La batalla de Inglaterra
En aquellos días entre agosto y finales de noviembre de hace 60 años, el valor de los pilotos de la Real Fuerza Aérea (RAF) frustró el plan León Marino, de Adolf Hitler, para invadir Gran Bretaña. La primera derrota de la hasta entonces invencible aviación alemana de la Segunda Guerra Mundial. Cuando unos pocos salvaron a muchos
Junio de 1940. Francia cae derrotada. Las tropas alemanas entran victoriosas en París y desfilan frente al Arco de Triunfo, encabezadas por el general Von Briessen. Mientras tanto, Gran Bretaña, sola y casi indefensa, espera el zarpazo del coloso que asecha en las playas de Dunkerke. Contra todos los pronósticos Hitler detiene su guerra relámpago (blitzkrieg), a 33 kilómetros de la costa de Dover frente al Canal de la Mancha, convencido de que los ingleses pedirán la paz. Un deseo inútil. El primer ministro británico Winston Churchill le responde dramáticamente: "La batalla de Francia ha terminado. La batalla de Inglaterra está por empezar. Pronto toda la furia del enemigo caerá sobre nosotros. Hitler sabe que deberá vencernos en nuestras islas o perderá la guerra. Si le hacemos frente, toda Europa será libre.. Lucharemos con tanto empeño, y con tanta fuerza que si el Imperio Británico y el Commomwealth durasen mil años, se dirá sin duda que ésta fue su hora más gloriosa¨. Y promete a su pueblo "sangre, sudor y lágrimas". El Führer recoge el guante y el 31 de julio da carta blanca a los planes para la operación León Marino, nombre de la invasión terrestre a las islas británicas. Pero, como condición, exige a Herman Goering, jefe de la Luftwaffe, la aviación nazi, que borre de los cielos a la Real Fuerza Aérea (RAF). Y tiene con qué. Por un lado, más de 800 cazas Messerschmitt 109E (el mejor avión monomotor de entonces); 1140 bombarderos Heinkel 111, Junker 88 y Dornier 17 y 217; 246 cazas bimotores Messerschmitt 110 y 316 Junkers 87 Stuka (retirados muy pronto de la pelea porque son presa fácil de los cazas ingleses por su extrema lentitud) y, por el otro, a experimentados pilotos que lucharon en España, durante la Guerra Civil, y en las campañas de Polonia y Francia. Ases como Werner Molders, Hans-Joachim Marseille, Helmuth Wick, Herbert Ihlefeld, Joachim Müncheberg, Walter Oesau, Hans-Karl Mayer, Heinz Bar, Max Oestermann, Joschko Fösö, Wilhelm Balthasar y Johannes Steinhoff. A las 3 de la tarde, del 13 de agosto, cientos de aviones con la cruz gamada pintada en los timones de cola cruzan el canal. Comienza el ataque de las águilas, el Adlerangriff. Primero, llegan los Stuka, que destruyen seis de las siete estaciones de radar de afiladas torres, que alertan al Mando de Caza británico sobre los movimientos enemigos en la costa francesa de Calais. Atrás, oleadas de bombarderos y cazas que se dirigen al sudeste de Inglaterra. Este intento es claro y busca los aeródromos de Portland y Southampton y las fábricas aeronáuticas de Rollanson, Castle Bromwich y Redwing, que quedan inu-tilizados por las bombas. Los cazas defensores, divididos en cuatro grupos (10, 11, 12 y 13), repartidos en una gran porción del territorio, responden con fiereza y determinación. En sus Hurricane y Spitfire y algunos Defiant y Gladiator, los pilotos ingleses (a los que se les agregan canadienses, polacos, checos, franceses libres, neozelandeses, sudafricanos, norteamericanos, australianos, belgas, israelíes, un jamaiquino y otro paquistaní, algunos con no más de 18 años) entablan encarnizadas luchas con los boches que pierden 34 aparatos contra 13 ingleses, en las denominadas peleas de perro, de avión contra avión. Pero es sólo el principio. Los bombardeos no cesan. En apenas dos semanas la presión alemana inclina la balanza en su favor. El costo es alto para la Luftwaffe, pero importan los resultados. Los aeródromos de Dover, Biggin Hill, West Malling, Croydon y Tangmere están en ruinas.
El Grupo 11, comandado por el vicemariscal del aire Keith Park, soporta el peso del combate y ataca con pequeñas masas de aviones (una decisión discutida hasta hoy) temiendo la rápida destrucción de sus fuerzas si las enviase en grandes formaciones, como les reclaman otros comandantes para provocar mayores daños al enemigo.
Sin embargo, en poco tiempo queda casi diezmado. Los pilotos no alcanzan. Despegan una y otra vez. Hasta tres veces por día. Los que sobreviven aterrizan exhaustos, repostan combustible, munición y retornan al aire. Descansan al pie de sus máquinas con el uniforme de vuelo y los salvavidas inflables Mae West puestos, listos para volar cuando les anuncien la aparición de los alemanes. Se viven horas desesperadas. Muchos creen que un milagro puede salvar al país. Goering, mientras tanto, no cabe en su grueso corpachón y se ufana frente a sus comandantes. "¨Estoy dispuesto a que me llamen Herman Meier (apellido judío que para los nazis suena a un insulto) si un solo avión inglés consigue volar sobre cielo patrio." La humorada se convierte en una humillante realidad.
El 19 de agosto, la Luftwaffe planea un masivo y devastador raid. El mal tiempo lo impide. Queda para el 24. Se extiende hasta el 6 de septiembre y pone de rodillas a los hijos de la rubia Albión. El machacar de las bombas presagia un final inevitable. El cielo queda cubierto por las negras siluetas de 1000 aviones, el ruido de los motores a plena potencia es ensordecedor y, durante los combates, las líneas blancas de condensación del aire que se forman en las alas a 6000 y 7000 metros de altur dibujan un mortífero paisaje de arabescos y loopings que se ve en todo su dramatismo desde tierra.
Cuando la suerte parece definitivamente echada, un inesperado incidente hace realidad aquella quimera. Al finalizar esa primera jornada, un Heinkel 111 pierde el rumbo entre las sombras y el navegante lo vuela sobre el Támesis sin darse cuenta. Acosado por la falta de combustible, el piloto ordena soltar la letal carga que cae sobre la capital inglesa. Tocado en su flema, el 28 de ese mismo mes, el Mando Aéreo británico envía una sección de bombarderos Blenheim para devolver gentilezas a Berlín, iluminada como si no estuviese en guerra. Goering traga acíbar. El balance es de apenas diez muertos, pero las consecuencias psicológicas son incalculables Una semana después, frente a miles de fanáticos, hombres, mujeres y niños reunidos en el Palacio de Deportes berlinés, con sus brazos derechos levantados y al grito de ¡Sieg Heil!, un enfurecido Hitler vocifera y amenaza. Promete arrasar a Londres. "Los ingleses van a comprender que les contestaremos golpe por golpe y cien veces más. Cuando la aviación inglesa lance 2, 3 o 4 mil kilos de bombas, nosotros tiraremos 150, 300 o 400 mil kilos. Y si amenazan con multiplicar sus ataques a nuestras ciudades, arrasaremos las suyas hasta que no quede piedra sobre piedra."
El 7 de septiembre cumple con su palabra. En lo que años más tarde se denominó El día del gran error de Goering, 625 bombarderos y 650 cazas, en sucesivas oleadas, atacan sin piedad la capital, sede de la realeza y del gobierno. El infierno se desata en las calles. Nada hay por hacer.
Desde el balcón de su despacho, el jefe del Mando de Cazas, mariscal del aire Hugh Dowding, observa impávido cómo las llamas devoran edificios y más edificios. A su lado está Park. Simplemente le comenta: "Ahora, por fin, dejarán de atacar los aeródromos y fábricas y podremos recomponer nuestras fuerzas. Es quizá la equivocación más grande que han cometido y el milagro que esperábamos." Tiene razón. El respiro hace que en poco tiempo el Grupo 11 reciba hombres de refresco, nuevos aviones y pueda mandar a descansar a los agotados veteranos. Ha llegado el momento para que junto con el Grupo 12, que está más al norte y en manos del vicemariscal del aire Trafford Leigh Mallory, se pongan a prueba las controvertidas y esperadas grandes formaciones de combate, compuestas por pequeños grupos de 12 aviones y que en total alcanzan a casi 100 aparatos. Así se lanzan contra los alemanes aprovechando la ventaja del radar con precisos datos sobre despegue, orientación y altura del enemigo. La táctica da excelentes resultados.
El día 11, frente a tanta destrucción, Churchill arenga a su pueblo para que siga resistiendo. "Los bombardeos a Londres, bárbaros, feroces e inútiles, que el enemigo utiliza a ciegas, forman parte del plan de invasión de Hitler. Asesinando a gran cantidad de conciudadanos, espera aterrorizar y dominar al pueblo de esta poderosa capital de nuestro imperio. Muy mal conoce a esos hombres y mujeres duros de roer que son los londinenses, que han aprendido desde la infancia a amar la libertad más que a su propia vida. Sólo ha conseguido encender en sus corazones una llama que seguirá calentándolos mucho después que se borren las huellas de la conflagración que ha provocado. Llamas inextinguibles y devoradoras hasta que consuman los últimos vestigios de la tiranía nazi." Palabras premonitorias.
El 15 de septiembre, fijado como el Día de la Batalla de Inglaterra, Goering envía un enjambre de aviones sobre la isla. Pero esta vez las cosas son diferentes. La muralla levantada por aquellas formaciones de cazas ingleses es impenetrable. Más de 60 aviones con las cruces negras en las alas no vuelven a sus bases. Y desde entonces hasta el 30 de septiembre, caen otros 204. Las bajas son imposibles de soportar y el plan León Marino muere. El propio Hitler reconoce pocos días después que la aviación enemiga sigue sin ser vencida: "Por lo tanto, he decidido aplazar indefinidamente la invasión". Su pensamiento está en Rusia. La Luftwaffe, empero, continúa atacando Londres y a los centros industriales, ahora por las noches. El 14 de noviembre, Coventry es demolida por las bombas y 70.000 casas son arrasadas. La palabra coventrizar queda acuñada como sinónimo de caos y destrucción. Los raids continúan hasta mayo de 1941. Pero la amenaza ya no es la misma. La RAF ha salvado a Inglaterra. Sus jovenes pilotos se cubren de gloria; entre ellos, Peter Townsed, Alan Deere, James Lacey, Roland Stanford Tuck, Richard Hillary, Stan Turner, Roland Beamont, Pat Hancock, Alphonse Sailor Malan, Paddy Barthropp, Robert Oxspring y el checo Josef Frantisek (con 17 enemigos derribados, el score personal más alto de las acciones). Por radio, Churchill se dirige al país y al mundo libre donde pronuncia un célebre discurso en el que una frase queda como símbolo de la batalla y pasa a la inmortalidad: "Nunca en la historia de los conflictos humanos, tantos debieron tanto a tan pocos".
El coronel Douglas Bader fue quizás el paradigma de la batalla. No solamente porque le faltaban ambas piernas, que perdió en un accidente de aviación cuando hacía acrobacia con un Bristol Bulldog, en diciembre de 1931, sino porque combatió con una determinación y habilidad poco comunes. Su historia, contada en el libro Piloto sin piernas, de Paul Brickhill, editado aquí por Emecé, cautivó al mundo. En 1956 fue llevada al cine con el título de Proa a las nubes. Kenneth Moore encarnó a Bader. Este había conseguido caminar de manera casi perfecta con piernas de metal, manejar automóviles, jugar al golf y al tenis, bailar y, sobre todo, demostrar a discapacitados cómo él, especialmente a los niños con su mismo problema, a quienes visitaba frecuentemente,que podía hacer una vida normal. Se casó con Thelma Edwards y meses antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial presentó la solicitud para que lo aceptaran nuevamente en las filas de la RAF de donde había sido dado de baja por su incapacidad. Luego de varios rechazos, finalmente lo consiguió. Y a partir de ahí escribió páginas que rozan la leyenda. Primero, sobre Dunquerque, donde al comando de un Hurricane derribó su primer avión enemigo (el total oficial fue de 22, pero en sus registros personales tenía 30), y, más tarde, en la Batalla de Gran Bretaña, al mando del Escuadrón 242. Con singular maestría capitaneó grandes grupos de cazas contra el enemigo. Su coraje no conocía límites. Eximio piloto, líder nato, querido y respetado como pocos, desparramaba un contagioso espíritu de lucha. A pesar de ser un simple jefe de grupo, influyó en el Mando de Cazas con sus ideas tácticas que tanto pesaron en la victoria final. En 1941, pasó a comandar el Ala de Tangmere y llevó a sus Spitfire a pelear en los cielos de Francia. El 9 de agosto de ese año, luego de derribar a dos ME 109, chocó con un tercero y hubo de lanzarse en paracaídas. Hecho prisionero, intentó escaparse varias veces; en una oportunidad, deslizándose desde el tercer piso del hospital donde lo atendieron, por una soga de sábanas anudadas. Fue liberado en 1945. La maravilla sin piernas, como le decían, murió a los 72 años, el 5 de septiembre de 1982. Sus cenizas fueron esparcidas, desde los cielos, sobre Londres que con tanto valor supo defender.
La maravilla sin piernas
El coronel Douglas Bader fue quizás el paradigma de la batalla. No solamente porque le faltaban ambas piernas, que perdió en un accidente de aviación cuando hacía acrobacia con un Bristol Bulldog, en diciembre de 1931, sino porque combatió con una determinación y habilidad poco comunes. Su historia, contada en el libro Piloto sin piernas, de Paul Brickhill, editado aquí por Emecé, cautivó al mundo. En 1956 fue llevada al cine con el título de Proa a las nubes. Kenneth Moore encarnó a Bader. Este había conseguido caminar de manera casi perfecta con piernas de metal, manejar automóviles, jugar al golf y al tenis, bailar y, sobre todo, demostrar a discapacitados cómo él, especialmente a los niños con su mismo problema, a quienes visitaba frecuentemente,que podía hacer una vida normal. Se casó con Thelma Edwards y meses antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial presentó la solicitud para que lo aceptaran nuevamente en las filas de la RAF de donde había sido dado de baja por su incapacidad. Luego de varios rechazos, finalmente lo consiguió. Y a partir de ahí escribió páginas que rozan la leyenda. Primero, sobre Dunquerque, donde al comando de un Hurricane derribó su primer avión enemigo (el total oficial fue de 22, pero en sus registros personales tenía 30), y, más tarde, en la Batalla de Gran Bretaña, al mando del Escuadrón 242. Con singular maestría capitaneó grandes grupos de cazas contra el enemigo. Su coraje no conocía límites. Eximio piloto, líder nato, querido y respetado como pocos, desparramaba un contagioso espíritu de lucha. A pesar de ser un simple jefe de grupo, influyó en el Mando de Cazas con sus ideas tácticas que tanto pesaron en la victoria final. En 1941, pasó a comandar el Ala de Tangmere y llevó a sus Spitfire a pelear en los cielos de Francia. El 9 de agosto de ese año, luego de derribar a dos ME 109, chocó con un tercero y hubo de lanzarse en paracaídas. Hecho prisionero, intentó escaparse varias veces; en una oportunidad, deslizándose desde el tercer piso del hospital donde lo atendieron, por una soga de sábanas anudadas. Fue liberado en 1945. La maravilla sin piernas, como le decían, murió a los 72 años, el 5 de septiembre de 1982. Sus cenizas fueron esparcidas, desde los cielos, sobre Londres que con tanto valor supo defender.
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