Vanit Ritchanaporn llegó a Buenos Aires con un nombre falso hace 43 años y recorrió todo el país en busca de oportunidades, hasta que finalmente las encontró
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Vanit Ritchanaporn esperó hasta la medianoche para escabullirse de su casa, una vivienda de madera y paja en Sawannaket, Laos, sin despertar a sus padres y a sus cuatro hermanos menores. Descalzo, con su remera de siempre y un pantalón corto, el adolescente de 15 años salió a la calle, donde lo esperaba su primo. Juntos, caminaron bajo las sombras nocturnas de los árboles hacia las orillas del Río Mekong, se sumergieron en sus aguas frías de invierno y empezaron a nadar. El objetivo era solo uno: llegar a la orilla de Tailandia, escapar.
El tramo no era largo -unos 1600 metros-, pero eran pocos los vecinos que se animaban a cruzar, no solo por sus fuertes corrientes, sino también por los balazos. A veces, por la mañana, aparecían cuerpos flotando cerca de la orilla, recuerda Vanit. Eran los cadáveres de los laosianos que habían querido escapar del país, dominado por un gobierno comunista y debilitado por una fuerte hambruna tras dos décadas de guerra civil.
“Por suerte, era adolescente y no le tenía miedo a nada. Para mí y para mi primo, la decisión era simple: escaparnos hacia una vida nueva o quedarnos ahí, pasando hambre y sin futuro. En Laos muchas veces ni comíamos, era tomar un poco de agua y a la cama”, recuerda Vanit, de ahora 58 años, desde su casa, en Chascomús. El entonces adolescente huyó sin avisarle a nadie, ni siquiera a sus padres, ambos cultivadores de arroz. Tenía miedo de que la policía se enterara y lo retuviera, como ya había sucedido en el pueblo. Por ello, desde el día siguiente al escape hasta cuatro años después, cuando logró comunicase, su familia vivó pensando en la posibilidad de que Vanit estuviera muerto.
Argentina: “el paraíso” lleno de vaivenes
Ni él ni su primo saben a qué hora llegaron a Tailandia ni cuantas horas nadaron contra corriente. Pero sí recuerdan que cuando llegaron todavía era de noche. Con la ropa mojada, derribados por el cansancio, se tumbaron sobre la playa. Tiritaban del frío, pero estaban felices: pensaban que la vida empezaba, que el infierno ya había pasado.
“Después llegó el segundo infierno -cuenta, haciendo referencia a su paso por el campo de refugiados laosianos-. La gente piensa que cuando llegás a un campo de refugiados ya estás mejor, pero nosotros la pasábamos muy mal, pasábamos hambre”, recuerda.
Su fortuna cambió el día que miembros del gobierno argentino visitaron el campamento, de cientos de carpas, y anunciaron que recibirían refugiados. A su primo la idea de mudarse a un país tan lejano, del que nada sabía, le pareció delirante. Pero Vanit no estuvo de acuerdo. Como era menor de edad y no podía viajar por su cuenta, un matrimonio de refugiados lo hizo pasar por su hijo. Así ingresó al país.
Vanit llegó a Ezeiza con ojotas, una camisa de manga corta, un pantalón, una mochila con otra camisa y su nuevo documento de identidad: allí figuraba el apellido del matrimonio que lo acogió, el que usa hasta el día de hoy: Ritchanaporn. “Lo único que sabía de la Argentina era que había salido campeón del mundo en el ‘78. Después, nada más. Era otro mundo... y yo llegué con una mano adelante y la otra atrás”, cuenta, recordando aquella tarde de noviembre de 1979.
El joven laosiano pasó 10 días en Ezeiza hasta que el Gobierno, asociado al programa de refugiados de las Naciones Unidas, le confirmó su próximo destino: una estancia en La Pampa. Allí se separó para siempre de sus padres postizos y desde los 16 años giró solo por el país en busca de trabajo. “Pasé por Capital Federal, Tartagal, Rio Negro, Pergamino, La Plata y Chascomús. Yo andaba buscando oportunidades por todos lados”, cuenta desde Chascomús, donde se radicó hace 25 años.
Vanit vive con su mujer, también inmigrante Laosiana, a quien conoció cuando visitó un edificio de refugiados laosianos en Buenos Aires, y con quien está casado desde hace 32 años. Juntos tuvieron cuatro hijos: Jonathan (31), Michel (29), Estefanía (28) y Nicole (25), todos nacidos en diferentes ciudades del país. También tienen tres nietos.
“Seré un afortunado. La gente se queja porque no hay trabajo, pero yo tengo dos”, dice, entre risas. Vanit trabaja como operario en una fábrica metalúrgica desde las 6 hasta las 15, vuelve a almorzar a su casa junto a su mujer, empleada municipal, y luego atiende como masajista a unos cuatro o cinco pacientes por día. También cumple con sus responsabilidades como presidente de la Asociación Laosiana de Chascomús, que tiene casi 70 miembros y es la más grande de la provincia de Buenos Aires. Con ayuda de otros compatriotas, construyó en la ciudad bonaerense el primer templo budista.
Pese a todas las crisis vividas en el país, Vanit considera que la Argentina es el “mejor país para vivir”. “Estoy acá hace 43 años y puedo decir que este país es un paraíso. Y eso que me pasaron 1000 y una”, cuenta entre risas. Con la hiperinflación, en 1989, el local de ropa que había fundado con mucho esfuerzo en Tartagal se fundió. La pareja, aún sin hijos, se mudó a Río Negro a buscar nuevas oportunidades, sin ningún respaldo económico. La situación se repitió nuevamente durante los ‘90, cuando, ya con tres hijos, la familia se trasladó a Chascomús, como dice Vanit, “con 100 pesos en el bolsillo”.
De todas formas, ama el país. “Acá nunca me discriminaron. Por lo general, en otras partes del mundo, a los asiáticos los segregan. Durante años, en Guatraché, La Pampa, hubo familias argentinas que me acogieron como su hijo. Siempre tuve amigos argentinos. En el ‘81 hacía mucho frío, la pasé mal. Vivía en una pieza en un estacionamiento de camiones. El matrimonio Corti me fue a buscar: ‘Vamos, vamos’, me dijeron. Y me llevaron a vivir con ellos. Los había conocido ahí, en el pueblo. Me abrieron su casa y su corazón. Me educaron como si fuera su hijo. La familia Safenreider también me ayudó muchísimo”, reconoce.
Su escape y su inserción social y laboral en la Argentina fueron relatados en 2014 en la película documental Rio Mekong, dirigida por Laura Ortego y Leonel D’Agostino, que ilustra las vivencias de muchos laosianos exiliados en la Argentina, pero hace especial énfasis en el testimonio de Vanit, cuya voz recorre todo el largometraje. En el documental también se hace mención a uno de los puntos más importantes de su vida: su visita, en 2011 a su tierra natal, tras 32 años sin ver a su familia.
“Pasé mucho tiempo incomunicado con mi familia. Ellos se preocuparon, no sabían si estaba vivo. Durante los primeros años en la Argentina, yo les enviaba cartas, pero no les llegaban. Recién cuatro años después logré que les llegara el primer correo y me contestaron. Después, empezamos a hablar por teléfono. Así me enteré en el 2001 que mi padre había fallecido. No logré verlo otra vez...”, se lamenta.
En 2011, Vanit logró viajar a Laos por primera vez desde su huida. “Fui a ver a la vieja. Nos lloramos todo y nos abrazamos muy fuerte. Fue la última vez que pude abrazarla, porque falleció el año pasado”, cuenta. También viajó a Tailandia, donde viven sus cuatro hermanos. “Fue hermoso. Pensá que uno de mis hermanos tenía 3 años y otra apenas días de vida cuando me fui. Los dos me conocían solo a través de las fotos que les enviaba desde la Argentina”, suma.
En Tailandia, Vanit también se reencontró con su primo hermano, con quien nadó desde Laos a Tailandia. Escaparon a la misma edad, los dos sin pertenencias, y vivieron en el mismo campo de refugiados, pero la vida de los dos fue muy distinta. El se quedó en Tailandia y armó su vida allí.
Hoy, gran parte del mundo empatiza con los refugiados ucranianos, pero Vanit dice sentir una conexión muy especial y fuerte con ellos. “Me solidarizo mucho con el pueblo ucraniano, sobre todo los niños y adolescentes, porque yo también tenía su edad cuando me tuve que ir y sé cómo se siente tener que dejarlo todo para poder tener un futuro”, dice.
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