Kike Ferrari, el trabajador del subte que también es un escritor premiado
Su condición de trabajador de mantenimiento en la estación Uruguay de la Línea B de subtes lo convirtió en una rara avis de la literatura argentina. Sin embargo, antes de tener cierto recorrido mediático, Enrique "Kike" Ferrari hizo carrera con varios libros editados acá y afuera, reconocimientos y premios por sus novelas de género negro: policiales arribeños, cargados de significación proletaria que captaron la atención de Casa de las Américas –le dieron una primera mención en 2009 por la novela Lo que no fue– y del jurado de la Semana Negra de Gijón, donde obtuvo el premio Silveiro Cañada por Que de lejos parecen moscas, publicada primero en Italia y recientemente en el país con el sello Alfaguara, y en la que desarma la psiquis del poder, el dinero, los excesos y la impunidad a través de un personaje entrañablemente oscuro, el señor Machi: un millonario misógino obsesionado con encontrarle un sentido a la vida a través del éxito y que, en un giro inesperado, se encuentra con un cadáver en el baúl de su BMW.
La cuestión del éxito, los estereotipos y las proyecciones son algo que a este escritor lo atraviesan por completo. "Es una mirada un poco rara en la que preexiste la idea de que los trabajadores no tenemos nada que ver con la cultura", retoma Kike, intentando explicar la sorpresa que genera el hecho de que, además de escribir, trabaje como maestranza. "Y creo que lo más fuerte es esa suerte de anomalía, esa cosa medio meritocrática del que lo logró pese a estar baldeando un baño mugriento del subte", agrega.
Sin embargo, su realidad no excede a la de muchos escritores que deben doblegarse haciendo otros trabajos para poder seguir escribiendo. "Todos viven de otra cosa, dan talleres, cursos, son docentes. Algunos quedaron más cerca y otros más lejos de la literatura en sus actividades extra. Yo quedé lejos", reflexiona.
–¿Y por qué pensás que llama tanto la atención tu contraste?
–Lo que disparó todo esto fue una anécdota que le conté a mi editor. Un día me mandan un e-mail de la Universidad de Georgia haciéndome unas preguntas y cinco horas después estaba limpiando mierda de cirujas. Ese contraste llamó la atención. Pero honestamente, no hay ningún contraste. No existe. Yo trabajo en dos cosas distintas, una me interesa más que la otra.
–¿Cuánto le suma a tu literatura el lugar en el que trabajás?
–Me suma tanto como la música que escucho, el fútbol, lo que sea. El laburo de la escritura es total. El insumo es todo lo que hacés en el resto de tu vida. Probablemente, lo que más me sume es la forma en que vemos el mundo aquellos que tenemos que ponerle el lomo para parar la cacerola. Algo que no le pasó, por ejemplo, a Bioy Casares.
En la vida de Kike Ferrari, como en la de todo escritor que se precie de tal, hay un mito fundante de su unión con el universo de las letras. Kike nació en 1972 en el seno de una familia fragmentada. Sus padres se separaron cuando él tenía 2 años. Cuando cumplió los 10, su papá murió de cáncer, pero para entonces él vivía con su mamá y con Ricardo, a quien considera como su segundo padre. "Él fue quien me regaló mi primer libro importante: Sandokán, de Emilio Salgari", recuerda.
Ricardo había advertido que el pequeño Kike se interesaba por la lectura más que por otras cosas. Cuando se prendía la tele, se quedaba leyendo cuentos y revistas deportivas. Con Sandokán, Kike se fascinó con la biografía de Salgari que estaba en la contratapa del libro y pintaba el universo tormentoso que había atravesado el autor, con una esposa loca y tapado de deudas. "Pensaba: qué loco que alguien pudiera escribir esas historias en esas condiciones. Cuando terminé de leerlo, no quería ser un pirata, sino sentarme y escribir historias sobre piratas".
Lo primero que Kike intentó escribir fue una tira de detectives, que estaba protagonizada por un personaje llamado Erick Rossen. Estaba en cuarto grado de la primaria. Luego, ya en la adolescencia, se fascinó con la poesía. "Lo cual está muy bien, pero a la poesía hay que tratar de no escribirla sino leerla, porque por lo general uno es un poeta pésimo".
Con el descubrimiento de Ernest Hemingway, los beatniks ("la banda de Kerouac", dice) y Henry Miller, empezó a intentar una literatura de la simplicidad, más ligada a la experiencia. "Pero yo tenía 14 o 15 años, es decir, no sabía nada. Eso fue bastante frustrante", cuenta.
–¿Dividís los mundos de la experiencia y la imaginación con claridad?
–Se necesita cierto backup emocional. Después podés tener la herramienta técnica, cómo relatar la emoción, pero sin saber de qué se trata. Es difícil describir una pelea si nunca te pegaron un tortazo. Tenés que tener la experiencia del dolor para poder contarlo. Hay cierta cuota de verdad sobre la importancia de la experiencia vital, pero no está despegada de la experiencia literaria. Son parte de lo mismo. Y además creía entonces que Hemingway escribía fácil porque era de fácil lectura. Pensaba que yo lo podía hacer, pero que lo que me faltaba era la experiencia. Entonces apuré la experiencia y me pasó como con el asado: si lo arrebatás, se quema por fuera y queda crudo por dentro. Así escribía.
–¿Qué tipos de experiencias adelantabas?
–Quemaba etapas, lo que naturalmente tenía que suceder lo adelantaba.
–¿Ibas ya con conciencia literaria?
–Sí, en ese momento sí. Iba registrando todo para poder contarlo. Y después me despegué con la llegada de Onetti, básicamente. Decidí que no iba a escribir. Me pasó lo contrario que con Hemingway. Dije: "Esto es escribir, lo demás son paparruchadas". Más vale me dedico a otra cosa.
De Onetti lo deslumbró la capacidad de convertir a la realidad en algo difuso, el rompimiento de la frontera entre lo verosímil y lo fantástico. "Sobre todo, el uso del lenguaje, la adjetivación, los claroscuros, el decir y no decir y escribir como si el narrador no entendiera lo que está contando. Eso me parecía imposible de hacer, de hecho hoy lo considero muy difícil", explica.
Kike tenía 18 años y concurría a un secundario nocturno. Había decidido que la educación formal no era importante y se dedicaba al trabajo y a la acumulación de experiencias. Tocaba el bajo en una banda de metal y escribía las letras. "Yo soñaba con que un día alguien las escuchara o las leyera. Soñaba con que sacaran una nota en la que dijeran que yo era el poeta del metal", cuenta.
En realidad, estaba muy subsumido por el malditismo. "Yo era tan genial que algún día después de muerto alguien me iba a descubrir. Una cosa muy tonta, ¿no?". En el año 97, la banda que tenía explotó y la chica con la que vivía lo echó de la casa. Trabajaba de fletero y se le rompió la camioneta. También falleció su abuelo. Todo en 15 días.
En una noche aciaga, cuando parecía que ya no tenía muchos rumbos para optar, se sentó a escribir. "Tenía las monedas para tomarme un bondi y medio. Había marcado en Clarín tres o cuatro laburos para ir a ver el día siguiente. Me alcanzaba para ir a uno solo y volver caminando. En un contexto de desocupación gigante, tenía que elegir al azar cuál de esos trabajos me iban a dar", recuerda.
Pero no fue a ninguna entrevista. Se fue hasta el quiosco, se compró una cerveza y escribió una historia sobre un tipo que "se bajaba de un bondi, caminaba unas cuadras y entraba a un bar". Era la historia de un ladrón que robaba una inmobiliaria que estaba enfrente. "El tipo pide una birra y tiene ganas de tomarse otra para juntar coraje para el robo. Cuenta las monedas y se da cuenta de que si algo le sale mal, no se puede volver a la casa. Entonces dice: 'No importa, si todo sale bien me vuelvo en taxi y si todo sale mal me iré en ambulancia o en un patrullero'".
Kike se dio cuenta hace muy poco de que en realidad estaba hablando de él mismo y su angustiante situación en aquel relato. "Me tomó 20 años darme cuenta de ese reflejo", dice. Desde entonces, nunca paró de escribir. "Me puse menos pretencioso: no voy a ser Onetti, no voy a poder escribir Los adioses. Pero la ventaja que tengo es que casi nadie va a poder hacerlo. Entonces no es tan grave. Y para estos munditos chiquitos, me da la nafta".
–¿Ahí te hiciste cargo de tu condición de escritor?
–De persona que escribe, decía en ese momento.
–¿Cuándo te asumiste entonces?
–Mucho más acá en el tiempo. Con tres o cuatro libros publicados, recién. Fue un proceso. Durante mucho tiempo me sentía como un invitado a la fiesta. Y es una discusión que yo pensé que estaba terminada, aquella de que cualquiera que escribe es un escritor. ¿Qué es lo que te califica como escritor?
–¿Y qué es?
–No estoy seguro. Pero sí sé que tiene que ver con dos universos. El trabajo literario, crearte una poética. Tiene que ser algo que puedas planificar, ejecutar y reflexionar. Y el otro universo es el lector. No el mercado. La literatura pensada como un onanismo liberal, el "yo escribo como escribo, es lo que siento y no me importa lo que el resto opine", es una cosa masturbatoria. Para mí la literatura es un diálogo diferido: realmente sucede cuando alguien más te lee. El Aleph no es una obra de arte solo porque Borges la escribió, sino porque los demás la leímos.
–¿Cuándo sentiste que tu literatura era también un diálogo diferido?
–Cuando empecé a tener algunos lectores desconocidos. Hay un momento medio bisagra para mí. Mi novela Que de lejos parecen moscas tiene un final abierto. Había viajado a Gijón ya, donde durante una semana me había sentido un intruso. Cuando volví, me encontré con gente dándome opiniones sobre cómo cerrarían ese final abierto. Me enfrentó a lectores reales, que habían hecho el ejercicio que para mí es el más hermoso de la literatura: terminar la obra, discutirla.
–¿Y los premios?
–Un espaldarazo. En 2009 me llevo una primera mención en el Casa de las Américas y además me ofrecieron publicar, cosa que no es usual. La última vez había sido en el año 67… a Ricardo Piglia. No es mi tía Marta, ¿no? En la lista de las menciones están todos: García Márquez, Conti, Piglia.
–¿Qué sentiste ahí?
–Fue muy loco. Estaba convencido de que nunca más iba a poder escribir una novela tan buena como esa. Todavía me gusta mucho, un poco pretenciosa, quizá. Solo había sido editada en Cuba y en España, donde está agotada. Eso es muy zarpado… ¿Quién carajo tiene esos libros?
Kike vuelve otra vez sobre la cuestión de los modelos de escritores, algo que él no disocia del hecho de haber llamado la atención de los medios no solo por sus textos, sino también por trabajar en el área de mantenimiento del subte. Él también fue víctima de ese prototipo imaginario que quizá le haya dilatado el reconocimiento (propio) como escritor.
"Para mí, un escritor era un tipo siempre de corbata. Abelardo Castillo era El Escritor, tenía un ajedrez de marfil, libros madera, no tenía hijos, por supuesto. Fumaba en pipa y hablaba pausado. Y no importa de lo que le hablaras, él te iba a contestar algo de Dumas", bromea.
–Bueno, vos y otros escritores de tu generación rompieron ese prototipo.
–Se fue corriendo el eje, sí. Cuando hayan pasado 30 años y Leo Oyola siga publicando va a ser muy difícil pensar en Borges como prototipo. Los escritores vamos a ser esos tipos con remeras sin mangas, tatuados, hablando a los gritos. Es otra cosa.
–¿No tendrá que ver con la posibilidad que había antes de vivir de las publicaciones y que ahora eso se volvió más difícil?
–No sé. Hay una tradición en la Argentina de escritores que eran laburantes. Conti, Constantini, el mismo Arlt. Lo que pasa es que no es tan hegemónica esa mirada.
El año último Kike tuvo novedades internacionales. En Italia editaron su novela Que de lejos parecen moscas y en México, Lo que no fue. Al tiempo que ya culminó su próxima novela (titulada Todos nosotros), que saldrá "a fin de año o a principios del que viene", sigue enfrascado en una cotidianidad que lleva el ritmo del subte, donde trabaja por la tarde, su mujer y sus tres pequeños hijos. "La realidad me anuló el método que tenía para escribir, estuve peleando contra esa imposibilidad, pero ya no tengo que hacerlo", señala.
Kike cita a Bruce Lee. "Él decía: 'Sé agua, mi amigo'. Si ponés agua en una copa, el agua se transforma en copa. Entonces, si las condiciones son estas, tengo que adaptarme. Y como dejé de pelear, estoy pudiendo escribir".