Julio Montaner: "Decidí ser un agente del cambio"
Argentino radicado en Canadá, es una eminencia en las investigaciones sobre el VIH/sida, y sus iniciativas han sido implementadas por la OMS y muchos países. Varios fueron los obstáculos: "Mi vida está llena de conflictos", admite el hombre que sacudió al establishment de la salud
"Cuando vos me planteás un problema, lo quieras o no, también me marcás ciertos ciertos límites de adónde podés llegar con tus ideas. Mi habilidad es patear la pelota a la otra cancha”, dice el multipremiado médico argentino Julio Montaner, hombre de pelo corto y entrecano, anteojos de marco rectangular muy fino, energía desbordante, ego bien firme, y quien parece estar dispuesto a morir con las botas puestas. El problema que le había sido planteado por aquellos días del año 2000 era, en su meta más humilde, controlar la pandemia mundial del sida. Aun habiendo descubierto y logrado instalar cuatro años antes, junto a otros colegas, el cóctel de tres drogas antirretrovirales como la política internacional más efectiva para que la gente dejara de morirse, la enfermedad seguía esparciéndose sin pausa; las campañas de prevención no lograban frenarla. Y él se frotaba la cabeza como queriendo sacarle brillo a su sien, mientras leía y releía los resultados de sus investigaciones y acciones implementadas en la provincia canadiense de British Columbia, de cuatro millones y medio de habitantes, en donde vive hace 35 años y trabaja al frente del centro nacional más importante de VIH/sida.
Una noche llegó la patada sorpresiva a la pelota como si fuera una iluminación, un rapto de inspiración, un milagro. Montaner se fue a dormir con la idea dando vueltas (“Puede ser que el tratamiento esté previniendo la transmisión…, esto no lo esperaba”) y en mitad de la noche se despertó de golpe y se dijo: “Si el tratamiento puede disminuir la trasmisión, si logramos cobertura de todos los infectados, en un área determinada podemos terminar la epidemia”. Los estudios indicaban que el tratamiento con las tres drogas no sólo frenaba la progresión del SIDA y la muerte precoz, sino que también disminuía radicalmente las chances de transmisión. Y que, entonces, la mejor estrategia para terminar con la enfermedad debía ser el testeo y el tratamiento temprano y masivo a todas las personas que vivían con el virus. Cuando presentó la idea de Tratamiento como prevención y las evidencias de que funcionaba en la Conferencia Internacional de Sida en Toronto, en julio de 2006, sacudió al establishment más conservador de la salud. Su propuesta llevaba, a fin de cuentas, a dejar de poner el énfasis y el dinero de la prevención en decirle a la gente que dejara de drogarse, que se abstuviera de tener relaciones –en especial, de tenerlas con personas de su mismo sexo–, o de prostituirse –en definitiva, en cambiar conductas individuales– y redirigir parte de los 8 mil millones de dólares anuales que se invierten en la lucha contra la enfermedad en comprar antirretrovirales y en asegurarse que todas las personas, sean quienes fueren, se hicieran el test y, en caso de dar positivo, recibiesen el tratamiento desde el principio, independientemente del estado de su sistema inmunológico.
Unos años después, basado sobre este concepto, Montaner propuso el modelo matemático 90-90-90 que hoy toman Onusida, la Organización Mundial de la Salud y países como EE. UU., Francia, España, Brasil o Argentina como base de sus políticas. Logró incluso –dice– el apoyo del papa Francisco (“Conocerlo fue la satisfacción más profunda que he tenido”, sostiene). La meta es que en 2020 el 90% de las personas con VIH conozca su estatus, el 90% de ellos esté en tratamiento y el 90% de los que estén en tratamiento tengan una carga viral indetectable, algo que, aunque suena a utopía, marca una dirección, y que llevaría en 2030 al control de la pandemia.
La experiencia de Montaner en British Columbia es convincente: desde que aplican el Tratamiento como prevención lograron un descenso de la morbimortalidad de más del 90%, del 90% en la mortalidad y del 60% en las nuevas infecciones.
Para el doctor Pedro Cahn, otra eminencia en el tema, presidente de la Fundación Huésped y, como Montaner, ex presidente de la Sociedad Internacional de Sida, “si los médicos asistenciales calificáramos para un premio Nobel, Julio sería un gran candidato a recibirlo”.
Ajeno a las elucubraciones de su amigo Pedro, Montaner se sienta algo acurrucado en una silla del segundo piso de un salón de Palermo, donde Fundación Huésped llevó a cabo su XIII Simposio Internacional SIDA y hepatitis 2016, que lo tuvo como invitado estrella. Viste pantalón, camisa y saco y lleva puesta en la solapa izquierda tres insignias con las que siempre sale: un lazo rojo, un escudo que es la orden de British Columbia y una flor apretada que representa a la orden de Canadá. Las últimas dos, la distinción más grande que da su provincia y su patria adoptadas. Y mientras intenta calmar el talón de su pierna derecha, que rebota insistente contra el piso, reflexiona: “Mi vida está llena de conflictos, a nivel profesional, académico, por toda esta manía que tengo de no ser conformista con el sistema”.
Por nombrar una de sus batallas más populares, en 2003 Montaner fue suspendido de la Dirección del Centro de Excelencia en VIH/sida de British Columbia tras ser acusado de obrar incorrectamente por una empresa farmacéutica multinacional a la que prefiere no nombrar, y a la que había dejado fuera de la lista de proveedores estatales. Después de una investigación de tres meses con detectives privados y micrófonos ocultos, pudo demostrar en la Justicia que la empresa había presionado a los empleados para que firmaran una declaración jurada falsa sobre una reunión en la que él había participado; que era inocente.
¿Cuál fue la pelea más difícil que recuerde en su carrera?
En los años 90 en British Columbia hubo una epidemia de VIH muy severa entre los adictos intravenosos. Logramos controlarla gracias a que les dimos tratamientos, apoyo, pero también implementamos políticas de reducción de daños. Es decir, no sólo les facilitábamos jeringas, sino que en 2003 creamos un sitio enorme, el SIF (Supervised Injection Facility), en el medio del epicentro de la drogadicción en Vancouver, donde mil adictos por día traen sus drogas ilegales y en forma médica nosotros los supervisamos para que no corran más riesgos. Han habido unos 400 casos de sobredosis y ningún muerto, mientras que si se drogan en la calle el índice es tremendamente más alto. Incluso la policía, cuando los encuentra en la calle, los trae a este lugar. Lo hicimos con el apoyo del gobierno de la ciudad, de la provincia y de la nación, que en ese momento era liberal. Tres años después subió el primer ministro Stephen Harper, un conservador desde el punto de vista económico, pero también en lo social, y fui declarado persona no grata. “La concepción de este gobierno –me dijo un asesor del entonces ministro de Salud– es que vos y tus programas están promoviendo la homosexualidad, el comercio de drogas, la promiscuidad y la prostitución”. Traté de explicarle que soy padre de cuatro hijos, que tengo una vida normal como todos, que lo único que estábamos haciendo era tratar de solucionar la epidemia y que no lo íbamos a lograr criminalizando a la gente que necesitaba nuestra ayuda. Nuestros estudios mostraban que el SIF estaba dando resultado y que la estrategia de British Columbia frente a la epidemia era exitosa. En 2008 una ONG llamada Pivot hizo un pedido de información pública de algunos documentos secretos y denunció que el gobierno nacional junto a dos fuerzas de seguridad, la Royal Canadian Mounted Police y la Vancouver Police Department, habían estado involucrados en actividades de sabotaje contra el SIF, que incluía el ataque a nuestra credibilidad científica y los resultados de nuestras investigaciones. Fue un escándalo nacional. Cité en mi casa a los responsables de la policía y logré que se comprometieran a dar conmigo una conferencia de prensa aceptando su responsabilidad, pidiendo disculpas y reconociendo la legitimidad del SIF. Dos días antes, desde Ottawa, les prohibieron asistir. El SIF fue a la Corte provincial, que falló en nuestro favor. El gobierno federal no se conformó y apeló a la Corte Suprema. El 30 de septiembre de 2011 los nueve jueces, de manera unánime, votaron en contra del primer ministro Stephen Harper.
Montaner no oculta su entusiasmo con el actual primer ministro, el liberal Justin Trudeau, quien, dice, ya hizo un llamado mundial a tomar a Canadá como un ejemplo a seguir en su política contra el VIH/Sida.
¿Cómo lo afectaron todas estas batallas? ¿Cuál es su cable a tierra?
Por un lado, tengo el apoyo de mi familia. Por otro, trato de mantenerme activo, de ir al gimnasio todos los días, donde hago ejercicios aeróbicos. Intento mantener siempre un balance en mi vida.
Su familia incluye a Dorothée, una ex técnica en radiología y actual ama de casa, a quien conoció un día en que se apareció en su sala de rayos del Hospital St. Paul's dispuesto a experimentar con rodajas de pulmón congelado de perro, en la época en la que investigaba sobre cuestiones respiratorias. Ella fue la razón por la que se radicó definitivamente en Canadá y por quien declinó sus planes de volver a la Argentina. Se casaron en 1984 y entre 1986 y 1990 nacieron sus cuatro hijos: Michaela, Camila, Fernando y Gabriela. Ninguno decidió seguir la carrera de Medicina. Un modelo lejano al que transpiró en su infancia. Julio Montaner es el mayor de siete hermanos, seis hombres y una mujer, tres médicos, tres arquitectos y un ingeniero agrónomo.
Nació el 13 de abril de 1956 y vivió su infancia y adolescencia en una casona elegante de Caballito. La misma en la que todavía vive su madre y en la que se instala una o dos semanas al año cuando visita nuestro país. El mismo crujido de las escaleras de madera, el mismo olor a jazmines, el agua que todavía se niega a salir de algunas canillas. Era una familia “muy tana, muy unida”. Su mamá era profesora de Botánica. Su papá, Luis Julio González Montaner, fue un prestigioso médico, titular de la cátedra de tisioneumonología de la UBA, presidente honorario de la Asociación Médica Argentina, decano de la carrera en la Universidad de El Salvador. Sus abuelos habían sido comerciantes. Era una familia con un buen pasar económico basado en el esfuerzo, en el estudio, en el rendimiento intelectual.
¿Qué recuerda de su papá?
Cuando era chico me encantaba ir con él a ver pacientes a domicilio. Lo llamaban por teléfono y nos íbamos, por ejemplo, el fin de semana a San Justo, una hora de ida, una hora de vuelta, camino de tierra, a ver a algún paciente en el medio de una villa. Yo le pedía acompañarlo. De más grande me invitaba al hospital Muñiz. Papá siempre fue muy exigente. Y al principio tenía dudas de si yo iba a poder con la carrera de Medicina.
No era ejemplar en términos académicos…
En primer año zafé; de ocho materias me llevé seis a diciembre, dos a marzo y una previa. Así empecé en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Después fui mejorando, pero en realidad el problema que siempre tuve es que lo que no me interesa, no me interesa. Y lamentablemente siempre he sido una persona demasiado… vos me podés decir cerrada, yo digo enfocada. Pero depende de cómo lo mires. Entonces, cuando empecé con Medicina en la Universidad de Buenos Aires, mi papá, que me tenía mucho afecto, me dijo: “Yo no sé si a vos te conviene la Medicina, porque no vas a poder salir adelante si no te ponés las pilas”. Tendría 17 años y para mí eso fue una afrenta. Pensé: “No tan rápido, eh. Yo quiero estudiar Medicina. Siempre quise estudiar Medicina”.
¿Cómo se dio cuenta?
No sé. Es una influencia de mi padre, obviamente. No te puedo decir cómo ni cuándo pasó, pero si me preguntabas cuándo empecé a organizar mi mente para poder comunicarme, probablemente te hubiera dicho que quería ser médico. En la escuela secundaria iba como médico al campamento de la parroquia. Jugaba al rugby, mi otra gran pasión, en el Central Buenos Aires, y cuando alguien del equipo se lastimaba, yo lo atendía. De chico medicaba a mis hermanos con total seguridad, aunque no tuviera ni la menor idea.
El día en que rindió el examen final de Anatomía, volvió feliz a su casa a contarle a su papá que se había sacado un nueve. Montaner padre estaba haciéndose el nudo de la corbata frente al espejo y casi sin mirarlo le preguntó: “¿Por qué no te pusieron un diez?”. Se recibió en 1979, con honores.
¿Por qué decidió irse del país?
Empecé mi residencia en el Hospital Argerich y me di cuenta de todos los problemas. Me propuse cambiar la forma en la que funcionaba la salud pública en la Argentina. Siempre fui líder, soy el hermano mayor, fui capitán del equipo de rugby, estaba en la comisión directiva del club… Siempre estaba queriendo cambiar algo. Nunca fui muy conformista y no me resigno fácilmente. Una noche que volvía del Argerich, encaré al secretario de Salud Pública, que estaba en casa cenando con papá y que había estado ese día en el hospital, y le dije que tenía que tomar menos café con el director y trabajar para que las cosas cambiaran. Ese tipo de actitud no era compatible con ser el hijo de papá. Decidí muy temprano que para lograr metas tan ambiciosas, para poder ser un agente de cambio, necesitaba validar mis credenciales fuera del ámbito de influencia de mi padre.
Unos meses más tarde, en un Congreso en Montevideo, se le iluminó la cara al escuchar al profesor canadiense Jim Hogg, quien, aunque él no lo sabía, era uno de los número uno en investigación en medicina respiratoria. En su rústico inglés, lo abordó después de la charla con algunas sugerencias y Hogg lo invitó a postularse para hacer investigación en su laboratorio de Vancouver.
¿Cómo llegó a dedicarse al VIH/sida?
Después de hacer investigación, había empezado a hacerme cargo de pacientes con neumonía por neumocistis carini, enfermedad marcadora de sida. No porque yo quisiera, sino porque nadie quería. Yo era el último eslabón de la cadena. Basado en la experiencia de mi investigación anterior, empecé a hipotetizar un tratamiento. Propuse una combinación entre corticosteroides y antibióticos que le cambió la mortalidad a esa neumonía, que incluso los norteamericanos tuvieron que adoptar basados en nuestro trabajo. Sin haber terminado mi entrenamiento, me hice famoso. Y mi jefe estaba muy contento. Me ofreció estudiar una droga entonces experimental, el AZT (la primera que se usó para tratar el VIH). En 1986, tres médicas del equipo de sida deciden cambiar de rumbo por el estrés. Eran épocas en las que se moría un paciente por día. Me ofrecieron dirigirlo y acepté por un año, a cambio de un cargo en el departamento de Medicina Respiratoria. Nunca me lo dieron y nunca lo pedí.
¿Hay alguna historia con algún paciente que recuerde especialmente?
En 2005, durante el gobierno liberal previo a Harpers, tenía un grupo de cinco pacientes con VIH con el virus multirresistente. Entonces negocié con una compañía amiga para que me diera acceso a dos drogas experimentales para darles en conjunto. El gobierno me negó el permiso. Los conservadores estaban por ganar la elección y éste era un tema del que nadie quería hablar. Me volví loco, porque justo se murió uno de los cinco. Apelé y el gobierno volvió a negarse argumentando problemas de seguridad, de viabilidad y toxicidad. ¡Pero esa gente se estaba muriendo! Me dije: tengo que hacer algo desesperado. Uno de los cuatro pacientes era un pintor reconocido, Tiko Kerr. Lo llamé y le dije: “Tiko, vos sos el único que nos puede salvar. Sos un famoso pintor canadiense. Cada CEO, cada presidente de compañías que tiene un Tiko Kerr en su oficina va a estar muy enojado cuando se entere de que tu gobierno te quiere matar. Hablá con tu agente, llamalos a todos, uno por uno, y explicales la situación”. Al día siguiente estábamos en la tapa de todos los diarios. Tardaron unos meses, en los que casi se muere otro de los pacientes, pero el gobierno me tuvo que dar acceso a las drogas. Hoy Tiko y los otros tres siguen vivos y tomando el mismo medicamento.
En 2001 el Colegio Nacional de Buenos Aires le dio el Premio al Mérito. Sobre el escenario, Montaner se largó a llorar como un bebe. Nunca se había quebrado así. Desde ese día dejó de tener una pesadilla recurrente: que lo llamaban del colegio para sacarle el diploma porque se había copiado, había hecho trampa o por alguna otra razón y que, entonces, toda su vida se derrumbaba. “La pesadilla es espectacular. La había tenido toda la vida. Y para mí, que el colegio me diera ese premio era como que me dijera: El pasado es pasado, pero vos estás fenómeno”.
1956
El 13 de abril nace en Buenos Aires
1973
Egresa del Colegio Nacional de Buenos Aires
1979
Se egresa de la Carrera de Medicina de la UBA
1981
Viaja a Vancouver, Canadá, a trabajar en un laboratorio en investigación de medicina respiratoria
1984
Se casa con Dorothée
1985
Descubre un tratamiento que cambia la mortalidad de la neumonía por neumocistis carini, una complicación frecuente en las personas que viven con VIH
1986 a 1990
Nacen sus cuatro hijos: Michaela, Camila, Fernando y Gabriela
2011
Gana la pelea en la Corte Suprema de Canadá contra el gobierno conservador de Stephen Harper, acusado de sabotear las políticas de reducción del daño, para frenar la epidemia del sida en British Columbia
El futuro
Mediante la iniciativa 90-90-90 espera que para 2020 el 90% de las personas con VIH conozca su estatus, que el 90% de ellos esté en tratamiento y que el 90% de los que estén en tratamiento tengan una carga viral indetectable
Producción: Mechi Machado Asistente de fotografía: Ezequiel Yrurtia.
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