El aire está teñido de un azul opaco y huele a pólvora y a cosas quemadas cuando el auto sube a la pista y se ubica en la grilla de largada. Las bengalas y las bombas de estruendo provienen de la hinchada de Ford que, concentrada en un sector de la tribuna, alienta a los autos de la marca que disputarán la carrera que está por empezar: los Mil Kilómetros de Buenos Aires. Es una fecha especial de Turismo Carretera, que se corre en equipos de tres pilotos por auto –el titular y dos invitados– porque, más que larga, es de duración eterna: 178 vueltas a la pista o seis horas, lo que ocurra primero. El auto número 33, un Chevrolet Chevy pintado de fucsia, rojo y blanco entra despacio, empujado por los mecánicos del equipo Alifraco Sport. Disimula, en ese andar a vuelta de rueda, la potencia de su motor rabioso.
Ya ubicado en la pista, rodeado de las máquinas rivales, hay que esperar a que transcurran los actos de apertura del evento. Entonces, quien conduce el auto abre la puerta, se baja y, al sacarse el casco, descubre su melena rubia, los ojos verdes que reposan sobre las curvas suaves de su cara. Es Julia Ballario, la única pilota de los 135 que hoy participan en esta carrera y la primera en correr en Turismo Carretera en 22 años. Es decir, cuando ella era todavía una niña de 4 años, que en la ciudad cordobesa de Marcos Juárez destripaba huevos de chocolate Kinder para agrandar su colección de autitos de juguete, la categoría más popular del automovilismo argentino estaba ya desierta de mujeres. Hasta hoy.
En algún lado alguien canta el himno, pero hasta este lugar de la grilla –la posición 40– solo llega el chillido vago de una soprano. Julia deja el casco arriba del techo del auto y se abraza con su papá, con su mamá, con su hermana, con su novio: todos han ido a acompañarla hasta la línea de largada, como lo han hecho tantas veces. Y, cuando se aburre de esperar, se mira las uñas y dice.
–Chicos, se me saltó el esmalte. No puedo largar.
Disfruta de ese segundo de pánico que le regalan los hombres a su alrededor antes de que entiendan que es un chiste y suelten una risa nerviosa.
Y cuando las formalidades cesan y llega el momento de meterse en el auto, uno de los mecánicos le ata los cinturones y le desea suerte con un sacudón de manos. Alguien grita: "¡Vamos, Julia, una por las minas!". Y entonces sí, todos los que sobran abandonan la pista y ella se queda tiesa dentro de su butaca, con las manos aferradas al volante, la mirada recta sobre el pavimento y el motor rugiendo como un animal que acaba de despertar.
Quiero correr en karting
Este día no se explica sin aquella otra noche de 1999 en que Gustavo Ballario llevó a su hija a ver una carrera nocturna al kartódromo de Marcos Juárez, el pueblo de 27.000 habitantes en que los Ballario viven. En la oscuridad hirviente y pegajosa del verano cordobés, el zumbido de los kartings al girar por la pista despertó a la bestia, si es que podía caber alguna dentro de esa niña de 6 años con el pelo color maíz y la carita hecha con el molde más perfecto del interior gringo.
–Yo quiero correr en karting, papi –le dijo Julia, e insistió–: Pa, yo quiero correr en karting.
Y así esa noche y los días que siguieron.
–Quiero correr en karting, papi.
Hay fotos de ese primer karting que su padre le armó: una estructura de cuatro caños blancos con un pequeño tanque de nafta a la altura de su cabeza. Julia va sentada adentro con una campera rosa, un casco blanco, y las piernas del largo de un palo de amasar estiradas a los lados del volante.
Al tiempo que Susana "Tuti" Daprati, una maestra jardinera de maneras refinadas, sufría por el hobby de su hija, Gustavo Ballario, que en su juventud también había incursionado en el automovilismo, oficiaba con entusiasmo de entrenador. La consanguinidad le habilitó métodos feroces. Julia recuerda la vez que se paró en el medio de la pista para obligarla a doblar en el ángulo preciso. Lo odió cuando llegó a la curva y tuvo que elegir: o arrollaba a su papá o doblaba de una manera que le parecía imposible.
Pero así como fue un maestro implacable, su papá fue también quien más creyó en que eso que había nacido como un capricho podía convertirse en otra cosa. La acompañó mientras compitió en karting y, antes de que cumpliera 15, la edad reglamentaria, armó su propio equipo de fórmula (autos de una plaza al estilo Fórmula Uno) para que pudiera empezar a correr ahí. En 2011, a los 19 años, Julia debutó en los autos con techo y fue pasando, en el transcurso de cuatro años y mientras estudiaba Diseño Gráfico en Rosario, por campeonatos de distintas categorías nacionales: Clase 2 de Turismo Nacional, Turismo Carretera Pistas Mouras y Turismo Competición 2000.
"Vos andás lento porque sos mujer –le replicó el hombre–. Y nunca vas a poder ganar nada". El 4 de noviembre de ese año, en el autódromo de Salta, consiguió su primer podio: salió tercera.
Si bien no fue la primera vez que le dijeron algo así, Julia sitúa en aquella época la advertencia más explícita que recibió sobre su futuro. Fue un día de 2012 en el TC2000. Discutió con el jefe de su equipo de mecánicos, que estaba a cargo de varios autos, porque no le prestaba atención al suyo y no andaba bien: no andaba rápido. "Vos andás lento porque sos mujer –le replicó el hombre–. Y nunca vas a poder ganar nada". El 4 de noviembre de ese año, en el Autódromo de Salta, consiguió su primer podio: salió tercera entre todos los varones de la categoría.
–Por un lado está bueno porque al final todos se sorprenden, pero por otro me da bronca que siempre me subestimen –dice Julia Ballario, una semana después de su debut en el TC, sentada en una pizzería de Lanús, donde vive su novio. Tiene un suéter bordó de mangas anchas, la cara iluminada por una belleza limpia y una cadena de plata de la que cuelga el dije de un autito de carrera que le regaló su mamá el día que se recibió de diseñadora gráfica, profesión que nunca ejerció.
–Hasta el día de hoy me pasa. Ahora, en el equipo con el que corrí en el TC me decían: "Nooo, que no vas a poder manejar el auto, que es imposible". Me estaban preparando para que no me sorprendiera porque supuestamente me iba a cansar. Y no, no me cansé.
Julia parece no notar que en el ámbito donde circula este fin de semana del 18 y 19 de agosto, en los Mil Kilómetros de Buenos Aires, las mujeres son o bien promotoras de calzas tirantes, o bien las integrantes del sector perfumado de los boxes que ceban mate y se encargan de renovar la provisión de facturas. O sería más justo decir que, si bien lo nota, no le parece importante.
Por eso ahora, cuando entra a boxes para entregar el turno de manejo a otro piloto, hace lo que hace. Después de haber corrido 31 vueltas –60 minutos a 270 kilómetros por hora en una cabina a 70 °C– y en el medio de toda la gente que se ha ido acumulando en el box, Julia se saca el traje, la remera antiflama y, con el gesto inalterado, se queda en corpiño celeste mientras pone a secar en una baranda la ropa que sudó y deberá volver a usar en un rato. Lo que haría cualquier piloto se convierte en ella, con su corpiño de tiras cruzadas sobre la espalda lisa, en un acto que genera una leve incomodidad entre quienes la rodean. Su madre sufre un pequeño infarto.
–Ay, esta chica –dice para disimular– se cambia en cualquier lado.
Pero antes de este día de debut en el TC, Julia siguió probando en distintas categorías. Después de TC2000, Top Race V6, llegó a Estados Unidos: un equipo de argentinos la convocó para correr una temporada en Pro Mazda. Así fue que, con 22 años y sin hablar inglés, la cordobesa se mudó a Indianápolis. En su monoauto símil Fórmula Uno sintió, por primera y única vez, que iba demasiado rápido.
–Es un auto que tiene mucha fuerza G: te expulsa el cuerpo, sentís que todo el tiempo te vas. Acá tengo un video –saca su celular– de la mejor salvada de mi vida. ¿Ves?
En una curva que toma a 200 kilómetros por hora, el auto fucsia con su nombre se pone de costado y parece que todo lo que queda es esperar el impacto contra el muro lateral, que se precipita como atraído por el zoom de una cámara de televisión.
–¿Qué pensaste en ese momento?
–Se me cruzaron mil cosas por la cabeza, pero lo primero fue: "No puedo chocar este auto de mierda porque no corro más. Toda la plata que me va a salir arreglarlo. Mi viejo me mata".
Billetera mata carrera
Es que para Julia Ballario, como para muchos otros pilotos, la plata es la llave que abre y cierra la puerta de su futuro. Es el combustible que más le cuesta conseguir y el único que hace arrancar un auto de carrera. Es, en definitiva, el elemento que impide que esa sensación de poder que le dan sus músculos al volante pueda verse cabalmente trasladada al mundo objetivo.
"En Estados Unidos, el modelo de negocio mayoritario es así: existen empresarios que son dueños de autos de carrera y le pagan un sueldo al piloto para que se lo corra. La publicidad es del dueño del auto", explica Matías Sánchez, periodista deportivo de ESPN que se dedica a cubrir automovilismo desde hace 26 años. "Acá el modelo es a la inversa: el piloto es el que maneja la publicidad y es el que alquila un auto para correr. Su ganancia es cobrar más publicidad de lo que paga, pero yo diría que el 80% o el 90% de los pilotos terminan cada carrera en cero o poniendo plata de su bolsillo".
Los números son astronómicos. Para cada carrera en el TC, los pilotos deben recaudar US$30.000. En el TC2000, US$25.000; en el Top Race, US$10.000 la fecha más barata. Queda claro: es un deporte caro y no hay modo de iniciarse en el automovilismo sin el respaldo de una familia con cierta capacidad de inversión. En el caso de Julia, la ayuda económica vino siempre de su papá, que produce soja y maíz en los campos fértiles de la pampa cordobesa.
Por un tema de presupuesto, en 2015 volvió de Estados Unidos y comenzó a disputar el campeonato de la categoría Top Race Series. Ahí obtuvo su primera victoria: la primera de una mujer en una categoría nacional.
En la grilla de largada del Autódromo de Resistencia, Chaco, se ubicó gracias a la clasificación del día anterior en el primer lugar (pole position) y, sobre una pista mojada por la lluvia, mantuvo la punta durante las 23 vueltas que duró la carrera, haciendo gala de lo que ella define como su-forma-de-correr.
–Yo soy de las que, como se dice en automovilismo, abro las puertas. En los frenajes freno por el medio, trato de no ir dejándoles huecos a los otros, complicársela para que no me pasen. Si lo puedo aguantar me las rebusco de todas las formas habidas y por haber.
En la transmisión televisiva de esa primera carrera victoriosa, el 15 de mayo de 2016, el relator Marcelo Mercado, decía: "Gana Julia que sabe: va por el medio, dobla tranquilita, asegura la maniobra. Hasta aquí ha manejado de manera impecable".
Y, después, cuando faltaban apenas cuatro vueltas para que terminara y el relato empezaba a agitarse: "Aguanta Ballario. Viene Maxi con todo, la empuja a Ballario, se le mete con todo Maxi, que quiere una victoria. No quiere que gane una dama, ¿no?".
Y, sobre el final, ya flameando la bandera a cuadros: "Aquí está Julia Baa Baa Baallario... va la victoria. ¡Vino la nena, Perco! Va a ganar Ballarioooooooo, ¡ganó! ¡Ganóóóóóó! Julia Ballario entra en la historia de la Top Race. Se abrazan los integrantes del equipo... ¡Si la habrán mandado a lavar los platos a la nena! Esta vez les pasó ella el trapo. Cocinó una excelente victoria y ha ganado la Top Race Series".
Julia "cocinó" esa victoria y una segunda cinco meses después en Río Cuarto, donde arrancó en tercer lugar e hizo dos sobrepases que los relatores definieron como "una maniobra enorme". Pero, una vez más, hubo un momento en que se elevaron repentinamente los costos de las carreras que le quedaban por delante y se quedó sin presupuesto. Su papá, el mismo que a los 7 años la había sentado por primera vez en el karting, la sentó de nuevo, pero esta vez para decirle: "Listo, Julia, ya está. Yo no puedo más".
Después de esa conversación con su padre, en julio del año pasado, Julia anunció por las redes sociales su retiro y lanzó un emprendimiento laboral. En el departamento de Marcos Juárez donde vive sola montó una pequeña fábrica de sushi, emparentado, apenas por el nombre, con la vida que acababa de dejar: Sushi Road. Concentró la producción en los fines de semana, momento en que, además, le parecía importante distraerse: no pensar tanto en las carreras.
–Me parece que en un principio ella no tomó conciencia de lo que era retirarse definitivamente –dice la voz serena de Tuti, su madre–. Y después se dio cuenta de que era un huequito en su vida, porque cuando todo el tiempo tu vida pasó alrededor de esto y de golpe se termina... La veía muy pensativa, muy distante. Le costaba la vida diaria. Creo que puso todo de ella para volver y acá estamos otra vez.
Regreso con gloria
Y acá es: el Autódromo de Buenos Aires, los 1.000 kilómetros del TC donde los nervios de la final en curso no han logrado aún disipar la excitación que Julia Ballario carga del día anterior, cuando luego de los entrenamientos recibió un aluvión de fanáticos que se acercaron al box a pedirle fotos y autógrafos, que le dijeron "gracias por representar a las mujeres" y también "sos hermosa, casi me rajan de mi casa por venir a verte". A Julia se le voló el tiempo entre la gente y casi no notó cuando empezaron a irse los otros pilotos, los mecánicos, su familia. Apenas se dio cuenta de la tormenta que caía cuando cruzó la pista y se trepó a la tribuna donde la hinchada de Chevrolet, "la 15", hacía sonar bombos y redoblantes. Era levemente inconfesable, pero ese era el momento que más había esperado. Siempre lo veía desde afuera y fantaseaba con ser ella algún día la pilota que saltara entre esos hombres con la piel adornada por la insignia de la marca. Y ahí estaba, finalmente, sacudiendo el pelo mojado al ritmo de "Esta lluvia de mierda no quiere parar/ esta lluvia de mierda no quiere parar/ son los Falcon que no paran de llorar".
En Marcos Juárez, Julia Ballario es tan conocida como cualquier otro vecino. Suele andar caminando por la calle, porque no tiene auto propio, y es raro que alguien la frene para hacerle un comentario relacionado con las carreras. Las carcasas de los autos en los que ha corrido evidencian, además, que nunca tuvo publicidad del gobierno o de las grandes empresas agroindustriales de su pueblo, a pesar de que no hay oficina que no haya visitado para ofrecerse como patrocinada. Y a pesar también de que acepte gustosa cualquier aporte, incluso cuando en vez de dinero le ofrecen mercadería para vender puerta a puerta. Todavía le queda ubicar algunas de las bolsas de enchufes zapatilla que le donó un sponsor. Cualquier intento es válido para mantenerse en las pistas.
Algo se apaga en su voz cuando, sentada en la pizzería de Lanús, menciona que ningún medio de Marcos Juárez la llamó por su debut en el TC. En cambio, todos los medios nacionales se ocuparon de ella. La noticia era que, tras 22 años y con solo tres antecedentes –Delia Borges en los 50, Dora Bavio en los 70 y Marisa Panagópulos en los 90–, una mujer volvía a competir en Turismo Carretera. Muchos usaron para titular alguna variación de "El TC vuelve a tener perfume de mujer". A Ballario le dan risa las insistentes metáforas aromáticas con que la persiguen. Dice que, en todo caso, el perfume que ella prefiere es el que verdaderamente exhala su mundo: nafta y pastillas de freno calientes.
Esta tarde de sol en el Autódromo de Buenos Aires Julia Ballario todavía no lo sabe, pero ese mundo volverá a interrumpirse pronto. Dos días después de este debut como invitada en el TC –y según periodistas y aficionados, por ese motivo–, Top Race, la categoría en la que corre actualmente, le comunicará un aumento de costos que le pondrá un final abrupto a su temporada. Esta vez no tomará el evento como una señal para su retiro, sino como un impulso para soñar con migrar al TC y convertirse en pilota titular.
Pero hoy el titular del auto en el que ella corre es Camilo Echevarría, que en la vuelta 140, cuando van cuatro horas y media de carrera, abandona. Durante su turno de manejo se rompió el cardán, el eje que lleva la fuerza del motor a las ruedas. Apenas hace falta que se saque el casco para confirmar en el gesto la bronca con la que camina.
En julio del año pasado, Julia anunció por las redes sociales su retiro y lanzó un emprendimiento laboral. En el departamento de Marcos Juárez en el que vive sola, montó una pequeña fábrica de sushi.
–¿Se puede arreglar? –le pregunta Julia, pero, como toda respuesta, obtiene una sacudida de cabeza que dice, enfáticamente, que no.
Julia se acerca a los mecánicos, que se abalanzan sobre el auto como hormigas sobre un escarabajo muerto. Van y vienen buscando herramientas, intentan agarrar caños ardientes con las manos desnudas, disparan chorros de chispas con la amoladora.
–¿Se puede arreglar? –insiste.
Alguien le dice que tal vez sí y a ella le alcanza esa duda para silenciosamente cerrarse el buzo antiflama, calzarse la capucha que va debajo del casco, los guantes, y quedarse lista al lado del cuerpo caótico de mecánicos. Cuando logran arreglarlo faltan apenas 11 vueltas para que termine la carrera y, aunque sabe que ya no estarán entre los primeros 20 puestos, Julia está lista para salir.
Con un rugido que haría estallar los vidrios que no hay por ningún lado, sale de boxes y se une a la tropilla de autos que siguen en carrera. Gira una vuelta, dos, y el parabrisas comienza a ensuciarse con aceite que se escapa por una hendija del capot. Se va quedando sin visión del lado derecho y, cuando las curvas son en ese sentido, tantea el piano a ciegas, casi que adivina. Por los auriculares le proponen que entre a boxes, pero ahora faltan apenas cuatro vueltas y ella prefiere avanzar con la visión nublada antes que perderse la meta: no hay nada que quiera más que ver la bandera a cuadros. Sigue girando, como puede, hasta que por un hueco alcanza a divisar el trozo de tela negra y blanca que ya flamea sobre la recta. Entonces, Julia Ballario acelera a fondo.
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