Fue el 30 de mayo de 1431. En la plaza principal de Rouen, capital de Normandía, la hoguera está lista y expresamente ubicada en altura, para que el público pueda ver sin perder detalle: desde el renombrado cardenal de Winchester hasta los miembros del tribunal civil. Todos los que han condenado a una joven de 19 años, culpable de herejía, al suplicio del fuego.
La joven es Juana de Arco, que con los siglos saltaría de la hoguera al mito e inspiraría una larga serie de biografías, obras de teatro, pinturas, novelas, películas… y alguna que otra impostura.
Es la misma Juana que solo dos años antes había asombrado a la corte francesa en Chinon, una sólida fortaleza que hoy forma parte de la ruta de los Castillos del Loire, cuando guiada por una intuición divina reconoció al delfín de Francia oculto entre sus cortesanos y predijo sus victorias y futura coronación en Reims.
Asediada por misteriosas voces, vestida de hombre y de una resistencia extraordinaria -el noble Perceval de Boulainvilliers aseguraba que "nunca había visto una fuerza semejante para soportar el cansancio y el peso de las armas, al punto que podía permanecer seis días y seis noches sin quitarse ni una sola pieza de su armadura"- la doncella de Orléans cambió el destino de Francia. Y también el suyo, que ardió en Rouen en el lugar preciso que hoy indica un cartel conmemorativo en el centro de la ciudad.
El fuego de Juana de Arco
Juana de Arco ardió no una, sino tres veces. Tanto temía el cardenal de Winchester que quedara alguna reliquia de su cuerpo, inspiradora de peligrosos cultos póstumos, que tras morir asfixiada en la hoguera se ordenó exhibir su cuerpo al público. Se lo hizo cremar durante horas en las llamas y finalmente se le arrojó aceite y brea para reducirlo a sus últimas cenizas. Y las cenizas fueron arrojadas al Sena.
Sin embargo en 1436, cinco años después de su cruel ejecución en Rouen, un rumor conmovió a Francia: la doncella, la mártir acusada de herejía que había encabezado la lucha contra los ingleses, estaba viva.
El rumor venía de un pueblo a unos 100 kilómetros de Domrémy: La-Grange-aux-Ormes, donde una joven de unos 25 años, que los cronistas describen de cabellos oscuros y cortos igual que la doncella de Orléans, se había presentado afirmando ser Juana de Arco. Sus afirmaciones despertaron una catarata de dudas y preguntas: ¿cómo había podido sobrevivir a la hoguera, si todos habían visto su cuerpo ultrajado por el fuego? ¿Dónde había estado durante todos esos años? ¿De dónde venía?
Que la nueva Jeanne d’Arc se llamara en realidad Claude -aunque pasó a la posteridad también con el nombre de Juana- no pareció inquietante para mucha gente que deseaba recuperar a su heroína. Y que, además, poco la había visto desde que partiera de su aldea natal. Según las crónicas de la época, se hizo lo mejor que era posible hacer en aquellos tiempos: recurrir a testimonios presuntamente confiables.
La historiadora Colette Beaune, que estudió en detalle la aparición de la nueva Juana, recuerda: "si ahora estamos anotados en el registro civil, si ahora contamos con papeles, fotos, huellas digitales, en la Edad Media simplemente se recurría al testimonio".
Terreno fértil entonces para la aparición no de una sino de varias Juana de Arco, aunque Claude-Juana sea la más conocida: del mismo modo, un siglo más tarde se hizo célebre el caso de Martin Guerre, llevado al cine en los años 80 con Gérard Depardieu, o el falso Dimitri que a principios del siglo XVII pretendía ser hijo de Iván el Terrible.
En todo caso, la nueva Juana fue hábil para conseguir los testimonios: incluso Pierre y Jean, los hermanos de la doncella de Orléans, confirmaron su identidad. "Creían que la habían quemado, pero cuando la vieron la reconocieron, y ella los reconoció a ellos a su vez", cuentan los cronistas sobre esta peculiar anagnórisis. También algunos aristócratas y antiguos compañeros de armas vieron en la mujer, sin dudar, los rasgos de la aldeana de Domrémy: como ella, Claude montaba a caballo y se vestía de hombre. El caballo se lo había regalado Nicole Louve, un caballero de Metz que había conocido a Juana en ocasión de la coronación de Charles VII en Reims y estaba tan convencido como conmovido por su regreso.
Preguntas había, y muchas. Respuestas, no demasiadas: Juana las eludía. Evasiva, cerraba la boca sobre sus supuestas andanzas tras escapar a la hoguera. Mientras tanto, la noticia de su reaparición corrió como reguero de pólvora por Europa, incluso en aquellos tiempos de comunicaciones difíciles, y llegó a causar insólitas controversias: en el sur de Francia, un acta notarial de 1436 tomó nota de que dos habitantes de Arles apostaron por opiniones diversas; uno que Juana había sido quemada en Rouen; el otro que estaba viva en Metz.
Auténtica o no, la nueva Juana no desdeñaba las aventuras. Una de las más audaces la llevó hasta Colonia, en Alemania, donde debía elegirse el nuevo arzobispo de Tréveris: allí la mujer se involucró en las discusiones y se arriesgó hasta intentar algunos trucos de magia que, además de sus vestimentas masculinas, disgustaron al inquisidor de Colonia. Ante la amenaza de un nuevo juicio por herejía, Jeanne rápidamente desapareció de la escena.
La mártir rediviva fue recibida con honores nada menos que en Orléans, la misma ciudad que aún rezaba por el descanso de su alma: y además de homenajes, se llevó un pago en contante por su pasada ayuda a la ciudad durante el asedio inglés. Por si fuera poco, la doncella se casó con un tal Robert des Armoises, venido a menos pero noble al fin, lo suficiente para redorar un poco sus dudosos blasones: desde entonces sería Jeanne des Armoises, y menciones sueltas la ubican en distintos lugares de Francia.
Sin embargo, no las tenía todas consigo. En 1439, en medio de un banquete donde corría el riesgo de cruzarse con el mismísimo Charles VII que había ayudado a coronar, Juana desapareció. ¿Temía que el monarca no cayera en la trampa tan fácilmente como los demás?
No hay muchas certezas. Colette Beaune cita en sus estudios un texto escrito varios años más tarde por un guardaespaldas del rey, según el cual Charles VII en realidad sí recibió a la mujer diciéndole así: "Mi doncella, bienvenida de vuelta, en nombre del secreto que hay entre nosotros". ¿Secreto? Claude-Juana no sabía de qué se trataba, y supuestamente se habría arrojado a los pies del rey para expresar, con ampuloso arrepentimiento, su ya consolidada impostura.
Poco le quedaba para seguir fingiendo: también en París había despertado sospechas su verdadera identidad. Un tiempo después fue desenmascarada y condenada a la picota. Sometida al escarnio público, logró sobrevivir pero desde entonces se le perdió el rastro: aquí y allá se la menciona, siempre guerreando, siempre vestida de hombre, en diferentes pueblos y batallas. No había dejado del todo su intento de hacerse pasar por Juana de Arco, incluso una tal Jeanne de Sermaises -¿o des Armoises?- reaparece en 1456, presa por haber tomado la identidad de la Doncella de Orléans. ¿Era una nueva impostora, era la misma? No se sabe exactamente, aunque probablemente fuera una sola. Y la última, porque ese mismo año Juana de Arco fue rehabilitada y empezó el largo camino que la llevó a la canonización, en 1920, por el papa Benedicto XV. Ese mismo año Juana de Arco -la única, la verdadera- también fue proclamada santa patrona de Francia.
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