Le pregunté a Yuki por qué en Kioto, donde todo el mundo se mueve en bicicleta, no es obligatorio usar casco. Pedaleó unos metros más, me pidió perdón por la tardanza, y respondió que no sabía bien pero que quizás es porque andan despacio. Yuki, que tiene el defecto de disculparse demasiado, fue mi guía una tarde entera. Tiene 30 años y hace seis meses se dedica exclusivamente a recorrer la ciudad con viajeros que reservan su experiencia de Airbnb: Explore Kyoto via bike and have dinner.
"No busques más, esta es tu opción ganadora", "Si pudiera, le pondría seis estrellas", "Fue el mejor día de mi viaje", insisten las reseñas del perfil de Yuki y, sin embargo, a mi no me convencía pasar seis horas con extraños en manos de otro extraño. Reservé otra, solo porque era más corta y arrancaba más temprano, me la cancelaron un par de días antes por miedo a que nevara y tuve que caer en los brazos virtuales de Yuki. Su primer mensaje, en un inglés rústico, fue: "Pase lo que pase con el clima, voy a hacer que tengan un buen día". Punto para Yuki.
El encuentro fue capicúa. Empezó y terminó en la puerta del restaurante de sus padres. No voy a contar la parte en la que perdí dos colectivos y terminé dándole explicaciones al taxista más elegante que vi en mi vida. Cuando llegamos, nos recibió con una bici y bolsitas de calor para ponernos en los bolsillos (mis mejores amigas durante mi semana bajo cero se consiguen a 20 pesos cada una en cualquier supermercado o kiosco japonés). Nos dijo que le avisáramos si necesitábamos parar, comer algo o ir más despacio y arrancamos.
La primera parada estaba cerca, como para darle un tiempo a mis reflejos a que se acostumbraran a reaccionar manejando del otro lado de la calle. Fue el Myoshinji, el monasterio budista más grande de Japón. Una especie de ciudad de monjes con un templo central y cientos de callecitas con sus casas. De casualidad, en la calle principal se estaba filmando una película así que vimos un desfile de extras vestidos de samuráis, abrigados con camperas infladas para bancar el frío entre toma y toma. Yuki dijo que había dos actores muy famosos y sacamos fotos para no perder la oportunidad de alardear en el futuro. Una nunca sabe. Después de recorrer la parte turística, nos subimos a las bicis y lo seguimos a Yuki en un laberinto de casitas bajas y ni un peatón a la vista. Llegamos a la casa de su amigo monje donde nos prepararon una ceremonia del té con vista al jardín sobre una alfombra roja. Éramos los únicos en todo el lugar, acompañados solo por los arces que se lucen en otoño en mil tonos de rojo. Nos contaron que estábamos en el sub templo Keishun-in (donde se puede pedir una ceremonia a 400 yenes por persona, algo así como 130 pesos), fundado en 1598. Los monjes Zen no podían disfrutar de actividades de ocio así que se construyeron una habitación clandestina para hacer las ceremonias. Si los descubrían, podían ir presos o hasta perder la cabeza por no ponerle toda su atención a su entrenamiento. Pero eso pasaba hace más de 400 años, hoy el té se sirve en todos los cuartos y nosotros salimos intactos.
La ecuación de Yuki es la que todos deberíamos seguir cuando visitamos una ciudad grande: intercalar algo muy turístico con un spot fuera del recorrido habitual. En la mayoría de los puntos más visitados del planeta, desde París a Nueva York, muchas veces alcanza con caminar por una paralela más silenciosa. Después del té tocaba ir por uno de los peces gordos de Kyoto: el Ryon-ji. El templo con jardín zen más reconocido, en el que hay 15 piedras perfectamente desordenadas por el espacio, diseñado para meditar. Dicen que si no llegás a contar las 15 es que no tenés el alma pura. El truco viene con una analogía: hay que agacharse. Desde arriba, no todo se ve tan claro. Después seguimos por un vecino, quizás el templo más lindo de todo Japón (sí, en esta ciudad 8 de cada 10 atracciones son templos, que por suerte siempre tienen un detalle que los hace especiales).
El Kinkaku-ji, conocido como el Pabellón Dorado, era la casa de fin de semana del shogun , gobernante del siglo XIV, Ashikaga Yoshimitsu. Cuando lo construyeron en 1397 estaba cubierto en oro. Lo que hay hoy es una réplica, donde solo hay metales precioso en los espacios interiores. Yuki nos mostró algunas perlitas como la cascada de donde sacaban el agua de montaña para servirle el té al emperador y la habitación desde donde se sentaba a meditar viendo el atardecer. Otro mito: a las 16:00 hs siempre le da el sol así que mejor planear el día alrededor de ese dato.
Buscamos las bicis en el estacionamiento y seguimos camino. El invierno no es la mejor época para ver los colores de los árboles en ningún lado, pero para nuestro guía estábamos de suerte. En febrero florecen los ciruelos, con flores blancas que se vuelven fucsias. No son cerezos rosas pero definitivamente alegran el paisaje. Para verlos bien nos llevó a un templo bastante alejado, el Kitano Tenmagu, con ejemplares en todas sus pasarelas. Además pudimos entrar a rezar solos cuando el lugar cerró y tocar las campanas mirando el jardín central vacío. Algo imposible en templos turísticos como el Kiyomizu-dera y el Fushimi Inari-taisha donde se puede estar en fila media hora para tirar una moneda a una fuente.
Sake caliente para el frío
Gion es el barrio más visitado de Kyoto. Tiene callecitas muy angostas, restaurantes y puestos de comida callejera, y un atractivo principal: la posibilidad de cruzarse con una geisha. Puede pasar, claro, porque ahí es donde trabajan y se las ve bajando de un taxi o entrando a un establecimiento donde se cobran desde 500 dólares para que una de ellas te sirva la comida. Pero lo más seguro es que te cruces con cientos de turistas comprando abanicos y pinchos de pescado. Yuki nos llevó a Sinseicho, frente al último templo, el primer barrio de geishas de la ciudad y el más sofisticado. Empezó a lloviznar y no nos cruzamos con ninguna, pero estábamos completamente solos con los faroles de las puertas. Yuki pidió disculpas otra vez, le dijimos que no hacía falta, y volvimos a las bicis. Ya era de noche y con la nariz congelada entendí por qué la mitad de los japoneses usa barbijos en esta temporada del año. Contrario de lo que se piensa, la mayoría lo hace para no respirar aire congelado, no porque estén enfermos o no quieran contagiarse de otros.
A los 15 minutos llegamos al refugio: el restaurante familiar comandado por los padres de Yuki. Nos sacamos los zapatos y nos acomodamos en una mesa larga. Conmigo estaba una pareja de australianos de 50 años (mis padres adoptivos por los siguientes días) y una madre con su hija, Wendy, ambas chinas disfrutando de las vacaciones de año nuevo. Primero pedimos una bebida (todo estaba incluido en los 92 dólares de la experiencia), yo fui por un sake caliente para recuperar temperatura, algunos optaron por cerveza tirada que venía en un vaso de casi un litro. Lo primero en llegar a la mesa fue un ramen y después un platito con pequeñas especialidades japonesas. La maté a preguntas a Wendy sobre mitos chinos y confirmó todos. El más tremendo: durante la secundaria cursaba de 7:00 a 19:00 hs y se quedaba hasta la medianoche haciendo tarea. Los australianos, por su parte, confesaron que les gusta la carne de canguro aunque no la eligen todos los días. Yuki, en cambio, no tenía idea de la indignación mundial alrededor de la pesca de ballenas, hay cosas que suenan más afuera que adentro.
El punto más alto de la comida fue el okonomiyaki que preparó la mamá de Yuki en una plancha atrás nuestro. La especialidad de la zona, una tortilla de ñame (un tubérculo) con lonjas de cerdo empapada por una salsa agridulce que se parece a la barbacoa. Arriba, escamas de pescado y polvo de alga. Después llegó el plato principal que era a elección, yo fui por el sushi (puro nigiri con pescados frescos). Para terminar, frutillas con leche condensada. Por alguna razón, están en temporada en pleno invierno y las sirven en todos lados como snack. Nos quedamos charlando hasta tarde y Yuki se ofreció a llevarnos en auto a nuestros hoteles y departamentos. Nos despedimos a los abrazos 8 horas después del encuentro y me respondí sola: no tienen miedo a chocar porque siempre, aunque estén apretados en el colectivo o llegando tarde a trabajar, la prioridad es que el otro esté bien.
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