Hay, en este lugar que no existe, un hombre regordete y barbado, con un cuello de piel. Fue pintado por Paolo Caliari, El Veronés, hace más de cuatro siglos y, se sabe, si saliera a la venta valdría centenares de miles de dólares. Pero nadie puede salir de aquí. Ni este Retrato de hombre con pelliza ni ninguno de todos los demás. Hay, en este lugar nebuloso, un reloj antiguo de plata y de esmalte: el regalo del rey inglés Jorge III a Manuel Belgrano. Hay también un cuadro enorme y extrañamente familiar. No es casual: todos hemos visto alguna vez esa imagen en algún libro en donde se hablara del brote de fiebre amarilla que mató a miles de porteños en el verano de 1871. Así se llama el cuadro (Episodio de la fiebre amarilla), está firmado por Antonio Blanes y muestra el momento preciso en el que un grupo de médicos entran en una pieza de conventillo para toparse con la escena terrible: una mujer muerta en el piso, su bebé de meses tratando de reanimarla.
Hay también aquí muchas otras cosas: misales, lapiceras, tapices, retablos, monedas pesadas como una piedra. Cuadros (Goya, El Greco, Murillo, Berni), teteras, candelabros de plata. Hasta cartas hay, tan antiguas que parecen escritas en tul y no en papel. Las firman músicos tan célebres como los autores de los cuadros: Strauss, Toscanini. Hay programas de mano del Teatro Colón fechados hace más de 100 años. Hay, en un rincón oscuro, una postal dirigida a un elegante porteño apellidado Ure. La firma un tal Giacomo Puccini, autor de La Traviata, Turandot, Manon Lescaut y Madame Butterfly.
Maravillas hay aquí. Lástima que este lugar no existe más que en la mente de los investigadores, de los coleccionistas y marchands de arte, de los directores de museos saqueados que han visto cómo, un día cualquiera, cada una de las piezas de este tesoro desaparecía en un robo. Porque eso es precisamente lo que suele pasar –aunque pocos estén dispuestos a admitirlo– con lo más valioso de nuestro patrimonio artístico y cultural: de tanto en tanto, una parte de él se esfuma. De tanto en tanto, uno o varios cuadros son robados, un jarrón "se pierde", una mesa que era del siglo XVI va a reparaciones y vuelve –ironiza un conocedor del tema– restaurada y, mágicamente, con 200 años menos. Alguien, en el trayecto, la cambió por otra y vendió la original.
Así, la pieza en cuestión desaparece o, mejor dicho, ingresa a esa cámara imaginaria del principio. Una suerte de "limbo" en donde se acumula todo aquello que deja de estar colgado en una pared o expuesto en una vitrina y pasa a formar parte de este museo imaginario y sin ubicación precisa. El museo del arte robado, el sitio donde miles de piezas y obras (a menudo varias veces millonarias) comienzan a vivir otra vida: la de la clandestinidad.
UN NEGOCIO ENORME
No es casual: el robo de arte (de eso hablamos) es, detrás de la venta de drogas y del tráfico de armas, el tercer negocio ilegal más rentable del mundo, un dudoso privilegio que comparte con la trata de personas. ¿Números? No hay. No confiables al menos, porque si algo no se puede esperar de un negocio oculto como este es que rinda cuentas. Pero, además, este delito cuenta con una ventaja extra: la falta de denuncias. En el caso de colecciones particulares, por temor a ser interrogados por organismos como la AFIP al respecto. "Lo que pasa es que una pintura es un bien suntuario y debe figurar en la declaración jurada de su poseedor", explica una altísima fuente del departamento de Protección de Patrimonio Cultural de Interpol Argentina que pide reserva de identidad. "Entonces, la gente sufre un robo y no denuncia", precisa.
En otros casos –especialmente cuando se trata de entidades públicas como museos–, los robos tienden a ser manejados con extrema discreción bajo pretexto del consabido "secreto de sumario", pero también como un modo de no tener que rendir cuentas por eso que se les ha confiado y no han sabido custodiar. Otras veces, las razones del silencio son aún más turbias.
Un ejemplo, apenas: en la Navidad de 1980, y en un momento impreciso que algunos fechan en la Nochebuena y otros en el 25 de diciembre, un grupo de delincuentes llegó al Museo Nacional de Bellas Artes. Como era de rigor en esos días, nadie vio nada. Nadie escuchó nada. Al lunes siguiente, cuando las puertas del museo insignia de Argentina volvieron a abrirse, resultó que la colección tenía 16 cuadros y siete objetos artísticos menos.
Se habían llevado dos acuarelas de Paul Cézanne, un dibujo a lápiz de Henri Matisse, dos dibujos de Edgar Degas, tres óleos de Pierre-Auguste Renoir, varias telas más y también el cuadro de Blanes, el de la fiebre amarilla. Demasiadas obras, demasiado terror en el aire (el robo se le atribuiría más tarde nada menos que al grupo paramilitar comandado por Aníbal Gordon, con la protección del hijo de uno de los militares más poderosos de esos días) y demasiado dinero en juego. Millones de dólares en un episodio que es considerado hasta hoy como el mayor golpe dado a un museo en nuestro país.
¿Quién roba arte? ¿Gente interesada en volverse rica con solo descolgar un cuadro? Sí, y no. Según el marchand Fernando Esperón, con más de tres décadas de experiencia y una columna sobre mercado de arte en Ámbito Financiero, "hay que escuchar también a los ladrones. ¿Por qué? Porque en toda mentira hay algo de verdad y viceversa. Por ejemplo: según Erik el Belga, el mayor ladrón de arte religioso de todos los tiempos, el que roba una obra es porque ama esa obra. Hoy, de hecho, podemos ver arte religioso restaurado y bien puesto en las iglesias españolas gracias a este ladrón. Porque, ¿qué es lo que hacía? Robaba de las iglesias arte muy deteriorado y al que los curas no le prestaban atención. Después, y para vendérselos a coleccionistas, lo tenía que restaurar. Finalmente fue detenido y condenado a 1.235 años de prisión. Pero amenazó con dar a conocer la lista de sus compradores y quedó libre, aunque tuvo que devolver lo robado. Hoy esas obras volvieron a las iglesias y pasaron a ser obras en perfecto estado, de las cuales la gente puede disfrutar. Estas cosas, en el arte, se dan de a montones. Ha pasado incluso que al morir algún ladrón dejó en su herencia indicaciones para que devuelvan esa obra al lugar de donde él la robó. Mirá la locura, ¿no?".
Pero, claro, no todos los robos son tan románticos ni desinteresados como los que refiere Erik el Belga. Más aún: no en todos los robos queda claro quién juega para "los buenos" y quién para "los malos", ni con qué eficacia han cumplido muchas de las autoridades su rol de protectores. "En muchas instituciones, llegar a catalogar todas las piezas fue una verdadera lucha. ¿Y por qué? Porque una pieza no catalogada es casi como si no existiera. Y su desaparición va a ser menos detectable. Una pieza catalogada, además, es mucho más difícil de vender después y eso desalienta a los potenciales ladrones", aporta a su turno una reconocida galerista que, para variar, también prefiere reservar su nombre.
En ese sentido, el episodio del robo de 1980 en Bellas Artes también es ilustrativo. Por años, las obras permanecieron fuera de la vista. Hasta que, a más de dos décadas del robo, algo pasó: un supuesto coleccionista taiwanés, el señor Fung, no tuvo mejor idea que dejar en una galería de arte de París no una ni dos, sino tres de las obras sustraídas. Y las alarmas comenzaron a sonar.
Es que en 1991 un exmiembro de Scotland Yard llamado Julian Radcliffe creó una compañía por demás especial: The Art Loss Register (ALR), una agencia de investigaciones dedicada a rastrear, localizar y recuperar piezas de arte robado, como los cuadros y objetos sustraídos en Buenos Aires. Pues bien, la organización del señor Radcliffe dio aviso a las autoridades argentinas, pero desde luego que no por puro altruismo, sino porque el negocio de su agencia consiste, precisamente, en lograr una compensación por haber ubicado y "rescatado" las obras del caso.
En esta parte del cuento, las versiones se abren en modo delta: algunos dicen que el ALR quiso cobrar casi un millón de dólares por sus gestiones; otros aseguran que terminó "cerrando", pero en menos de un décimo del pedido original; otros más sostienen que, en realidad, pidió cuadros a cambio de su trabajo, y otros más –los únicos que aceptan hacer declaraciones, en un contexto en el que el silencio y el susurro son ley– aseguran que no se pagó un centavo. ¿Quién lo sabe?
Como sea, y para quien quiera verlas, hoy es posible volver a ver Recodo en el camino, de Paul Cézanne; Retrato de una joven con cinta azul, de Auguste Renoir, y El llamado, de Paul Gauguin, en las mismas paredes de las que alguna vez fueron descolgadas en Nochebuena. ¿Y los 13 cuadros que faltan? ¿Y los siete objetos? Se aplican aquí las mismas reglas que gobiernan el nebuloso mercado del arte. Mejor no hacer preguntas. Mejor no dar explicaciones. Especialmente, porque en materia de patrimonio cultural argentino el despojo ha sido la regla, nunca la excepción.
MEMORIA DEL SAQUEO
Si bien algunos de los más recientes casos de robo de arte en nuestro país han ocurrido en casas particulares, la verdadera sangría patrimonial ha sucedido en museos y organismos públicos. Han salido, pues, vasos Ming del Museo Nacional de Bellas Artes, pinturas de El Greco y Goya del Museo Municipal Juan Castagnino y hasta la espada del general Urquiza del Museo Histórico Provincial de Corrientes, entre una lista interminable.
La historia de la pérdida de patrimonio cultural da cuenta, incluso, de episodios que hasta podrían ser graciosos, como el robo de piezas artísticas de la mismísima Casa Rosada (un sitio que, aun en el mundo de las suposiciones, debería ser uno de los más vigilados del país) o del Museo Histórico que se localiza nada menos que en el primer piso de la casa matriz del Banco de la Nación Argentina.
De este último, en febrero de 2008 una banda de delincuentes que había entrado por el sistema de ventilación se llevó una colección de monedas valuada en US$700.000. Se llevaron una moneda de oro de 1813 y también una onza federal única. Una pieza de los días de la Restauración, con el perfil de Juan Manuel de Rosas impreso en ella y tasada –ella solita– en US$140.000, por ser la última sobreviviente de una serie de monedas que el mismísimo Restaurador de las Leyes mandó destruir por no sentirse muy a gusto con el trabajo de artista.
Este robo, previsiblemente, no fue al voleo: los ladrones sabían que el lugar no contaba con sistema de alarmas y que, una vez cerrado el banco, podrían trabajar a piacere. La entrada de uno de los ladrones a la sucursal del banco quedó registrada en las cámaras de video, pero, por lo visto, los custodios nunca advirtieron nada.
Sin embargo, ninguno de los lugares en donde se atesoran estas maravillas –ni museos hipervigilados ni pequeños museos de provincia ni capillas coloniales– parece haber podido esquivar las visitas indeseables. Libros, pinturas y mates de plata suelen estar ahí, al alcance de la mano. Y, en cuanto lo advirtieron, los ladrones "al paso" comenzaron a entusiasmarse. Por lo sencillo de la maniobra, sí, pero más aún por lo contante del resultado.
Tal es el caso de un misal robado (por alguien que se hizo pasar por turista) de una estancia jesuítica cordobesa y de un verdadero tesoro literario: dos ediciones (una de 1608 y otra de 1615) de Don Quijote de la Mancha que dormían su caballeresca siesta en la casa museo del marqués de Yavi. Más precisamente, en una vitrina sin llave y en una sala sin custodia. El valor en el mercado de cada uno de esos libros ronda el millón de dólares.
Finalmente, y tras 14 escandalosos robos en iglesias de la Puna (de donde los ladrones se llevaron desde objetos litúrgicos coloniales hasta enormes pinturas de la escuela cusqueña), las autoridades se decidieron a poner alarmas. En la capilla de Tafna, por caso, de donde en 2008 un par de ladrones en bicicleta se llevaron cuatro obras magníficas: El éxtasis de San Agustín, La coronación de la Virgen, El Señor de la Caída y El Cristo de los Temblores. Para cuando la alarma fue instalada, claro, ya no había siquiera qué robar.
En materia de preservación patrimonial, por lo visto –y más allá de la buena voluntad de los donantes o de quienes realmente se esmeran custodiando sus legados– todo en Argentina parecería haber sido pensado para que quienes privatizan y arrasan lo que es de todos se muevan con absoluta tranquilidad. Aquí se abandonan en una sala sin custodia obras de la talla de El carneador, de Bernardo de Quirós, desaparecido de una sala de Bellas Artes en 1999 y cuyo precio se estima en más de US$150.000. Aquí se dejan dentro de una caja fuerte y en una oficina sin custodia tesoros que, de solo imaginarlos, cortan la respiración de cualquier bibliófilo. Hablamos en este caso de cinco libros impresos en el siglo XV. Entre ellos, la Suma Teológica de Santo Tomás, el Aurea Verba de San Egidio de Asís y las Décadas de Tito Livio, entre otros. La clase de libros cuyo hallazgo pondría a llorar de emoción a cualquier coleccionista.
Lástima que quienes entraron a robar y se llevaron la caja fuerte no eran amantes del arte, precisamente, y no tuvieron mejor idea que abrirla a puro soplete. Y todo, ¿para qué? Para descubrir, una vez abierta, que el calor y el fuego habían chamuscado todo. Así lo recuerda el especialista e investigador del Conicet Daniel Schávelzon, quien viene investigando el tema desde hace décadas y ha convertido ese trabajo en un libro único: El expolio del arte en la Argentina: robos y tráfico ilegal de obras de arte (Editorial Sudamericana).
Desidia, ausencia casi total de políticas públicas orientadas al cuidado y la protección de nuestro patrimonio, legislación anticuada, desconocimiento –cuando no desinterés– de parte del grueso de la ciudadanía, sumado al ánimo de lucrar con lo que no debería siquiera poder ser comercializado (tratándose, como se trata, de bienes culturales comunes), todo esto parecería haber confluido para llegar hasta donde hoy estamos: un reino arrasado. Y silencioso.
LA INDUSTRIA DEL SILENCIO
"Nadie habla, ¿sabés? Pero todos saben «algo» o han sufrido ellos mismos un robo. Ni los artistas nos salvamos", dice la mujer, una artista plástica de pelo colorido, 50 años y un nombre que prefiere que no salga en esta nota. Pide anonimato, pero, a cambio, presta información. Cuenta entonces que, más allá de la espectacularidad de los grandes robos, lo que no debería perderse de vista es que el hábitat natural del arte es el silencio. "Este es un ambiente y un mercado en el que irse de boca se paga siempre carísimo", dice, misteriosa. ¿A qué se refiere? A los robos, claro, y a la razón por la cual muchos de ellos no son denunciados. "Como la mayoría de la gente no declara lo que tiene, cuando la roban tampoco denuncia, porque eso que se sacó de una determinada propiedad capaz vale miles de dólares y nunca fue declarado antes".
Laura Isola es crítica de arte en el diario Perfil y coincide: según ella, toda esa curiosa "omertá" que parece sobrevolar el mundo del arte, los marchands y las galerías tiene una base económica bien concreta. "Más que de intriga internacional, de lo que se trata aquí es de temor a la AFIP y el deseo de ocultar ganancias. Este año, por caso, fue la primera vez que en espacios como arteBA hubo quienes se animaron a hablar de números, cuando antes nadie daba una cifra", ejemplifica.
Claro que, a menudo, la opacidad es también lo único que necesita el delito para poder prosperar. Después de todo, en un universo en donde todos están haciendo negocios, cada quien maneja una parte de la información y pocos hablan, es solo cuestión de tiempo para que algún inescrupuloso se presente a reclamar su tajada o bien a sacar ventaja.
En este sentido, la historia del conde Valfierno (aunque no haya sucedido en nuestro país, sino en Europa) es por demás ilustrativa. Especialmente, porque involucró toda una serie de falsedades y secretos, empezando por su protagonista (un estafador argentino cuyo condado era tan falso como sus blasones), una serie de copias de La Mona Lisa, un robo que no fue tal y varios ingenuos nuevos ricos fueron convencidos por Valfierno de estar comprando (en secreto, desde ya) el cuadro más deseado y valioso del mundo: La Gioconda. Cuando finalmente el ardid salió a la luz, Valfierno terminó preso y los compradores, libres. Habían echado mano del truco más viejo y cumplidor cuando de comprar arte robado se trata. Arguyeron haber realizado la compra "de buena fe", ignorando el origen ilícito de eso que se les ofrecía.
Buena fe. Pasión por el arte. Preocupación por el patrimonio cultural de la Nación. Frases, todas ellas, demasiado rimbombantes cuando se las contrasta con la pobre realidad a la que a menudo aluden: bibliotecas públicas sin libros porque las han desvalijado, colecciones depredadas por propios y ajenos, el arte convertido en "cuestión para pocos". Es secreto a voces.
Para Isola, es la superposición de factores la que explica un panorama tan desolador como el actual en un país que alguna vez tuvo magníficos museos y colecciones. "Los museos, por lo general, manejan presupuestos mínimos que no les permiten cuidar lo que tienen, al tiempo que los funcionarios no parecen estar muy interesados en esto. Este no es un tema en la agenda, porque al gobierno no le importa y al ciudadano común tampoco".
En su libro, el arquitecto Schávelzon tampoco ahorra las metáforas y denuncia: "el patrimonio cultural se acaba y muy rápidamente. Si es robado, destruido o vendido da lo mismo porque ya no tenemos más lo que antes teníamos. Ahora es tarde. Ante lo sucedido nos queda llorar, castigar a los culpables si los hay y empezar a hacer algo para que nunca más vuelva a pasar".
Pero pasa. Sigue pasando, una y otra vez, y en los más de 20 años transcurridos desde la publicación de ese libro nunca ha dejado de suceder. Que lo diga si no Diana Fasoli, bibliotecóloga de la UBA y directora por 17 años de la Biblioteca del Teatro Colón. Cuando se iniciaron las tareas de restauración en el teatro y este se volvió "tierra de nadie" (sic), la experta vio cómo la impresionante biblioteca a su cuidado era metida en contenedores.
Pero lo peor llegaría después, cuando vio cómo el robo que tanto había temido finalmente se hacía realidad: 164 documentos de la biblioteca se hicieron humo. Había, entre ellos, desde programas de 1899 hasta notas, cartas firmadas por los más importantes directores y cantantes líricos de su época, y mucho más. Desolada, la mujer denunció que junto con los documentos se habían llevado "más libros de arte, parte del piso y otros objetos, cuyos valores superan el millón de dólares en total y seguramente ahora están en manos de coleccionistas cuando deberían estar en el Colón".
Algunas de las piezas saqueadas, sin embargo, tuvieron un destino bastante más modesto que una colección de arte en el extranjero. Los antiguos radiadores del que es considerado hasta hoy el mayor teatro lírico de Sudamérica, por caso, llegaron a venderse por Mercado Libre y en módicos $749. El mítico piso del escenario en donde bailaron desde Julio Bocca hasta Mikhail Baryshnikov no terminó mucho mejor: una vez removido, fue partido en trozos de 45 x 23 centímetros y reconvertido en "regalo empresarial" que la firma que remozó los pisos del teatro obsequió a sus principales clientes. "El piso del Colón hecho souvenir", tituló Clarín. "El pasado en pedazos" también podría haber sido un buen título. Pero no ya para hablar del naufragio de un escenario, sino más bien de nuestro destino como país: lo que no pueda robarse y venderse se tira a la marchanta. Y lo poco que queda vuelve a dejarse ahí, a la espera del próximo arrebato.
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