La apasionada vida de Ed Motta
Sibarita, coleccionsita, políticamente incorrecto. Recorrida porteña con el música carioca, entre parrillas, degustaciones de vino y discos de vinilo.
Pocos hubieran imaginado que la profecía podía cumplirse con tanta crueldad. Pero al fin llegó el día en que la bossa nova, joya dorada de la música popular brasileña (MPB), terminó como banda de sonido de ascensores o, en el mejor de los casos, en compilados símil Bossa & Stones para amenizar cócteles soporíferos y lobbies de hoteles de cadena. Y así nomás, el género se engulló casi todo el prestigio y la belleza que supo conseguir desde los años 50. “En este momento la MPB es el grunge de Brasil, carente de ideas y excelencia técnica”, dispara Ed Motta (45), cantautor y multiinstrumentista de ese país, genio del soul, el funk y el jazz. Lo dice en una parrilla de Palermo, enfrentado a un bife de kobe de 1000 pesos, que traga a duras penas porque todavía no se recupera de la ingesta bestial de mollejas y chinchulines de la noche anterior. Motta vino a presentar Perpetual Gateways, su disco número quince, pero antes del show hizo un tour renacentista por la ciudad, empachándose de casi todo (comida, discos, vinos). Y La Nación revista lo acompañó en su rally de placeres.
Tres meses se pasó Ed Motta sin salir de su casa de Jardim Botânico, en Río de Janeiro. Acovachado con su mujer, Edna, escuchó y limpió su colección de 30.000 vinilos, vio películas viejas y leyó cómics hasta que le ardieron los ojos; tocó el piano y la guitarra, pidió delivery para subsistir, bebió vino de su cava privada y, bien de tarde, chapoteó en una piscina pequeña que parece dibujada en medio de la floresta de Tijuca. También se las ingenió para enfermarse con ganas y automedicarse al minuto (“siempre ando con una farmacia encima”, admite). Esa maratón fue entre diciembre y febrero de un año cualquiera, y Motta la recuerda con una sonrisita melancólica, como quien añora los mejores días de su vida.
“Todo lo que hago es siempre mucho: como mucho, amo mucho, odio mucho; soy black, italian, las cosas son muy intensas para mí”, se ataja Motta, sobrino de Tim Maia, considerado el gran soulman de Brasil.
El festival de achuras de la víspera (su propio manager tuvo que rogarle que aflojara con la comida para llegar entero al show) y la forma en que se enamoró de la dibujante Edna Márcia Lopes, cuando tenía 18 años, ilustran el caso. La conoció en una bienal de cómics en San Pablo y, apenas la cruzó, se emocionó tanto que no quiso comer más. Fue una de las pocas veces que recuerda haber perdido el apetito. “No quería que nada me distrajera de Edna; no me podía separar ni un minuto”, añora.
Hoy llevan veintiséis años de casados y una rutina que es una fortaleza. Motta se despierta a las seis y media y su mejor parte del día es hasta media mañana. Compone con la ventana abierta y dice nutrirse del aroma potente de las plantas, que bien temprano se respira “como una pastilla de mentoliptus”. “Me encanta mirar el mundo con la luz del sol y todo lo que me gusta, grabar, beber vino, escuchar música, limpiar vinilos, tener sexo, lo hago de día”, cuenta.
A eso de las diez de la noche ya le empieza a agarrar sueño y a las once y media está en la cama. No le gusta demasiado cenar afuera y mucho menos salir a bailar o ir a recitales. El último show que fue a ver bajo las estrellas, se acuerda, fue uno del pianista francés Michel Legrand, en 1998. “La música en serio se escucha tirado en un puff; los conciertos son para encontrarse con amigos”, declara.
El búnker de Motta no admite niños ni animales (No children, no dogs, no problem, es su lema). Hace poco, un gran amigo suyo tuvo un hijo y quería visitarlo con el bebé, pero Motta lo desalentó desde el vamos. “La censura para entrar a nuestra casa es hasta 15 años”, avisa.
En esos veintiséis años de empolle casero se gestaron quince discos, giras por Europa, Japón y Estados Unidos, un álbum que lo consagró como músico de ultraculto (Manual práctico para fiestas, bailes y afines, Vol 1, de 1997), una temporada viviendo en Nueva York y una carrera de sommelier y columnista de vinos.
“Nací en Tijuca, soy de los suburbios, y vivir en Jardim es como no estar en Río de Janeiro”, explica. De hecho, pareciera que le huye bastante a las manifestaciones más previsibles de la cultura popular: el carnaval prefiere seguirlo por la tele y el axe (baile bahiano for export, ideal para gimnasios) le parece tan genuino “como una lata de Coca-Cola”. “Es como el reggaeton, son productos para vender”, asesta, mientras le entra a su bife de Kobe, tan rojo que está frío por dentro, pero dorado por fuera, tan tierno que el mozo se puede mandar la parte cortándolo con una cuchara.
Yo hubiera odiado a Hendrix
El reloj de Ed Motta se paró en seco en 1983. Todo lo que colecciona, lo que escucha, las películas que mira, cada uno de sus consumos culturales se frena en ese año. Ninguno de sus 30.000 vinilos supera esa franja en el tiempo. “Nada de lo que vino a posteriori me deslumbró. A partir de 1983 entró en circulación el piano digital y dos ideas que para mí contaminaron todo: el punk y la cultura del hip hop; después el asunto se puso peor con la música electrónica y los DJ”, dispara.
Nadie hubiera dicho que la primera incursión de Motta en la música iba a ser en una banda de rock duro, que se llamaba Kabbalah, un resabio del período en que lo fascinaron Black Sabath, Led Zeppelin y los irlandeses de Thin Lizzy. “Descubrí el cuidado de Jimmy Page en el estudio; por eso soy tan fanático de Steely Dan, porque es el estudio llevado a su máximo nivel”, analiza este fanático de la perfección del sonido.
Ya en el colegio era muy preciso en sus imitaciones: sus compañeros le pagaban el almuerzo para escucharlo canturrear los riffs de canciones conocidas, desde una base de Earth, Wind & Fire hasta una guitarra de Iron Maiden. El dinero que le daba su papá para comer le alcanzaba justito para comprar dos vinilos importados. Su primer disco fue Physical Graffiti, de Zeppelin, pero el hit que lo emocionó en serio fue You are the Sunshine of my Life, de Stevie Wonder.
“¿Nirvana no te conmovió ni un poco?”, es la pregunta para bajarlo de un hondazo de las cosas que le gustan. Contesta tarareando una parte de la canción Come As You Are, parodiando la voz arrastrada de Kurt Cobain (caaaaaam azzz iuuu aaar) y riéndose, mientras el mozo va levantando los platos. “Todo país tiene el Radiohead que se merece”, sentencia, y ahora queda claro que nada, realmente nada de lo que ocurrió después de 1983 le ha movido un pelo (sólo la cantante Björk se gana un poroto en la estima de Motta, y es porque le hace acordar a la vocalista y compositora Annette Peacock). Incluso compra revistas de música para estar actualizado sobre todas las cosas que no le gustan ni le van a interesar jamás.
Motta asume que odiaría mucho a algunos de sus ídolos si hubieran sobrevivido después de 1983. “Jimi Hendrix se habría dedicado al hip hop”, ilustra, y alcanza con escuchar lo último que hizo Miles Davis en su carrera para darse cuenta de que no está tan equivocado. “En la comunidad negra hay una obligación de modernizarse; los negros tienen tanta dificultad para hacer música que sienten el compromiso de hacer lo último que les pide el sistema; pasó con la música disco”, opina.
La voz disonante
Pasa seguido: cuando músicos brasileños de la talla de Caetano Veloso visitan Buenos Aires, que un target estable asiste fielmente a los recitales y paga hasta 120 dólares por una entrada. En algún punto, dirán los más irónicos, la MPB se convirtió en una atracción para gente de buena posición económica, con ínfulas de World Music. Y acá va la pregunta para que el bifecito de kobe le caiga realmente mal: “¿No sentís que sólo podés sobrevivir gracias a la curiosidad de los snobs?”
Motta no acusa el impacto, termina su agua de un largo trago y sólo responde. “Músicos como Caetano, que son verdaderamente geniales, tienen el respaldo de una intelligentsia. Caetano mismo es un tipo muy político, que tal vez se sienta a dar una entrevista y te tira un título del estilo Beyoncé es la nueva Hendrix”. Yo, en cambio, soy un suicida, soy la voz subversiva y disonante de todo eso”, suelta. “Tengo un completo horror por el tropicalismo. Musicalmente ha sido muy pobre. Pero ellos, como buenos marketineros, son los más conocidos del mundo”, insiste.
Concluido el almuerzo vacuno en La Cabrera, el músico saluda a mozos y parrilleros, pero se demora un poco para quedarse cantando adentro de una lámpara. Mete la cabeza en una pantalla cónica y prueba la acústica haciendo sonidos con la boca. “Acá sí, acá no”, se divierte. Después sale a la calle y enfila hacia una vinería de Palermo (Ja!, sobre la calle Jorge Luis Borges), en donde el dueño lo recibe como ciudadano ilustre. Motta pasa directo al fondo del local, a la zona de degustaciones, y comenta que es militante de los vinos naturales, que por definición se elaboran sin ningún tipo de abonos, químicos ni herbicidas (vendría a ser la uva en su estado natural).
El músico se revela fanático del enólogo mendocino Matías Michelini, “uno de los pocos que hacen vinos naturales”. Después elige una botella con la etiqueta Vía Revolucionaria, y anuncia que quiere “tener un negocio así”. Sigue la cata con uno de nombre Plop, que sólo define como “lindo”. “Es lo que los franceses llaman un vino gluglú, fácil de tomar”, celebra desde sus anteojos redondos a lo Lennon, y posa para la foto, copa en alto, con remera negra, pantalón escocés y zapatillas violeta.
Antes de partir, se queda pagando una deuda del día anterior y le confiesa al dueño que no se anima a tomar el vino más raro que tiene en su casa (entre las 120 botellas que atesora en su cava), un cosecha 1979 de la bodega mendocina Cavas de Weinert. “Simplemente no lo puedo descorchar”, se resigna.
Menos tocás, más ganás
Otra vez en la calle, camina unos metros hasta la disquería Tempo de Borges, en donde los empleados lo llaman maestro. Va directo a revolver los vinilos y se fascina con una reedición de Artaud, de Pescado Rabioso, que cuesta 45 dólares. Pero al final se decide por uno de Aníbal Troilo y dos de Osvaldo Pugliese.
El trance de Motta con los vinilos sólo se interrumpe cuando un tipo entra a la disquería y le jura que es su fan. “Estoy temblando”, dice el admirador, y se arremanga para mostrarle un tatuaje de Tim Maia en el brazo derecho. Se sacan una foto juntos y Motta vuelve al mostrador a negociar el precio de los vinilos y enredarse en un debate con los vendedores.
“Voy a decir algo medio nihilista, pero si querés que te financien como artista lo mejor es no saber nada de música. Menos notas tocás, más plata ganás”, se ríe. “Luis Alberto Spinetta y Frank Zappa son casos especiales”, distingue, y lanza varia máximas, por ejemplo que “Raúl Porchetto tiene un disco de fusión que es increíble, Mundo, que los japoneses adoran”.
Imposible polemizar con un tipo capaz de comprarse 3000 discos en un viaje (lo hizo en una visita a Japón en 2002), que luego clasifica febrilmente por orden alfabético y, dentro de ese orden, por género. Hasta la buena de Edna padece la obsesión de su Ed, porque cada vez que escucha un vinilo tiene que volver a ponerlo en el mismo lugar y en la exacta posición milimétrica en la que estaba en el estante.
Además del trimestre que pasó recluido en su castillo de Jardim Botânico, otro de los grandes hitos en la vida de Motta fue la vez que estaba de gira por Estados Unidos con Ivan Lins y cayó en una disquería de Tucson, Arizona, que terminó siendo el mayor depósito de vinilos y cassettes del mundo. Fue como soltar a Rico McPato en una piscina de monedas de oro.
El salame de Tom Selleck
Terminado el tour palermitano, llega la noche del show. Motta se queda en solitario frente al piano pero, por cómo toca, pareciera que hay más músicos ahí arriba: su mano izquierda dibuja los bajos y la rítmica de una orquesta completa, mientras que la derecha vuela en melodías repletas de groove; al mismo tiempo, con la boca puede hacer sonar casi cualquier instrumento. Frente a las teclas, su forma de cantar recuerda a Stevie Wonder.
El músico tiene algo de comediante y cuenta mil historias entre canción y canción (se divierte mucho imitando cómo hablan los cariocas y paulistas cuando pasean por Buenos Aires). Como cuando toca el tema Hypochondriac’s Fun, dedicado a su afición por los medicamentos, o cuando hace un genial alegato antihipster. “Se piensan que son hipsters, pero tienen un look más parecido al peinado de David Hasselhoff en El auto fantástico o al salame de Tom Selleck”, asegura (nadie entiende muy bien lo de salame, pero todos festejan). Después se pone a imitar a E.T., el bicho de la película de Spielberg, y se pasa casi diez minutos haciendo el sonido del bajo con la boca, con una fidelidad insólita.
Motta pasa por todos sus álbumes, desde Poptical hasta Perpetual Gateways (el que vino a presentar). Se lo ve en su salsa cuando repasa el disco AOR, que lleva las siglas de Adult Oriented Rock, una etiqueta que representa la faceta más mersa –y también lograda– del pop y el rock de fines de los 70, con bandas como REO Speedwagon, Toto y Foreigner. “Este es mi homenaje a la música de las series de los 70 y 80”, aclara. Acto seguido, le dedica una canción a Edna, “el amor de su vida”, pero el nombre del tema es…Marta. Sin bises, Motta se despide de su audiencia porteña, que lo aplaude de pie. No sólo cantó y tocó, sino que también fue maestro de ceremonias y standupero de ocasión.
Después de pasar una tarde con el compositor, haberlo visto comer, beber, cantar, hacer sonidos con cualquier cosa, escuchar música y apasionarse por todo con tanta intensidad, se podría pensar que el resto del mundo vive en formato low battery, en un promedio apenas aceptable de emociones. O que Ed Motta es un héroe quedado en 1983, un Luis XIV carioca felizmente equivocado de tiempo.