Juan Gelman, en honor a la palabra
Adán, el de la primera semilla, el del primer beso, el del primer llanto, el del primer exilio, ese Adán debió llamarse Juan. Cuando Dios se dio cuenta ya era tarde, ya lo había expulsado a Adán.
¿Por qué Juan en vez de Adán? Porque Juan se dice con una sola sílaba. Cuando el grito grita es una sola sílaba. Cuando el amor se arroja es una sola sílaba.
Juan es una sílaba. Juan es el estampido de una semilla. Juan es Gelman. Gelman, el poesía.
Juan Gelman, nos avisaron los medios (que a veces son de comunicación), ganó el Premio Cervantes, el Nobel de la lengua castellana. Qué alegría que haya recibido estos laureles el ser que, entre tantos libros, escribió Valer la pena. Así es, lo que vale la pena vale la alegría.
Enseguida voy a contar un día compartido con Gelman y después conversaré con su poesía. Antes, recuerdo que este hombre supo encontrar a su nieta robada en los años de limbo y de infierno, cuando no sólo se violaba la vida, también se violaba la muerte y se robaban criaturas. Su dolor de padre y de abuelo pudo haber estrangulado a su poesía. Pudo haberla dejado en nada más que dolor y en furioso reclamo. Pero no. Gelman, sin abdicar, sin perder la dirección insomne de su conciencia, ahondó su poesía. Alzó la posta de Juan de la Cruz, de Quevedo, de Pablo de Rokha, de César Vallejo. Vadeó las eternas preguntas eternas y afrontó las de un tiempo, el nuestro, en el que la realidad desnucó al surrealismo. Este hombre, ¿qué viene haciendo con su poesía? A las cansadas palabras, tan deshilachadas, tan desteñidas, él directamente las descose. Les raja las costuras, las hace crujir, gritar, las hace alarir. Destripando palabras, al sustantivo lo vuelve verbo. Al otoño lo hace otoñar. Al pan, panar. Al mundo, mundar. No es para menos, es para más: consideremos que aquí, más acá de nuestras distraídas narices, la condición humana se desfondó.
Cornisa de la poesía. Permiso, voy recuperar pasajes del capítulo que le dediqué a Juan Gelman en mi libro Argentinos en la cornisa. Pero sería una macana que esto que viene nos arrastrara a la nostalgia. La nostalgia deviene lágrima, la lágrima deviene lagaña, la lagaña deviene resignación, la resignación deviene cancelación de sueños y de interrogantes furiosos.
¿Cómo hacer para arrojarnos al pasado, por un ratito así, sin claudicar a la nostalgia? Vamos a intentarlo. Retrocederemos al presente del pasado. Ni por un pestañeo olvidaremos que “no morimos para morir”, que debemos seguir teniendo “sed y paciencias de animal”.
Mediados de la década del 60: la escena sucede en Mendoza, al oeste del paraíso. Soñábamos a destajo, con la imprescindible impunidad de los sueños. Un día, Alberto Patiño Correa (abogado, galerista, casado con Pampa Mercado, cuñado de Tununa Mercado) invitó a Mendoza a Juan Gelman, Paco Urondo, Juan Tata Cedrón, al bandoneonista César Stroscio y al violinista Carlos Lavochnik. El motivo era la presentación de un disco, Madrugada, con poemas de Gelman y tangos de Cedrón. En el recital, en un centro israelita, había mucha más gente joven de la esperada. Impactó la particular manera de Gelman, diciendo sus poemas. Esa especie de tonada personal hacía que sus versos se volvieran interrogación en su afirmación. Veinticinco años después, leyendo sus Interrupciones, me di cuenta de que Gelman afirma interrogando, que siempre se y nos interroga.
En aquel encuentro apunté, para una crónica, palabras de Paco Urondo: “Digan lo que digan, tenemos que aceptarlo: el tango está entre nosotros. Nos conocemos y nos reconocemos por el tango. Aunque nos pese, entre otras cosas somos tangueros, para bien o para mal. Digan lo que digan, nos guste o nos reviente, mejor será que no nos hagamos tantas ilusiones con respecto a nosotros mismos”. También dijo entonces Urondo: “No hay poesía regular o pasable; ser buenos muchachos no alcanza, no sirve para esto”.
Imposible olvidar, de aquella noche, la mirada con que Paco escuchaba brotar los versos de Juan: “Aquí pasa, señores, que me juego la muerte”. Era como si Paco estuviese comulgando Juan. Y viceversa.
Esa noche andaba también por allí Víctor Hugo Cúneo, sanjuanino instalado en Mendoza, poeta sumamente maldito, que cuatro años después tuvo la ocurrencia de prenderse fuego él mismo. Hizo esto después de que los fascistas de la comarca le prendieran fuego, tres veces, su pequeño quiosco callejero de libros. Cúneo era flaquito por demás, con decir que la tuberculosis un día se le fue porque se cansó de él. Algo pasó esa noche. Pasó que mientras Gelman decía su poema “... cacé una tos secreta... ella no me abandona... se terminó la soledad...”, Cúneo empezó con su tos. Que no amainó. Nunca se sabrá si la tos le vino o él le dijo a la tos que viniera. Porque, como fue dicho, Cúneo decidió prenderse fuego para que los amigos del fuego exterminador lo dejaran de joder.
Aquel encuentro con Juan Gelman había tenido, el día anterior al recital, horas mágicas. Pasaron décadas sin vernos. Pero un día nos cruzamos con Gelman en un canal de televisión. Apenas intenté recordarle aquel episodio, me interrumpió: “Un chivito, comimos un chivito en la montaña”. El episodio fue éste: con Patiño Correa había ido en dos autos, camino adentro de la precordillera. En Puesto Lima almorzamos un chivito, y naturalmente bebimos vino oscuro sin reparos. De vuelta hacia la ciudad, desandando la montaña, nos encontramos con unas nubes tan gordas que reventaban; estaban muy bajas, lamían la misma orilla del camino, y el sol empezaba a escurrirse. No sé si fue el Tata Cedrón o Gelman el que propuso: “Paremos un rato”. El auto hizo caso. Enseguida Cedrón y los otros dos músicos (guitarra, violín y bandoneón) se pusieron a tocar. Parece soñado, parece mentira, pero las fotos nos aseguran que fue cierto: atraparon aquel pestañeo de eternidad: ahí está Gelman bailando a la intemperie con Zulema Katz (entonces compañera de Urondo). Ahí estamos, en racimo. Al decir de Patiño Correa “bailábamos valses y estábamos todos…”. Había mucho yuyo seco y piedras. Puedo asegurar que las piedras, tan objetivas ellas, tan poco dadas a manifestar sus sentimientos, se pusieron a latir. Cosas que pasan cuando se produce la colisión de música, poesía y vino. Más corazones en estado de vida.
Soñábamos a raja cincha. No nos dábamos resuello. No sabíamos lo que nos esperaba a la vuelta de la otra década. No teníamos tiempo para los presagios. Demasiado con vivir. Sí. Soñábamos sin mirar a quien. Y, por un casual, ¿acaso no vamos a seguir soñando?
Diálogo, poesía mediante
De entrada dije que tenía el propósito de ponerme a conversar con la poesía de Juan Gelman. Iré tejiendo hilitos, hebras, líneas, versos, textuales pero fuera de contexto. Se trata de una impertinencia. Desde ya perdón, Gelman, por este alevoso atrevimiento. Allá voy. Y ya estamos conversando:
–¿Te puedo tratar de usted, Juan Gelman?
–¿Tu “corazón es de madera limpia”?
–Es de corazón, mi corazón.
–“Miro mi corazón hinchado de desgracias...”
–Pese a todo, pese a tanto, Juan, con nosotros el amor.
–“Somos los que encendimos el amor para que dure, para que sobreviva a toda soledad. Hemos quemado el miedo, hemos mirado frente a frente al dolor antes de merecer esta esperanza.”
–La esperanza, ¿un derecho o un deber? ¿Podemos, todavía, elegir?
–“Si me dieran a elegir, yo elegiría esta salud de saber que estamos muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices.”
–¿Sólo eso? ¿Nada más?
–“Si me dieran a elegir, yo elegiría esta inocencia de no ser inocente, esta pureza en que ando por impuro... este amor con que odio, esta esperanza que come panes desesperados.”
–Sin ánimo de nostalgia, Juan, de allá lejos, ¿qué imágenes le vienen?
–“El ojo pintado”.
–¿De quién?
–Del “caballo de la calesita... Me vio tan solo que se fue conmigo.”
–Aquellos años podíamos conseguir milagros y si no, hacerlos. Nada nos costaba. A punto estuvimos de cambiar el mundo.
–“Bebíamos vino y escribíamos versos resplandecientes... el mundo era ancho, nuestro, no teníamos nada, lo teníamos todo como una juventud.”
–No necesitábamos alzar banderas, Juan, éramos banderas, galopantes.
–“Mi dios, qué bellos éramos silbando finalmente.”
–Para colmo de bienes, andábamos con la madre al alcance de los labios. Se acuerda, Gelman, por entonces se usaba nacer rompiendo madre con más de 5 kilos.
–“Nací con 5,5 kilos de peso”, estuvo mi madre “36 horas en la cama dura del hospital hasta sacarme al mundo. Me (tuvo) todo el tiempo que (su) cuerpo me pudo contener. Habré querido no salir nunca de (ella)... Nunca me (puso) la mano encima para pegar; pegaba con (su) alma”... Ay, “¿dónde la cuerpalma umbilical? ¿dónde navega conteniéndonos? ¿Qué cuentas pago todavía?” Madre, “¿dónde me hijastre y amadré? ¿no podrías cesar en tu morir para decirme? ¿lluvia de abajo interminable? ¿te olvidás de las veces que no quise comer de vos? ¿cómo me habrás sufrido cuando salí de vos?” Madre, “¿y mi boca? ¿cuánta alma te chupó? ¿te fue fiesta mi boca alguna vez? ¿Ala yo, vuelo vos?” Ay, madre, “vientre que nadie puede repetir.”
–El caso es que aquí estamos. ¿Y qué hacemos ahora, Gelman?
–“Fíjese en el pajarito, le ruego; fíjese en el arbolito, por favor.”
–Sólo alcanzo a ver un árbol, ese árbol. Y está triste, ¿por qué?
–Porque “ni un pajarito nunca cantó o lloró sobre ese árbol.”
–Ese árbol, pobrecito, me hace acordar, Juan, a un preso que una vez me dijo fíjese, yo sé leer y todo, pero nadie nunca me mandó ni una carta ni nada”... Cosas, cosas tristísimas que pasan.
–Como que “a Dios lo encontraron muerto varias veces”. Como que “a un hombre lo encontraron muerto varias veces. Con las manos abiertamente grises.”
–Demasiado tristeza para un solo muerto, me parece.
–“Si alguno va a pararse a decir que esto es triste, sepa que esto es exactamente lo que pasó; que ninguna otra cosa pasó sino esto bajo este cielo o bóveda celeste.”
–Otro humano más, que cayó con su cara sola y poca, ante el cielo total.
–“No hubo sollozos gritos flores sobre su corazón, sólo un pájaro bello que lo miraba fijo y ahora vigila su cabeza... El tiempo le trabajó la cara como un angelito.”
–El tiempo, ¿qué hacer con la paciencia del tiempo? ¿O será que al tiempo lo inventamos para distraernos mientras la absurdidad?
–“Hay quien vive como si fuera inmortal; otros se cuidan como si valiera la pena”... “¿Alguno sabe realmente qué hacer?”... “El sol no se detiene, la tierra no deja de girar, la máquina celeste sigue trabajando.”
–Y nosotros aquí. Acribillados a preguntas.
–“Mejor hubiera sido callar.”
–Callar, Juan, ¿quedarnos sólo con la tristeza?
–“Respira el pecho tristeza, arden los huesos con tristeza, yo me llamo tristeza... Peste del pecho es la tristeza.”
–Por un casual, ¿se ha preguntado por qué es así la cosa?
–“¿Por qué bajo la gloria de este sol tristeo como un buey? ¿por qué crepito y lloro como cegado por un fuego y hago ruidos humanos bajo la gloria de este sol?”
–No hay interrogante que por interrogante no venga. Gelman, siga.
–“¿Adónde irá a parar tanta desolación, tanta hermosura?”
–Ha empezado a llover.
–“Llueve, mucho, mucho y pareciera que están lavando el mundo.”
–Está como para quedarse a escribir. Y ya usted puede imaginar sobre qué.
–“Hoy, que llueve mucho, me cuesta escribir la palabra amor.”
–¿Por qué?
–“Porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran.”
–Puro misterio.
–“Como el silencio que hay entre dos rosas.”
–Gelman, ¿en qué se quedó pensando?
–En “la rosa que amo”.
–¿Qué pasa con esa rosa?
–“¿Cómo la cuido yo? ¿no le hago mal? ¿no la ajo? ¿no le corto los pies?” A la rosa que amo, “¿cómo no entristecerle la bondad?”
–Otra vez la tristeza.
–“La enorme tristeza manando, creciendo como un lago o mar entre un hombre y una mujer... Es enorme la tristeza que un hombre y una mujer pueden hacerse entre sí.”
–A ver si podemos hablar de otra cosa. Hablemos de mujeres.
–“Los besos del encuentro, los besos del adiós.”
–No hablemos al bulto. Usted lo sabe: hay mujeres que no cicatrizan. Hablemos de una.
–¿De “esa mujer (que) se parecía a la palabra nunca?”
–Justamente ella.
–“Desde la nuca le subía un encanto particular, una especie de olvido donde guardar los ojos; esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo.”
–Grave, cuando eso sucede. ¿Y qué fue de su organismo, Juan?
–“Dentro de mí estallaron ruidos secos, caían a pedazos la furia, la tristeza; la señora llovía dulcemente sobre mis huesos parados en la soledad.”
–¿Y cómo terminó esa tempestad?
–“Cuando se fue yo tiritaba como un condenado, con un cuchillo brusco me maté.”
–¿Y ahora?
–“Voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre; él moverá mi boca por última vez.”
–No hay caso, hay mujeres que no cicatrizan.
–“Una adivinación, una catástrofe, un oleaje de olvido después de la ternura, un temblor como un presagio, una especie de culpa sin castigo... en la mitad de la noche me despierta, la oigo... ella prepara sus abismos... enciende su furor...”
–Así habla un “trabajador del amor”. Hay que tener cuidado con nosotros.
–Sí, “cuidado, somos “terribles, amamos como porfiados”, besamos “contra todo”.
–Bienaventurados, Juan, los terribles, porque últimamente se besa y no se besa, se besa tanto y tan poco, se besa meramente, sin arrojo, sin coraje, de la boca para afuera. Y es un crimen desbesarse.
–“Calor desobediente. Esto pasa todos los días. Tristeza manando.”
–¿Qué hacer mientras sucede el mientras tanto?
–“Hay que aprender a resistir. Ni a irse ni a quedarse, a resistir. Aunque es seguro que habrá más pena y olvido.”
–Mucho que hacer, Juan.
–“Va a haber que trabajar.”
–Mucho que vadear, desmemoria adentro.
–“Va a haber que trabajar, limpiar huesitos.”
–Huesitos, criaturas desgajadas. Juan del alma, ¿por dónde empezar?
–“Ya que moría mañana me moriré anteanoche. Con un cuchillito fino voy a cavar el 76, para limpiarle las raíces a Paco, las hojitas a Paco...”
–Urondo, en la montaña, y su sonrisa con el sol puesto.
–“Paco, clavado al suelo como una mula rota... Después le toca al 77, para encontrar los ojos de Rodolfo, como cielos terrestres fríos fríos fríos diseminados por ahí.”
–Paco, Rodolfo, Paloma, Bustos, Haroldo, Rubén, el Jorge Bonnardel, infinitos, de a uno por uno... ellos, los pobres cuerpos, sin el alma de la piel: ¿qué de ellos?
–“Diseminados por ahí.”
–Ellos, Juan, ciegos de saliva: ¿qué de ellos? Ellos, arrancados, expulsados de todo pulso, más que desnudos, desmantelados del fragor de la sangre: ¿qué de ellos, qué de ellos sin ellos? ¿Qué de ellos sin habla, sin presentimiento, sin pálpito? ¿Qué de ellos, sin mirada en la mirada, pobrecitos, ni tibios? ¿Qué de ellos, Juan Gelman, habitando tanta desolación inexplicable?
–Sí, “va a haber que trabajar, limpiar huesitos, que no hagan negocio con la sombra desapareciendo, dejándose ir a la tierra ponida sobre los huesitos del corazón, compañeros dénme valor... Queridos compañeros, moridos en combate o matados a traición o tortura, no los olvido aunque ame a una mujer, no los olvido porque amo, como ustedes mismos amaron una vez ¿se recuerdan? Inmortales brillaban ustedes contra el dolor, contra la muerte...”
–Por algo será. Por algo será que la tierra pega semejantes gritos. Y Dios –eso que se nombra así– siente frío, tanto frío, que se parece a los hombres… Y entonces, Juan, la nuca de Dios necesita de otro Dios que a su vez lo abrigue, que le apacigüe las preguntas. Porque a esto no lo entiende ni Dios.
–¿Y “si los sustantivos estuvieran equivocados? ¿si la palabra esqueleto no fuera un esqueleto? ¿si el esqueleto fuera un perfume o música que va a la fiesta abriéndose en una esquina del sur? ¿si el esqueleto frente a frente fuera un árbol? ¿los compañeros descansando en sombras de donde van a volver?”
–¿Y si no fuera cierto lo que parece mentira? ¿Y si la vida se desviviera? ¿Y si el latido se pusiera pulso? ¿Y si la tierra por fin fuese la tierra?
–“Sola estás, tierra, de los compañeros que ahora encerrás y deshacés. ¿Oís cómo se desocupan lentamente del amor que les queda?”
–Como para que no grite, Juan, la tierra. Sí que grita, mordida numerosamente en lo más remoto de su conciencia. Grita la tierra sin descender al ruido: cada árbol que estalla vertical es un grito suyo. En verdad, no hay nada que hacerle, la tierra vive alzada. Por ellos.
–Ellos: los “hermanitos que tuví y perdí... pulsos derramados, golpeando el asco... Nada piden para sí, van desnudos, sangran mundo, esperan que empecemos otra vez”.
–Asoman pañuelos, Juan…
–Pañuelos… “contra los perros del olvido”.
Posdata
Mundar. Tuyo es ese verbo. ¡A mundar se ha dicho! ¿Por qué tanta urgencia, es que el mundo se acaba? No. Entonces, ¿qué? ¿Acaso vamos a cambiar el mundo? No lo vamos a cambiar, lo vamos a hacer. ¿Nuestros nietos lo verán? Nuestros nietos lo seguirán haciendo.
Gelman querido, cómo no te ibas a llamar Juan.
La música de una sola sílaba, arrojada.
¿Podría ser ahora, Juan, que suspendiéramos toda palabra dicha en voz alta, dicha en grito o dicha en escritura?
¿Podría ser que nos diéramos aquí mismo un abrazo a pleno sol en la plena noche?
¿Un abrazo fuerte pero sin dejar de caminar?
¿Un abrazo fuerte, Juan, de los que duelen, pero sin dejar de semillar de memoria el futuro que nos parió?
rbraceli@arnet.com.ar
Escritor, poeta, dramaturgo; autor, entre otros, de Argentinos en la cornisa , El último padre , De fútbol somos y el reciente Vincent, te espero desnuda al final del libro .
Para saber más: www.rodolfobraceli.com