La bendición del Plata
La última campanada del toque de ánimas vibraba aún en el perfume de los jazmines cuando los farolitos iniciaron su desfile por las calles, titilando como luciérnagas.
Era el Día de la Inmaculada, y desde los fondos de San Francisco y San Ignacio bajaban los vecinos, ansiosos por inaugurar el verano en Buenos Aires. Con sus sayos rozando las orillas barrosas, los frailes acababan de bendecir las aguas, para que por fin los pobladores disfrutasen del frescor del Plata.
Todos acudían en murmurante y solemne procesión: padres, hijos, yernos, doncellas, los niños aferrados a la falda de sus madres, con los ojos demorados en el horizonte teñido de rosa. El aire se impregnaba de prístina emoción, pues hubiese sido sacrílego meterse en el río antes de esa fecha. Se sabía que, sin la bendición de los franciscanos, el demonio habitaba la anchura del Plata.
Las siluetas avanzaban al compás de los grillos, envueltas en sábanas que cubrían desnudeces, ofreciendo una visión fantasmagórica. A nadie importaba la pinta que luciera, pues para cuando la luna asomase, todos se hallarían con el agua al cuello, fumando cigarros, chapoteando y soñando con las delicias que les aguardaban sobre la orilla, custodiadas por gente del servicio: vino, fruta y fiambres. Cada tanto, brotaba una protesta altisonante contra el sabandija que había hecho galleta con las ropas. Nadie se inmutaba ante esa broma harto conocida.
La bendición corría entonces por las aguas, rozando los pueblos de San Isidro y San Fernando, escurriéndose en riachos menores, derramándose entre las gentes del común y los encopetados. Todos se acercaban al río para empaparse de ella. Y entre todos, el doctor Albarracín, un hombre querido y respetado, miraba con bonhomía el amarronado mecerse del Plata.
- -Buenas noches, doctor.
- -¿Dejaron en su casa las gallinas que le mandé?
Las contiendas políticas nunca trasponían el umbral de la morada del doctor Albarracín, allí todo el mundo era bienvenido. Daba gusto verlo con su empaque profesional, a pesar de la ropa liviana, porque el hombre que nace con la vocación de curar mira a todos con ojos de amorosa protección.
-¡Hasta mañana! ¡Dios lo guarde! –lo saludaban de uno y otro lado, mientras emprendían la vuelta en las sombras, rumbo a los patios y galerías de las casas.
Pronto comenzarían los preparativos de Adviento, y habría visitas con el Niño en andas, otro ritual de Buenos Aires, hasta que el verano porteño cayese a plomo sobre sus habitantes y las siestas se hicieran tan largas como ese horizonte castaño donde el sol reflejaba sus últimos ardores.
(Nota de la autora: ésta es una postal de antaño, de la que nos hablan muchos cronistas de la época. Los baños en el río se prolongaron hasta que la contaminación los tornó prohibidos. Buenos Aires era entonces una Gran Aldea, como la llamó Lucio V. López, y sus moradores disfrutaban de placeres sencillos, sin sospechar cuánto cambiarían esas costumbres con el correr de los años).
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