Kenneth Kemble, el gran provocador
Sentado con su gin tonic en la casa de Martínez donde había nacido, escribía y leía de una forma tan voraz como pintaba y vivía. Del mismo modo insaciable escuchaba jazz, bossa nova, ritmos africanos. Recibía alumnos en su taller y con gran sentido del humor "se zambullía en polémicas sobre lo que él consideraba injusticias en el mundo del arte, artistas no tenidos en cuenta, premios corrompidos, mala praxis de galeristas y directores de museos".
Así recuerda a Kenneth Kemble su hija Julieta en un libro dedicado al trabajo del artista como crítico de arte del Buenos Aires Herald (Entre el pincel y la Underwood, 2012). En estos días prepara un documental sobre la vida de su padre, fallecido hace veinte años y presente con su legado en la megamuestra que acaba de inaugurar el Moderno.
Jorge López Anaya lo evoca de manera similar en otro libro (La gran ruptura, 2000): "Kemble creía que la misión del artista consistía en asombrar e irritar al espectador. No quería obtener una tibia aprobación. Tampoco perdía ocasión alguna de acometer, con sus irónicos escritos, contra los críticos de arte".
Esa actitud frontal no le jugó a favor. Se burlaron de él y de los colegas con los que montó la histórica muestra Arte destructivo, en 1961. Muñecas rotas, paraguas destrozados y ataúdes con agujeros marcaban un siniestro recorrido, ambientado con voces que leían textos sin sentido y extraños sonidos musicales. Este ensayo experimental sobre el placer de la destrucción, sin embargo, marcaría un precedente de los happenings y de las instalaciones contemporáneas, y derribaría para siempre los límites entre pintura y escultura que aún se sostenían en la escena local.
Una reacción parecida había tenido tres años antes el jurado del IV Salón de la Asociación Arte Nuevo, cuando Kemble presentó por primera vez una obra informalista realizada con trapos. Materiales vulgares que, según López Anaya, "parecían señalar que en la sociedad contemporánea todo, incluso el arte, antes proyectado para la eternidad, se consumía en su propia precariedad".
Vestido con piloto, moño y antiparras, el gran provocador recorría entonces Buenos Aires en una Harley Davidson. "La pintura existe. Yo estoy vivo", respondió con afiches firmados, que distribuyó en el Bar Moderno, a la sentencia de muerte de la pintura de caballete que había dictaminado Jorge Romero Brest. El director del Instituto Torcuato Di Tella venía de gestionar el Museo Nacional de Bellas Artes, institución que aún le debe a Kemble una merecida retrospectiva.
Sí tuvo una antológica en el Malba, en 2013, quince años después de su muerte. Y otro homenaje en la 25a edición de arteBA, cuando se reconstruyó el mural que había expuesto en La Rural en 1960. La idea era que se instalara en diferentes puntos de Buenos Aires antes de ser emplazado en el Distrito de las Artes, pero aún espera su destino en un depósito. Mientras tanto, en los últimos días se anunciaron los ganadores del flamante premio de artes visuales que lleva su nombre, impulsado por la Municipalidad de San Isidro.
¿Cómo hubiera Kemble reaccionado a todo esto? "Lloraba por todo", recuerda Julieta, que nació de su cuarto y último matrimonio con Berta Haendel. Lloró también un día de 1970 en la calle, mientras caminaba con Luis Felipe Noé, cuando se enteró de la muerte de la pintora Silvia Torras, a quien consideraba el amor de su vida.
Una vida que había tenido capítulos en París, donde trabajó tres años con André Lhote; en Los Ángeles, donde nació su primera hija, Katherine, y en Boston, donde se casó con Julie Capp y padeció el estilo de vida americano. Este hombre divertido y apasionado, que alguna vez llegó a hacer streaptease frente a sus amigos, se rebeló también ante la obligación de tener que citar a sus colegas estadounidenses "con diez días de anticipación, porque siempre estaban muy ocupados".
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