte de la provincia del mismo nombre- se albergaban en el Cabildo de la ciudad, como un reflejo de la tradición hispánica. “A principios del siglo XIX el tema de sacar a los presos a hacer trabajos forzados, atravesando la plaza, en la vía pública, empieza a ir en sentido contrario a lo que se piensa que debería ser una ciudad más moderna”, cuenta, a LA NACION, Matías Ruiz Díaz, que arquitecto, doctor en Historia y Magister en Historia y Crítica de la Arquitectura.
Además, las condiciones de hacinamiento y la poca seguridad que brindaba el edificio ubicado frente a la Plaza de Mayo para retener a sus convictos definieron la necesidad de construir un nuevo edificio. Así, en 1862, la gobernación de Buenos Aires lanza un concurso de proyectos y antecedentes para la construcción de la nueva penitenciaría.
En principio, la idea era construir la prisión en el sur de la ciudad, en lo que hoy es el Parque España, un lugar próximo a donde actualmente se encuentran el Hospital Borda y el Moyano, que en aquel entonces funcionaban como asilos de hombres y mujeres dementes. El pensamiento imperante en la segunda mitad del siglo XIX consideraba que tanto los manicomios, como las cárceles, hospitales y cementerios eran centros “contaminantes o nocivos para el medio urbano más consolidado”, dice Ruiz Díaz, que además es docente, especializado en espacios carcelarios urbanos.
De modo que la prisión debía estar ubicada fuera de lo que en esos tiempos era la zona más poblada de la ciudad, un sector delimitado aproximadamente por Independencia, Córdoba, el río y la actual avenida Callao. Pero pronto la idea de construirla en el sur se vio modificada. “Los médicos, a través del Departamento Nacional de Higiene, que eran actores importantes de la época, dijeron que si ubicaban los asilos de dementes y la cárcel en el mismo lugar sería una suerte de sitio terriblemente nocivo, que marginalizaría a esa zona de la ciudad”, cuenta Ruiz Díaz, que añade que por eso se optó por su ubicación en el actual Parque Las Heras, que era un área descampada en la periferia norte de la ciudad.
Así, en abril de 1872, bajo la gobernación de Emilio Castro, se conocieron las propuestas para la penitenciaría y en agosto de ese mismo año se eligió el proyecto definitivo, que fue el realizado por el arquitecto Ernesto Bunge. “Él se basa en la prisión de Pentolville, en Inglaterra, que obedece al modelo arquitectónico radial, donde hay un centro a partir del cual surgen distintos pabellones, que pueden controlarse desde ese centro”.
La inauguración de la nueva penitenciaría
La edificación de la cárcel se inició en septiembre de 1872 y se concluyó en mayo de 1877. El día 22 de ese mismo mes quedó oficialmente inaugurada. El proyecto del reglamento interno de la prisión fue redactado por el jurista Aurelio Prado y Rojas, que basó su idea para el funcionamiento de la cárcel en tres pilares: obediencia, silencio y trabajo.
En aquella jornada inaugural de mayo de 1872, unos 300 penados fueron trasladados desde el Cabildo engrillados de dos en dos, en carros tirados a caballos. Llegaron de ese modo al nuevo reducto carcelario, cuyo frente y acceso se encontraba entonces en el camino del Chavango, el nombre que tenía entonces la actual Avenida Las Heras.
Esos presos encadenados de a pares fueron los primeros presidiarios en ser inscriptos en la nueva penitenciaría. El primer director de la misma, en tanto, que estuvo al frente del lugar durante los siguientes 10 años, fue el jefe de policía Enrique O’Gorman, a la sazón, hermano de Camila O’Gorman, la joven porteña que se enamoró del cura Ladislao Gutiérrez, y que fue fusilada junto al religioso por orden de Juan Manuel de Rosas en 1848.
Características de la prisión
Fueron 112.000 metros cuadrados los que componen parte del área con forma de trapecio sobre la que se erigió la Penitenciaría Nacional. Allí se alzaron los siete pabellones y las demás dependencias del penal, que en total abarcaban unos 20.000 metros cuadrados de superficie cubierta. Una muralla almenada de un total de un kilómetro de longitud rodeaba toda la cárcel. Este muro para vigilar y prevenir fugas medía entre siete y ocho metros de altura y poseía un grosor de cuatro metros en la base y casi tres en la parte superior.
En cada intersección del muro había un torreón, y en cada uno de ellos, según la descripción que hacía el cronista de LA NACION en 1894 “hay ciertamente apostado un centinela, que a veces se pasea por el paso de ronda en lo alto del muro, pero sin separarse del ángulo, para poder abarcar con una mirada lo que pasa a uno y el otro lado”.
Desde el núcleo del edificio, al que se accedía a través de un portón custodiado por dos guardias “armados a remington”, se construyeron de manera radial los cinco pabellones más importantes, cada uno con dos pisos, en los que se distribuían 120 celdas, cada una de ellas de cuatro metros de largo, dos metros veintiocho centímetros de ancho y tres metros treinta y ocho de altura. En los extremos de cada pabellón se encontraban los servicios sanitarios. Los pabellones restantes, el seis y el siete, eran algo más pequeños que los otros cinco.
Entre el murallón delantero de la prisión y el camino del Chavango -actual Las Heras- se levantaba una elegante mansión que estaba destinada a ser la vivienda del director de la penitenciaría. Por ese cargo pasaron, entre otros, Reynaldo Parravicini, Antonio Ballvé y, en tiempos del primer peronismo, Roberto Petinatto, el padre del músico y conductor televisivo que lleva su mismo nombre.
El trabajo como regenerador moral
La penitenciaría contaba también con un hospital para la atención de los reclusos. A partir de 1907, por sugerencia del médico y criminólogo José Ingenieros, el director del penal de entonces, Antonio Ballvé, creó el Instituto de Criminología. “En algún punto el pensamiento intelectual positivista de esa época apuntaba que a través de la investigación podía entender qué es lo que provocaba la desviación moral que llevaba a una persona un acto criminal. En ese sentido, además de entender esa desviación, se podía revertir o curar o modificar”, explica Ruiz Díaz.
En la idea de “revertir” las conductas que llevaron a los convictos a cometer sus delitos, se integraba el trabajo de los reclusos. Había en el lugar, anexo a los pabellones, unos 20 talleres para el desarrollo de diversas especialidades, como una imprenta -donde por mucho tiempo se editó el Boletín Oficial-, una talabartería, una zapatería, una carpintería, taller de plomería, hojalatería, albañilería, huertas, etc. “En el contexto de la revolución industrial con el desarrollo de las industrias pesadas la cárcel incorpora el concepto del trabajo como una manera de regenerar moralmente al sujeto, dándole una ocupación, para que el individuo a través de su oficio vuelva a la sociedad para ser un individuo útil”, señala el arquitecto e historiador.
En 1878, la Argentina mandó a la Exposición Universal de París, que era la vidriera del mundo, una serie de productos fabricados por los presos de la cárcel de Palermo. “El país mostraba con eso hasta qué punto había logrado ese desarrollo dentro de una prisión modelo. Para ese momento había pocas cárceles que hubieran logrado ese tipo de desarrollo de avanzada”, cuenta Ruiz Díaz.
Además del trabajo, en los primeros años de la prisión también se utilizó para una posible reinserción social el método del aislamiento y el silencio absoluto y obligatorio para los reclusos: el sistema conocido como Auburn. “Pero poco después se dieron cuenta de que la gente se volvía loca con un régimen así”, aclara el experto. Para principio del siglo XX, este sistema había sido descartado. Lo dio de baja el ya mencionado director penitenciario Ballvé.
Criminales temibles, fusilamientos y fugas
La Penitenciaría Nacional, que fue diseñada para albergar 704 reclusos, ya contaba, para 1882, con unos 815 presos. “Prácticamente ya nace sobrepasada en su capacidad”, revela Ruiz Díaz. Así, durante sus casi 85 años de existencia, en esta unidad carcelaria se privaría de la libertad a miles y miles de hombres. Algunos de ellos, criminales horrorosamente célebres, como Santos Godino, conocido como “el petiso Orejudo”, sociópata, asesino serial de niños y pirómano. Ingresado a la penitenciaría en 1914, fue trasladado al penal de Ushuaia en 1944. El mismo destino patagónico le tocó a otro de los reclusos de la cárcel de Palermo, también múltiple asesino. Se trata de Mateo Banks, ‘Mateocho’, que en 1822, en la zona de azul, asesinó a ocho personas. Varios de ellos, miembros de su familia.
Esta prisión también fue el escenario de una práctica no muy extendida en la historia del punitivismo argentino: los fusilamientos. El 6 de abril de 1900 fue ejecutado de este modo, en el patio de la cárcel, Cayetano Grossi, asesino de bebés. Luego de la descarga del pelotón sobre su cuerpo, y del tiro de gracia que aseguró su muerte, la crónica de la revista Caras y Caretas aseveraba: “Todo había concluido. La sentencia se había cumplido y la justicia humana estaba satisfecha”.
En julio de 1916, dos jóvenes calabreses, Giovanni Lauro y Francisco Salvatto también fueron fusilados en la Penitenciaría Nacional. Ambos habían asesinado por encargo, de 36 puñaladas, al contador Frank Livingston en su departamento de la calle Gallo, en barrio norte. Con la ejecución de los autores del que se conoció en la crónica policial como “el crimen de la calle Gallo”, se aplicó por última vez la pena capital en la Argentina por un delito común.
Pero habría otras ejecuciones también en esa cárcel porteña. En 1931, por caso, en dos días consecutivos, contra el paredón posterior del penal, se ultimó a los anarquistas de origen italiano Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó. Y en junio de 1956 también fue ejecutado en esa prisión el General Juan José Valle, acusado de sublevarse con otros militares de extracción peronista contra la llamada Revolución Libertadora.
Otro episodio saliente en la historia de esta prisión porteña se relaciona con las fugas que se sucedieron en ella. La primera de ellas fue en 1899, cuando el recluso Fernández Sampiño huyó del encierro penitenciario al burlar a la guardia con una ropa que le había llevado su amante de manera clandestina. Trece reclusos que trabajaban en el jardín cavaron un pozo y también escaparon del penal en 1911, mientras que otra fuga masiva a través de un conducto subterráneo se concretó en 1923. Aquí escaparon 14 presos y pudieron ser más, si no fuera porque uno de ellos quedó atascado en el túnel y frustró a todos los que venían detrás.
Jorge Villarino, criminal conocido como “el rey de la fuga”, fue el último en evadirse de la Penitenciaría Nacional. Lo hizo en septiembre de 1960, cuando pudo alcanzar la libertad deslizándose por los cables telefónicos de la cárcel, según informa una crónica del sitio Palermo on line.
El derrumbe de la Penitenciaría Nacional
En los primeros años, en los alrededores de la penitenciaría de Las Heras, un verdadero descampado, se instalaron caseríos de chapa para la vivienda de vagabundos, exconvictos y otros marginados de la sociedad. Esa precaria barriada se conocía popularmente como la Tierra del Fuego y era constantemente desalojada por la policía, en especial de la Comisaría 17. Pero pocos años tiempo más tarde, la situación del barrio cambió. “Para 1910, 1915, empiezan a aparecer proyectos para sacar la cárcel de ahí porque la zona ya era un barrio consolidado en los términos de la época”, explica Ruiz Díaz.
La valorización de la zona fue tal que, para comienzos de la década del ‘10, al calcular cuánto dinero podría quedarle al erario público si se vendía la penitenciaría, el resultado era que el monto que ingresara alcanzaría para comprar un terreno más lejos y hacer una nueva prisión. Y más grande. Pero así y todo, la unidad carcelaria de Las Heras quedó en pie durante otras tantas décadas, hasta que finalmente se decidió su demolición, algo que sucedió a comienzos de la década del ‘60 del siglo pasado.
Así, con ese sector de Palermo en pleno crecimiento inmobiliario y transformándose en un sector elegante de la ciudad, una unidad penal ya no podía encajar con su entorno urbano. El 6 se septiembre de 1961, luego de trasladar a los reclusos a otras penitenciarías, comenzó la demolición del edificio. En principio, fue a fuerza de piquetas y más adelante, en enero del ‘62, comenzaron los trabajos con trotyl para derrumbar la prisión. Especialmente, los gruesos muros que la rodeaban.
Fue así como, un tiempo después, el lugar de detención que funcionó allí por más de ocho décadas se transformó en un espacio verde que simbolizaba todo lo contrario a un recinto carcelario: el Parque Las Heras. Sin embargo, seis décadas después, la historia yace escondida en los subsuelos del parque, ya que los escombros de la prisión fueron cubiertos con capas de tierra para realizar el actual paseo.
De hecho, en 2020, un grupo de arqueólogos de la organización Arqueotierra se dedicó a buscar, cavando en el parque, restos del antiguo presidio. Allí encontraron una suela de zapatos, caños, trozos del muro perimetral, vajillas y algunas otros objetos del presidio, dando cuenta de que la historia de la ciudad siempre se esfuerza por regresar.
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