Juan Ferreres: un republicano al atardecer
Argentino, peleó en defensa de la II República durante la Guerra Civil Española y fue la mano derecha del arquitecto Antonio Bonet, que urbanizó Punta Ballena. A los 94, sigue proyectando jardines y un mundo más justo
PUNTA BALLENA (Uruguay).– El que mejor sabía situarse en el terreno era él. Tenía los telémetros siempre bien apuntados hacia donde podía encontrarse el enemigo. Negus estaba seguro de que los sublevados atacarían esa noche, a más tardar cuando saliera el sol. Se lo advirtió a un sargento del Quinto Regimiento, pero el tipo se le rió socarrón, desconfiando.
–Esa noche nos comimos lo que había: una lata de membrillo. Cayeron bombas después. Y al día siguiente, por la ladera de un bosque, pasaban los caballos llevando heridos con artolas. El sargento me dijo que yo había sido pájaro de mal agüero, pero lo bueno es que acerté.
Negus tenía entonces 17 años y había nacido en Cañuelas, Buenos Aires. Convencido de que había que defender la República contra los sublevados del bando nacional se alistó con los extranjeros en el campo de batalla.
Ya era experto en planos topográficos, memorioso, capaz de dibujar senderos, de trazar lugares en donde quedarse a resguardo. Incluso ahora que se pone cabrón cuando no recuerda un nombre en el mismo instante en que la imagen de la persona que le corresponde le viene a la cabeza, sabe explicar a la perfección el camino en retirada que recorrió después de pelear en la Batalla del Ebro, la más sangrienta de la Guerra Civil.
Su verdadero nombre es Juan Ferreres. Tiene 94 años, una voz algo ronca, ojos que miran profundo, una regadera en la mano y zapatillas de color. A los tres años, sus padres españoles lo llevaron a Valencia. Allí hizo de las suyas, estudió arquitectura y regresó a la Argentina cuando Franco llegó al poder.
–Negus era mi nombre de guerra –aclara, sentado bajo una glorieta de su inmenso parque, tres hectáreas de vivero, con plantas que él mismo riega y cultiva.
A su casa se llega subiendo el camino del Arboretum Lussich, del lado de la ruta que va hacia Montevideo, la misma que pasa por la tradicional Inmobiliaria Punta Ballena, patrimonio de la familia. Del otro lado de la ruta, ahí nomás, está el camino de tierra que va a Solanas, pasando por Medio & Medio, el restaurante que tiene por cocinera a su hija Graciela, y a su nieto Leandro como productor de clásicos ciclos de música popular y jazz con los más exquisitos artistas de América latina.
–Tenés que venir conmigo. Hay mucho para hacer en un sitio interesante que se llama Punta Ballena –le propuso a mediados de los 40 el arquitecto catalán Antonio Bonet.
Vanguardista, Bonet había llegado a la Argentina en 1938, luego de trabajar en el estudio de Le Corbusier. Ya había fundado en Buenos Aires el colectivo de arquitectos Grupo Austral, junto con Juan Kurchan y Jorge Ferrari Hardoy (creadores del célebre sillón BKF), y viajaba a territorio uruguayo con la misión de urbanizar Punta Ballena.
–Andate a Uruguay. Es un país civilizado –le aconsejaron a Ferreres sus amigos del Tortoni.
Don Juan cruzó el río. Y se quedó. Aunque no para siempre.
Sembrar el futuro
Hace un calor demencial y un viento débil entra en el cuarto de Ferreres con olor a albahaca y a otras especies que se mezclan ahí afuera, donde él las sembró.
La cama está enmarcada entre dos espejos. En cada uno de ellos hay una foto: de un lado, la de Ferreres cuando era Negus. Del otro, la del Che.
Pero la que mira fijo hacia la cama del hombre que fue a la guerra es la del bilbaíno con barba que a propósito del triunfo franquista escribió: "Venceréis, pero no convenceréis".
–Miguel de Unamuno. A los seis años me hice amigo de él. Lo quería tanto que lo perseguía –dice Ferreres que también tenía barba cuando la guerra casi terminaba y vivía en el campo de concentración francés.
–Era un horrible pueblo alambrado. Nos dividieron por nacionalidades. Venían cónsules de todas partes a buscar a los extranjeros que habían peleado, pero nunca llegaba un argentino. Un día leyeron una lista de los que podían salir del campo. Yo era el último, pero estaba ahí. Nos llevaron a Burdeos, nos metieron en la aduana, y ahí apareció el cónsul argentino..., y el pasaporte. Yo le dije: Oiga, señor cónsul: usted tardó tanto tiempo en llegar que me leí tres veces la Constitución.
La Argentina estaba abierta a todos los hombres del mundo que quisieran habitar su extenso suelo.
–Pero estaba apoyando a Franco, así que la cosa no era fácil. Bajé del barco en Buenos Aires, éramos varios, nos llevaron al departamento de Policía en la calle Moreno. Nos iban llamando de a uno para hacernos una ficha. No cabíamos en un cuarto, pero nos dieron café con leche. Yo no cumplía con ninguna ley, estaba en falta porque era argentino y al mismo tiempo venía exiliado de España; no había hecho el servicio militar ni tenía los papeles en regla en el consulado. Pero los muchachos se portaron. Escribieron que como era hijo de españoles no conocía las reglas, y entonces me dejaron quedarme.
Lo trataron bien, muy bien. Como muchos italianos y españoles, consiguió trabajo en el Catastro, donde le asignaron contar parcelas en Martínez. Cuando terminaba su trabajo, se iba al estudio de Bonet.
–Ahí me quedaba hasta tardísimo. Mi segunda casa fueron siempre los estudios de arquitectura, donde más que dibujar se hablaba sobre la vida.
Cuando cruzó a Uruguay, Ferreres fue el dibujante y paisajista del arquitecto catalán. Hacía ya medio siglo que el escritor y naviero Antonio Lussich había llegado a Punta Ballena, donde en 1945 todavía no había ni agua, ni luz, ni gas. Sólo el paraíso de atardeceres únicos de la bahía de Portezuelo.
–En el 46 Punta Ballena ya estaba toda urbanizada –recuerda Ferreres, que entre otras cosas se ocupó del loteo.
La playa de Portezuelo, la laguna del Sauce y la sierra de la Ballena se articularon gracias al diseño urbanístico de Bonet. La Hostería Punta Ballena (hoy convertida en hotel boutique en donde también cocina Graciela Ferreres) y otros edificios emblemáticos, como la Casa Berlingeri, tienen el sello magistral del catalán, maestro en conseguir la fusión perfecta de una casa con el paisaje.
Pero el mérito del paisajismo, el del verde que dan ganas de respirar sin perderse una gota de oxígeno, fue de Juan Ferreres. La continuidad de la tarea botánica de Lussich, que trajo ricas especies y la sembró, estuvo en sus manos. Hoy sigue diseñando jardines. Se levanta a las seis.
–Pensar que cuando vinimos con Bonet, Punta del Este era un cúmulo de campamentos obreros. El único hotel que existía era el Nogaró. Por suerte, en Punta Ballena no se pueden construir edificios en altura. En cambio allá, en Punta del Este, esos departamentos gigantes son una burrada.
Alberti, xirgu y después
A Rafael Alberti lo conoció en la batalla.
–Rafael fue compañero en el frente. María Teresa (esposa del poeta) era también una mujer de locura. Fuerte y valiente. Como todos nosotros, capaz de soportar escenas dantescas, como las que veíamos todos los días, de muertos y heridos.
Cuando Alberti vino a Uruguay, Bonet se ocupó de diseñar su casa, en Pinares. A Ferreres le tocó el jardín.
–Allí nos leía sus poemas no publicados. Era hijo de bodegueros y siempre contaba que en España había vendido jerez.
Con Margarita Xirgu se querían a mares. Con la entrañable amiga de García Lorca, que pasó sus últimos años en Punta Ballena, lo que más le gustaba a Ferreres era tomar el té. Se extrañaron cuando los viajes y los vaivenes políticos del sur del continente los mantuvieron separados durante años.
Fueron tiempos duros. Como los del 76. El día que el ejército uruguayo rodeó la casa de Ferreres, su hijo Gabriel, de apenas 9 años, corrió buscando a su padre para decirle que se ocultara. Juan estaba haciendo algo que todavía disfruta: tomaba café en un bar de Maldonado. Se escondió en el jardín de la casa de unos amigos argentinos, logró cruzar a Buenos Aires, y se fue a vivir a un departamento en Florida y Maipú. Trabajó en el Chaco. Lejos de la familia, demoró 10 años en regresar a Uruguay.
Cuentan sus nietos que unos días antes de salir a las apuradas de Punta Ballena tiró al viento unas semillas de papiro en el lugar del parque donde ahora hay un árbol. Basta acariciar apenas su corteza para ver cómo se desprenden unas lonjas suaves de eso que algún día podría convertirse en papel.
A pocos metros, en el living de la casa, hay una hoja enmarcada en un portarretratos con una frase escrita a mano del gran arquitecto uruguayo Julio Vilamajó: "Arquitectura es la expresión más acabada de la cultura que es, bajo cierto aspecto, la manera de hacer o proceder de un pueblo".
En la pared de enfrente, está la pintura de Bonet con el diseño urbanístico original de Punta Ballena.
Todos los museos quieren tenerla. Hay gente que daría millones por la obra. Pero a Ferreres le gusta verla colgada ahí, cerca de las fotos de cuando era Negus, en 1936.
Banderas
Al tipo le decían Salvadorito.
–Yo iba al bar en España y me lo encontraba ahí. Se llamaba Salvador Dalí. Primero, él estaba con García Lorca, pero después se apartó. Cuando estalló la guerra, su padre, que era un militar bastante severo, lo llevó con un general para que defendiera la patria. Dalí le dijo al padre que eso no le gustaba, que había visto mucha gente pasando hambre, pero el padre le respondió que eso siempre había ocurrido, que no era novedad.
Ferreres piensa cada respuesta. Y vuelve con ocurrencias entrañables:
–Era un poco aburrido Dalí. Hablaba en Figueras y todos bostezaban. Pintaba bien, pero decía pavadas. De todo ese grupo, el único cerebro era Buñuel.
Sobre la cabeza del hombre de Cañuelas flamea una bandera tricolor, la republicana. Pero el viento mueve también otras, clavadas en la tranquera de la casa: la del Frente Amplio (le simpatiza mucho Tabaré Vázquez), la uruguaya y la de Xert, la comunidad valenciana en la que Ferreres vivió cuando –de pequeño– lo llevaron a España.
El último alcalde republicano de ese pueblo fue su padre. Por eso en Xert, cada vez que llega un Ferreres nieto o bisnieto del funcionario que todos recuerdan, se arma una fiesta descomunal. Su hija Graciela, uno de los 4 hijos que tiene Juan (además de 10 nietos y 8 bisnietos), recuerda con lágrimas en los ojos la vez que estuvo allí. Los hornos de las cocinas estaban apagados, pero sólo tuvo que decir llamarse Ferreres para que de golpe se encendieran las cocinas y los olores. Se armó un banquete de empanadas de zapallo, los pastissets. Ella las puso en la valija y se las trajo a su papá.
Ferreres está cómodo en cualquier parte. Vive el presente, le importa estar donde está. Algunos de sus colaboradores cercanos se preguntan por qué sigue cultivando tantas plantas. O para qué. La respuesta es un misterio y lo único cierto es que su obra es una maravilla de la naturaleza que a él le gusta mirar, regalar, hacer crecer. Por esos senderos de árboles camina, fertiliza y rezonga contra las injusticias don Juan Ferreres. Su hija Selva, siempre cerca, vive pendiente de él.
–¡Lean, lean, lean! –les dice a sus nietos.
Hay que leer, coño. Que es importante cultivar la mente, piensa el argentino que dos veces tuvo que exiliarse en su propio país. El que lee todos los días los diarios uruguayos, La Nacion de Argentina, y mira los noticieros de la televisión española para ver lo que ocurre en su casi otra tierra natal.
Cuenta la prole que Ferreres y su mujer (ya fallecida) trajeron al mundo que siempre debieron convivir con un hecho curioso, extraño: los cuentos que su padre contaba sobre la Guerra Civil nunca sonaban demasiado trágicos. Eran historias fascinantes que se oían bajo el sol en Punta Ballena, sobre las que su hija Betina siempre volvía a preguntar, para encontrarse con una respuesta innegociable que latía del mismo modo cada vez:
–Papá, ¿es cierto que vos perdiste la guerra?
–Sí, hija, perdí. Si no nos hubiesen derrotado, yo no estaría contando este cuento aquí.
Eso decía, y eso repite ahora, en el atardecer más bello del mundo el perdedor latinoamericano más optimista de la Guerra Civil.
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