La leyenda del planeador de Gimli, que ocurrió el 23 de julio de 1983, es una de las más conocidas en el rubro de la aeronáutica canadiense
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Robert Pearson, capitán del vuelo 143 de Air Canada, se subió a la cabina del avión, esperó a que abordasen los pasajeros y empezó a carretear. Era un día de oficina común y corriente. Llegando a la pista de despegue, le dijo a Maurice Quintal, su primer oficial: “Por suerte, todo va bien por ahora”. Pero horas después, ya en el aire, le sucedería algo dantesco y aterrador.
La nave en cuestión era un Boeing 767-233. Un modelo de los antiguos -hoy ya no se fabrica-, aunque todavía hay aerolíneas que la operan. Pero, en aquel momento, estaba casi a estrenar: había sido construida ese mismo año. El avión iba a cruzar el país de este a oeste, volando desde Montreal hacia Edmonton con una escala en Ottawa. Ese primer trayecto duraría, como máximo, 50 minutos.
A las 3 de la tarde, los 61 pasajeros estaban listos, con sus valijas en los compartimentos y los cinturones abrochados. Los tanques tenían combustible y la torre de control autorizó la salida. Pearson y Quintal se colocaron las gafas de sol. A las 15.30 decoló y tomó altura rápidamente.
Las condiciones de vuelo eran impecables. No había ni una gota de turbulencia. Además el piloto, Robert Pearson -sus amigos le decían ‘Bob’-, era de los más experimentados de la compañía. A sus 48 años ya acumulaba más de 15.000 horas de vuelo, el equivalente a unos 1500 cruces transatlánticos. ¿Qué podía salir mal?
Después de 40 minutos, el Boeing aterrizó en Ottawa de acuerdo a lo previsto. Allí se subieron más pasajeros y se le hicieron controles rutinarios. Luego las autoridades del aeropuerto volvieron a autorizar la partida de la aeronave. Volvió a despegar una hora después. Le esperaban cinco horas de viaje hacia Edmonton.
“PERDIMOS TODOS LOS INSTRUMENTOS”
El avión continuó durante 3 horas en línea recta. Sobrevoló toda la provincia de Ontario a una altitud crucero de 12 mil metros, por encima de los grandes lagos que separan a Canadá de los Estados Unidos. Sobre las 7 de la tarde ya había cruzado hacia el espacio aéreo de Manitoba, una de las provincias centrales de ese país. Los pasajeros dormían. Los pilotos charlaban.
-¿Y esa alarma?
De repente, una chicharra aguda se disparó en la cabina de Pearson y Quintal. Se miraron uno a otro, sorprendidos. No era una de las alarmas comunes. Parecía que había un problema mayor. El sistema les estaba advirtiendo que había un error de presión en el tanque de combustible del ala izquierda.
Pearson redirigió su ruta hacia Winnipeg, que estaba a 180 kilómetros y era la ciudad más cercana. Fuera cual fuera el error, el avión tendría que llegar sin problemas a ese aeropuerto. Siempre y cuando funcionasen los dos motores, podría hacerlo en cuestión de media hora. O menos. Pero sonó otra alarma. Esta vez la falla venía del lado derecho de la aeronave, y era la misma: un error de presión en el tanque de combustible del ala. Los pilotos estaban desorientados.
Minutos más tarde, una nueva alarma que fue seguida por un silencio que puso nerviosos a todos. Se estaba apagando la turbina izquierda. “¿¿Qué pasa??”, se decían entre los tripulantes. No se oían los motores. El motor de la derecha también sonaba débil, hasta que frenó por completo. En cuestión de segundos, el Boeing se transformó en un planeador. Volaba apagado, en silencio entre las nubes y a 12 mil metros de altura.
LA PEQUEÑA HÉLICE QUE LES SALVÓ LA VIDA
“La cabina se puso oscura, perdimos todos los instrumentos”, recordaría Pearson, años más tarde en una entrevista con CBC (Canada Broadcasting System). Esa pérdida general de la electricidad produjo que se abriese la compuerta del RAT, una pequeña hélice de emergencia, pocas veces utilizada en la historia aeronáutica mundial, que sale de una compuerta ubicada al costado del fuselaje -a veces abajo-. El RAT es propulsado con el viento que genera el mismo movimiento del avión en el aire.
Su movimiento sirve para reactivar los sistemas hidráulicos de emergencia y así recuperar el control electrónico del timón estabilizador y de los alerones. En otro lenguaje: se usa para no perder el control total y evitar una tragedia. Con ese impulso de última instancia, Pearson inició el descenso. Y solo con la guianza que podía conseguir de una brújula metálica, un horizonte artificial, un altímetro y un indicador de velocidad aérea, los pocos instrumentos que pudo revivir el RAT.
Enfrente tenía dos opciones: intentar llegar a Winnipeg, que para ese momento ya estaba a 104 kilómetros, o hacer un amerizaje en Gimli, una ex base militar que estaba un poco más próxima. El problema era que Gimli ya no era un aeropuerto: la pista existía, pero funcionaba como escenario de carreras drag. El predio también se utilizaba para eventos familiares, como casamientos o cumpleaños. De todas maneras, todo indicaba que la ex pista “32 L” de Gimli era la mejor alternativa.
Quizás fue obra del destino, pero Pearson era un talentoso planeador. Sabía volar aeronaves con los motores apagados, tenía licencia para realizar esa práctica. Pero nunca imaginó que le tocaría realizar semejante maniobra con una mole de metal como el Boeing 767 y con decenas de pasajeros asustados cuyas vidas dependían de su agudeza y concentración.
¿QUÉ HABÍA PASADO?
Normalmente los aviones despegan con más combustible del que necesitan. No demasiado, pero sí con un remanente. Pero ese día, el 767 de la compañía canadiense iba con los cálculos mal hechos... En rigor, llevaba 9144 kilos de combustible en lugar de los 20444 que precisaba, como mínimo, para llegar hasta Edmonton. ¿Qué podía haber pasado durante la escala en Ottawa?
A diferencia de los otros modelos de avión que volaba Air Canada, el Boeing 767 usaba el sistema métrico a la hora de medir la cantidad de combustible. Los otros modelos de la misma marca (o de otras) aún funcionaban con el sistema anglosajón. La carga de combustible contaba con un software avanzado que brindaba ayuda al calcular la cantidad que ingresaba en el tanque. Pero en Ottawa, ese software falló. Cuando Pearson se subió a la cabina, vio que los indicadores de combustible estaban apagados. Se lo comentó a la anterior tripulación y ellos le respondieron que, efectivamente, el sistema no funcionaba.
Entonces cargaron combustible. Para calcular cuánta, los operarios del aeropuerto debieron medir el volumen que ingresó al tanque con varillas de goteo. Al hacerlo, cometieron un gravísimo error. Midieron o interpretaron mal el número arrojado por las varillas. Para peor, se enredaron en un mix de sistemas de medición: el anglosajón por un lado y el métrico por el otro. Midieron en libras, pero los números que mostraba la escala eran kilos. Y como un kilo equivale a 2.2 libras, el resultado fue insólito: pues la nave despegó con la mitad del mínimo combustible necesario. Pero los funcionarios de Ottawa estaban convencidos de que el tanque iba lleno...
“EN LA PISTA HABÍA NIÑOS”
Si bien Gimli había sido modificada para que se corriesen carreras en línea recta, ese día se estaba llevando a cabo una actividad distinta. Se festejaba una jornada de familia, con padres, hijos, tíos, abuelos y abuelas disfrutando una parrillada en marco de un evento plagado de juegos para los más pequeños. Allí nadie imaginó que un jet de pasajeros se aproximaba al grito de ‘¡Mayday!’. Mucho menos que lo hiciese casi en picada. Y tampoco lo verían venir hasta tenerlo enfrente. Cabe recordar que el Boeing no hacía ruido porque descendía sin motores.
Pearson y Quintal se esforzaban por salvar a todos. Cuando el avión bajó a determinada altura, los radares dejaron de detectarlo. Ahora no solo eran silenciosos; también eran invisibles. Para frenar la velocidad, los pilotos descendieron casi de costado. Estaban muy cerca del suelo... Uno de los pasajeros, en una entrevista años más tarde, recordó que se veía un campo de golf desde la ventanilla, y que estaban tan cerca que hasta “podía ver el tipo de palo que usaban los jugadores”.
Descender de costado suponía un problema. La aerodinámica no favorecía al sistema RAT. El viento no fluía bien entre sus hélices y, lentamente, comenzaba a generar menos energía. Se les complicó a los pilotos volver a enderezar el avión. Pero, con la última partícula de electricidad, los comandos obedecieron y pudieron rectificar la trompa.
El 767 bajó los trenes de aterrizaje, pero solo pudo trabar el de atrás. Pearson le apuntó a la pista a sabiendas de que el de adelante no funcionaría, de que rebotaría para arriba, provocando que el frente de la aeronave tocase el asfalto y raspase. Pero eso no causó gran peligro. Aterrizaron sin problemas. El avión se detuvo a pocos metros de un niño que observaba anonadado toda la acción. “Frenó a diez metros, un amigo me gritó que me alejase porque el combustible del jet podía explotar”, recordó ese niño, ya de adulto.
Con algo de suspenso, entre aplausos y nervios, los pasajeros descendieron por los toboganes de emergencia delanteros. El fuselaje del jet estaba casi intacto. Lo habían logrado. Habían bajado a salvo. Sí hubo un par de personas que se lastimaron al deslizarse por el tobogán -la pendiente era algo brusca-. Pero fueron heridas menores. “Supongo que nunca voy a olvidar esto, fue un antes y después en mi carrera”, le dijo muchos años más tarde Pearson a la cadena CBC.
¿QUÉ FUE DEL AVIÓN?
El Boeing 767 de la empresa canadiense fue revisado y reparado. A los dos días fue llevado -volando- a Winnipeg. Dave Walker, el piloto a cargo de esa travesía, dio detalles: “Le hicieron un reparo parcial. Tuvimos que volar con algunos cuidados. Por ejemplo el de la velocidad máxima, no podíamos superar los 388 kilómetros por hora. Iba yo con un copiloto. Sin pasajeros”.
Al día de hoy, el incidente sirve de ejemplo en las aulas canadienses. Han habido clases de matemática en las que los alumnos debieron calcular la gasolina del “planeador de Gimli”. Sí, le pusieron ese apodo y quedó firme. Pearson y Quintal fueron sancionados por la compañía, por seis meses y dos semanas, respectivamente. Pero luego los exoneraron y pudieron continuar sus carreras. Siempre fueron reconocidos como héroes, tanto por la población canadiense como por sus colegas.
El avión “trabajó” durante muchos años más y fue retirado en 2008. Su último vuelo fue el 24 de enero de ese año; viajó de Montreal al aeropuerto de Mojave, en California, donde descansan otros aviones. A bordo de ese vuelo de despedida iban… Pearson, Quintal y seis de las azafatas que viajaban el día de 1983 en el que debieron planear. Ese 767-200 pudo tener una vida útil larga gracias a ellos, porque si uno tiene que aterrizar un avión planeando, solo tiene una chance de hacerlo correctamente. Y ellos supieron aprovechar la suya.
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