Juan Carlos Gené, medio siglo en escena
Se inició el 19 de diciembre de 1951 en el ya desaparecido teatro Comedia, con una pantomima de Pablo Palant y una obra breve de George Bernard Shaw
El 19 de diciembre de 2001 cumplirá sus bodas de oro con el teatro, en donde se inició cuando era un joven que apenas había pasado la adolescencia. Fue en el hoy desaparecido teatro Comedia, de Paraná al 400, con una pantomima de Pablo Palant y con una obra breve de George Bernard Shaw, en una compañía en la que también figuraba un joven Duilio Marzio.
Sus referentes de aquellos tiempos eran Roberto Durán y el francés Louis Jouvet. Desde entonces, Juan Carlos Gené no paró de trajinar escenarios, aquí y en varios sitios de Hispanoamérica. Actuó en centenares de puestas ajenas y propias, en varios programas de televisión, entre ellos el mítico teleteatro unitario Cosa juzgada (que para la temporada siguiente se anuncia en América 2), escribió nueve obras de teatro, ejerció el gremialismo como secretario general y presidente del gremio de actores durante 11 años, fue director de Canal 7 durante 56 días en 1973 y director del teatro San Martín entre agosto de 1994 y agosto de 1996. Pasó 18 años exiliado en Venezuela, desde julio de 1976, y entre 1983 y 1993 estuvo preparando su regreso a la Argentina, cosa que finalmente concretó.
En este año, mientras sigue con la tarea docente con su mujer, la actriz chilena Verónica Oddó, actuó en su obra El sueño y la vigilia y dirigió una versión de El malentendido, de Camus.
La entrevista se realizó en el departamento de Gené, en el barrio de San Telmo.
-En la próxima temporada de televisión reaparecerá Cosa juzgada, un programa que quedó en la memoria de muchos. ¿Cómo era aquella televisión que admitió semejante programa?
-Los primeros sorprendidos fuimos nosotros. En aquel entonces el director artístico de Canal 11 era un viejo compañero de teatro, Mauricio Farberman; él es el que nos convoca a partir de la sugerencia de la gerencia general de contar con un ciclo basado en casos judiciales auténticos. En algún lado del mundo habían visto algo similar y les había interesado. Pero nadie lo había visto y yo tampoco.
Cuando pregunté, bueno, pero, ¿cómo es el programa?, Farberman me respondió que eso era justamente de lo que tenía que ocuparme. Le estaba diciendo eso a alguien que había tenido poca presencia como autor de televisión. Simplemente le respondí que haría el programa que me gustaría ver.
Se grabó un piloto, con la investigación de Marta Mercader, la dirección de David Stivel y con Pepe Soriano como protagonista y con el grupo Gente de Teatro, que ya estaba contratado en el canal desde hacía dos años. A las tres semanas de estar en el aire, para nuestra sorpresa, el programa ya era un éxito.
Con respecto a la pregunta de cómo era aquella televisión, le respondo que era una televisión con más rendijas que la actual, con un margen mayor para la inquietud. Y como en general uno vive en los intersticios, por suerte encontramos uno.
Yo trato de seguir acomodándome en lugarcitos, pero los de aquel tiempo eran más anchos y de mayor capacidad y calidad. Era 1969 y se trataba de una televisión mucho más rudimentaria que la de hoy. Fíjese que en los 96 programas de Cosa juzgada jamás hubo una escena en exteriores porque había problemas de sonido imposibles de resolver.
-¿Es cierto que no quedó ningún capítulo archivado?
-Es lo que tengo entendido, los destruyeron en la época de la intervención militar; pienso que para no dejar rastros. Aquí no quedó ninguno, pero es posible que en algunas de las plazas del exterior en donde Cosa juzgada se dio -Uruguay, Chile, Perú, Ecuador y varios otros de América Central- existan algunos tapes.
-Y esta televisión a la que están por retornar, ¿tiene todavía intersticios?
-Supongo que ahora un poquito más, porque se está produciendo una tendencia a recuperar el formato del unitario que durante varios años había desaparecido. Le aclaro que soy muy mal testigo de la televisión de aire porque, en general, en los horarios en que dan cosas como Vulnerables o Por ese palpitar, que se pueden ver, no estoy en casa...
-Volviendo a Cosa juzgada, se podría decir que es mítico porque hablan de él incluso personas que, por razones diversas, la edad por ejemplo, jamás lo vieron.
-Sin duda, y ése fue uno de los principales focos de resistencia míos que tuve que vencer para aceptar el regreso.
Es imposible competir con el propio mito. En la cabeza de la gente es un programa tan perfecto que cualquier cosa que se haga, aunque sea muy buena, despertará la inevitable comparación.
Hay gente que se me acerca y me habla de capítulos que nunca existieron. Por eso ahora intentamos que no haya un elenco estable porque exacerbaría la inclinación a comparar con lo del pasado. Todo será nuevo, los casos judiciales incluso.
-Una pregunta sencilla. O no tanto: a la distancia, ¿por qué cree que tuvo que irse?
-Porque figuraba en una lista que me impedía trabajar en Canal 11 y que también había llegado al resto de los canales. Antes de irme tuve una entrevista con un alto oficial del ejército que estaba a cargo del canal, que me atendió con la cortesía y firmeza necesarias como para hacerme entender que eso que me estaba diciendo no era algo personal, sino la evidencia de una política general. El, sin embargo, me aconsejó que tuviera una entrevista con el responsable militar de los medios, que era un capitán de navío; pero en el ínterin me enteré de que Luis Politti había atravesado una situación similar; habían intentado secuestrarlo cuando salía del Departamento de Policía. Así que decidí no correr ese riesgo y me fui. Me quedé con las ganas de preguntarle al capitán de navío por qué, si habían prometido terminar con los corruptos y con los subversivos, también se la agarraban con los artistas.
-Decía que, al fin, cuando le tocó vivir afuera, fue feliz. ¿Qué clase de felicidad?
-La que le está permitida a un ser humano. Pasados los dos primeros años de desconcierto y de fuerte dolor, propios del exilio, fui feliz. Hasta podría situar el episodio: era 1979, acababa de estar en París trabajando contratado por la Unesco, y de allí había saltado a Madrid y en el aeropuerto de Barajas aguardaba el vuelo a Caracas. De pronto, me dije: "¡Huy!, qué ganas de estar en casa de una vez", hasta que me sobresalté y dije: "Pero ¿dónde está mi casa?" Y me respondí que mi casa estaba en Caracas. A partir de ese instante se inició un proceso de fluidez con Venezuela que me ayudó en el trabajo y en el crecimiento en el nuevo lugar. En un principio me había ido a Colombia, luego viajé a Venezuela convocado por un canal de televisión para trabajar como escritor. Igual sufrí las consecuencias de esa enfermedad que significa ser extranjero y que es lo que origina la permanente necesidad de volver.
-Hay un pensamiento clásico de exiliado, que consiste en imaginar qué hubiera pasado si se quedaba en su lugar. ¿Le pasó eso?
-No como algo obsesivo, pero sí pensé que, en el mejor de los casos, de haberme quedado hubiera sido un muerto civil. Le pasó al negro Carella, a Bárbara Mujica, a Pepe Soriano, al mismo Emilio Alfaro, que quedaron totalmente borrados de casi todo lo que fuera ejercicio de la profesión.
-Pensaba que de los rincones en los que vivió y en los que incluso pudo ser feliz, ninguno se encuentra en armonía absoluta. La Argentina y Venezuela muy en la lona, Colombia con una terrible violencia, España rica pero con la locura de ETA...
-En principio, todo eso, que es cierto, me provoca un gran dolor. Se trata de sitios vinculados con mi propia historia. El mundo se ha vuelto una cosa muy pequeña y todo tiene que ver con todo. Cualquier situación de inestabilidad fuerte repercute en todos lados. Los sufrimientos y los degradamientos de Venezuela me llegan muy hondamente porque he vivido allí 17 años. La relación de afecto que conservo con ese país se parece demasiado a la ternura, si es que no lo es. También me sacude lo de Colombia. En ambos lugares tengo amigos.
-Es argentino, vivió en Colombia y en Venezuela, está casado con una chilena, su hijo actor está radicado en España: es como un estandarte de que el mundo es un pañuelo. ¿Será eso la parte aceptable de la globalización?
-La verdad es que no lo había pensado así, pero es cierto. A mí, durante el exilio, me preservó mucho el hecho de haberme prohibido desarrollar y cultivar la nostalgia. Esto tiene un motivo; cuando me tuve que ir, a los 47 años, sentí que tenía que hacerlo para toda la vida; yo aquí no vuelvo más, dije.
Y otro: conocí a muchos españoles exiliados en la Argentina por la Guerra Civil Española, que nunca deshicieron del todo la valija. Y se murieron teniendo en la cabeza la idea de que mañana Franco se moría y que ellos inmediatamente regresarían a su tierra. Yo viajé decidido a que eso no me ocurriera, quería afincarme y vivir en el lugar. Era algo muy sencillo, partía de la base de que el intruso era yo. Venezuela había vivido décadas sin mí, podía seguir haciéndolo fácilmente.
-¿Cuál era su situación de nostalgia más frecuente?
-A ver... es algo que podría asimilarse a un cuadro de Molina Campos. Veía una calle de tierra; a la izquierda, un potrero alambrado; a la derecha, en una esquina en donde hay un sulky parado, un almacén de ramos generales. Era una evidente nostalgia de la pampa. Nunca me atacaba una nostalgia urbana, de calle Corrientes, por ejemplo.
-¿Vivió en La Pampa ?
-Fui mucho de visita, pero nunca viví. Casi siempre residí en Buenos Aires, en varios barrios, empezando por Balvanera, que es donde nací. Después, en distintos lugares de Palermo, Barrio Norte, Caballito, Belgrano, y ahora San Telmo. Y en el medio, Colombia y Venezuela.
-En algún momento declaró que al volver observó un agujero en el país y no precisamente el agujero de ozono. ¿Cuál era el más visible, el más evidente?
-Yo organicé mi regreso a diez años vista, porque cuando llegó la democracia en 1983 ya tenía una vida hecha en Venezuela, no podía dejar todo de un día para el otro. Se acababa de crear en Caracas el Grupo Actoral 80, y ahí me dije que debería ser posible dejar perfectamente creado el grupo y que, en un momento, pudiera funcionar sin mí. Y pensando en lo que Alfonso Sastre denomina la superstición decimal, supuse que esa cantidad de años mínima no bajaría de diez.
Y así fue: en 1983 decidí regresar y en marzo de 1993 estaba viviendo otra vez en la Argentina. En esos diez años fui y vine varias veces, e incluso trabajé, haciendo u organizando temporadas teatrales y tratando de instalar aquí la experiencia del Celcit nacido allá.
Pero lo que observé es que el país que había dejado en 1976, ya no existía más. Sólo que no lo sentí en el cuerpo hasta que volví a instalarme. Siento que sufrimos un proceso de degradación en todos los niveles. El agujero fundamental es que el nuestro es un país que se ha quedado sin proyecto.
Y en ese país agujereado, ninguno de sus habitantes termina de tener un proyecto. A lo sumo, sobrevive el proyecto de salvarse como pueda.
Y esto me lleva a una hipótesis: es por esto que tenemos problemas con el público de teatro. El sitio de ritual colectivo de reflexión que, durante años, para nuestras clases medias fue el teatro, ha desaparecido como tal porque lo gregario, lo colectivo, la movilización social de cualquier clase han sufrido un fuerte ataque. La gente no siente la necesidad de juntarse para reflexionar en compañía.
Desde luego, hay muchos otros problemas que acentúan la crisis del teatro, pero ése es, desde mi punto de vista, el principal.
-¿Vio ese programa de TV Sorpresa y media que se ocupa de cumplir sueños? Suponga que un día le cumplen el sueño de poder organizar un viaje a su entera elección. ¿Cómo sería el recorrido?
-Buenos Aires... Lima, y allí me vería con Alberto Isola, un director teatral peruano, para ver espectáculos con él, los suyos y los de otros. De Lima a Bogotá en donde vería a dos amigas muy queridas: una, María Cecilia Botero, actriz y viuda de David Stivel, y a su hijo Mateo, de 16 años, y a Natalia Camacho. También a Julio César Luna, a Santiago García, un extraordinario director teatral y, obviamente, de ahí pasaría a Caracas.
La lista seguro es muy larga, porque pasé 17 años, una parte muy grande de mi vida, pero empezando por la gente del Grupo Actoral 80. Y vería a un escritor, dramaturgo y periodista que se ha convertido en líder de opinión en Venezuela, llamado Ibsen Martínez. No dejaría de ver a María Teresa Castillo, a la que se le debe buena parte del movimiento cultural venezolano, y a la que volvería a pedirle bendición como cuando vivía allí.
El paso siguiente sería Madrid, o más exactamente Almagro, porque mi gente más amiga, Luis Molina, fundador del Celcit, y su mujer, mudaron la sede a esa ciudad, a cuatro horas de Madrid, en Castilla la Nueva. Vería a Juan Margallo, a Nuria Espert y, por supuesto, a mi hijo Hernán, que vive en España.
De allí pasaría a Francia, en donde vería a dos parientes de mi mujer y en París ya no sé quién está y quién no está. También pasaría por Rostock, Alemania, para visitar a una hija de mi mujer, a su marido y a su hijita, y de ahí a Peruggia, Italia, a visitar a los Tosetti, a los que conocí en Venezuela.
Conste que esto lo respondo sólo a su solicitud y como un ejercicio de imaginación, porque no me gusta viajar. (Se ríe.) Salvo en tren o en auto y manejando yo, pero muy lejos no se puede llegar. Mucho menos en avión. No por miedo, sino que las travesías aéreas se han vuelto infames.
-¿Y al volver?
-Por supuesto, pensaría y diría, qué bueno, otra vez a casa.Y me embarcaría a Buenos Aires.
-Hace muy poco cumplió años. ¿En qué momento de su vida diría que está?
-Ni más ni menos que en los 72 años. (Risas.) Ufff, qué pregunta tan seria.
Lo que le puedo decir es que es un momento de desconcierto. La biología es inexorable y uno, haciendo un cálculo elemental, por optimista que fuere, sabe que le queda tanto menos tiempo para vivir que el que ya vivió. A medida que se toma conciencia de ese dato, resulta francamente difícil adaptarse. Eso, en principio, me desconcierta; en fin, trataré de adaptarme.
Hace ya varios años, a los 50 y tantos, todavía en Venezuela, comencé a hacer el imposible ejercicio de mirar de frente a la muerte. Lo mejor que le podría decir al respecto, hoy, es que el tema está ahí, y que intento desdramatizarlo.
-No sé si vio envejecer a su padre y en ese caso si aquello le sirvió de alguna enseñanza...
-Cuando yo me fui del país tenía 47 años y mis padres eran grandes, pero estaban enteros. En los 18 años que estuve ausente ellos envejecieron, se deterioraron y marcharon hacia la muerte, que alcanzó primero mi madre.
Es algo muy movilizador hablar de eso: le diría que no aprendí, porque no tuve la oportunidad de verlos.
Me acuerdo ahora, no sé por qué, de una frase de un personaje en la película Carrington. El es un poeta y agoniza: "Si esta es la muerte, no es gran cosa", dice. Hace poco leí una entrevista de (Jorge) Guinzburg a China Zorrilla, que tenía un final precioso. China se refería a su abuela, que un día le dijo: "Tanto miedo que le tenía yo a la muerte y ¿sabes qué siento ahora?: curiosidad".
Hace un tiempo reuní en un libro todo lo que tenía escrito sobre teatro (Gené se pone de pie y busca un ejemplar de Escrito en el escenario, que firma y regala al cronista), fundamentalmente para preguntarme qué quedó de aquello que yo soñaba.
-¿Y cuál es la respuesta?
-Que queda todo, todo, todo. Con la salvedad de que no creo tanto en el poder revulsivo del arte en general y del teatro en particular, y viceversa. Pero lo que hago, lo siento y lo practico con la misma devoción y pasión.
Por suerte no he cambiado mucho. Hay días que me parece que soy el mismo niño que jugaba al lado de la silla de mi abuelo en Mar del Plata. Sé que no es así, que ahora el abuelo soy yo, pero esto ayuda a seguir soñando.
Tengo planes de hacer un libro de memorias y un libro sobre Ibsen, pero cuando ya no me quede nada de lo mucho que todavía tengo para hacer.
-¿Qué es lo que más le gusta de la ceremonia del teatro?
-Poner el cuerpo en el espacio, actuar, claro y, además, poner en el cuerpo las propias obsesiones, lo que pone en marcha el mágico: "Yo quiero estar ahí", del espectador de teatro.
-Y adentro del teatro, ¿cuál es aquel lugar preferido que más lo fascina?
-Desde luego, el escenario, como lugar en el que está el actor... y otro: estar en la antesala del escenario, detrás del telón, y escuchar, sin ser visto, el murmullo del público.
-¿Cuál diría que es la misión del artista de teatro?
-Cambiarse a sí mismo. Si alguien es seducido por ese cambio, podrá cambiar también.
En El juego de abalorios, de Herman Hesse, hay un diálogo entre el magister y el protagonista que dice: "Enseña todas las técnicas. El sentido no se puede enseñar".
Cuando habla el varón enamorado
" Verónica es extraordinaria y la amo."
Actualmente su mujer desde 1981 (la conoció en Venezuela), la actriz chilena Verónica Oddó está en Chile dirigiendo una obra de Marguerite Duras, pero aun con Verónica ausente, Gené tiene enormes dificultades para responder cuando se le pregunta por ella.
"Es que somos una pareja con un territorio común muy fuerte -dice-; tanto que han venido a decirnos que nuestra patria compartida es el escenario. A mí, su calidad de actriz y su singular personalidad logran fascinarme de tal manera que verdaderamente siento pudor cuando alguien me pide que hable de ella. Porque, realmente, ¿qué objetividad puedo tener? Ella formó parte de mi atmósfera de paz durante el exilio y fue decisiva en el momento de intentar la fundación del grupo teatral, porque gracias a Verónica pude pensar que muchas cosas serían posibles. En síntesis, no es que yo la crea extraordinaria porque la amo, sino que la amo porque es extraordinaria", -concluye el enamoradísimo Gené.
Retrato de un primer actor y autor
- Nacido: el 5 de noviembre de 1928. " Me reconozco como integrante de una generación influida desde cuando éramos niños por la guerra civil española, y posteriormente también signada por la irrupción del fascismo contra el socialismo y por la segunda guerra mundial", acota.
- Estado civil: casado, con la actriz chilena Verónica Oddó.
- Hijos: tres. Hernán (de 40 años), actor, reside en España; Valeria (39), trabaja en producción de publicidad, y Paula (38), ama de casa y su secretaria personal.
- Nietos: cuatro, de 14, 12, 9 y 4 años.
- Obras de teatro estrenadas: nueve. El herrero y el diablo, Se acabó la diversión, El inglés, Golpes a mi puerta, Memorial del cordero asesinado, Ulf, Ritorno a Corallina, Memorias bajo la mesa. Y El sueño y la vigilia.
- Hobby: la lectura.
- Pasión: la docencia
- Placer: fumar en pipa fragantes tabacos de Dunhill.
- Admirador de: Federico García Lorca, Ramón del Valle Inclán, Miguel de Unamuno.
- Trabajo insólito: entre 1956 y 1960 fue guionista de historietas, como Bull Rocket y El Indio Suárez en la revista Misterix, de la Editorial Abril.