José Nun: el cortapapeles de plata
En su mesa de trabajo, el politólogo tiene un abrecartas que fue de su padre, un inmigrante lituano que quería ver a su hijo convertido en abogado
El escritorio de José Pepe Nun está poblado de cosas. Hay pilas de hojas sueltas, carpetas, cuadernos, libros (entre ellos El Reino, de Emmanuel Carrère, y Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg), una taza de café olvidada y recipientes varios con ramilletes de lápices y biromes dentro. En uno de ellos sobresale un cortapapeles de plata marca Solingen que hoy, en tiempos de correo electrónico y WhatsApp, no presta otra función que la de encerrar una memoria familiar que Pepe recupera cuando lo sostiene en la mano. Así, viaja a su infancia, vuelve a verlo en las manos jóvenes de Jaime, su padre, y hasta oye otra vez el ruido de un sobre que se rasga bajo la acción de su filo implacable y frío.
Ese cortapapeles estuvo antes en un escritorio muy distinto del suyo. Aunque era admirador de Zweig y de Tolstoi, Jaime no era un intelectual, sino un emprendedor de familia campesina que había llegado de Lituania a los 13 años junto con su madre y sus dos hermanas, para reecontrarse aquí con su padre y otros dos hermanos.
Abraham, el hermano mayor, fue el primero en llegar, cuando despuntaba el siglo XX. Entre un barco que venía a la Argentina y otro que viajaba a Estados Unidos, eligió el primero: era gratis. Pintón y gran bailarín, se enamoró aquí perdidamente y, al no ser correspondido por la dama, se arrojó al Río de la Plata desde la Costanera. “Dice la leyenda familiar que mi abuela despertó esa noche de pronto allá en Lituania y, sin que nadie supiera por qué, clamó a viva voz por el hijo en peligro, que al fin fue rescatado de las aguas”, cuenta Pepe.
La familia se asentó en Villa Crespo. Los hermanos, Jaime incluido, consiguieron trabajo como operarios en los talleres Vasena, donde vivieron los sucesos de la Semana Trágica. Inquieto, el padre de Pepe pasó a trabajar como empleado en una fábrica de tejidos. Allí conoció a una perito mercantil, hija de emigrantes rusos, con la que se casó. Junto con Abraham, la joven pareja creó un producto que al principio hacían en la cocina de su casa: la Barrocutina. Jaime ahorró. Con el tiempo abrió una pyme y prosperó en el sector textil.
Pepe lo recuerda en esa época, cuando hacía números sentado frente a su escritorio y abría la correspondencia con el cortapapeles de plata, en su casa de Santa Fe y Laprida. Aquel era un escritorio rebatible que se adosaba a la pared, y estaba en el dormitorio de Pepe. “En la tradición judía, el hijo mayor es una suerte de extensión del padre, entonces esa habitación le pertenecía”, explica Nun.
Ese padre exitoso y exigente tenía un sueño: que su hijo mayor fuera abogado. Pepe terminó Derecho con promedio sobrasaliente y fue presidente del centro de estudiantes. Pero pasaba las horas en las aulas de Sociología, atraído por esa disciplina y por una estudiante que se convertiría en su esposa, Silvia Sigal. Cuando se casaron, recibieron un departamento de regalo. Lo vendieron para irse a Francia a estudiar Ciencias Políticas. Allí, Pepe se hizo discípulo de Alain Touraine, quien en 1962 lo invitó a quedarse en París como su ayudante. En esos días, Nun recibió un llamado de su suegro: Jaime había muerto. Tenía 61 años. “Me dio mucha tristeza no haber podido mostrarle a mi padre que el camino que había elegido valía la pena –dice Pepe–. Se lo dije a Touraine antes de partir.” La respuesta del politólogo francés, cuyo padre lo soñaba médico, fue corta y concisa: “Nos pasa a todos”.
Nun volvió a Buenos Aires, despidió a su padre y heredó el cortapapeles de plata. Hoy ese objeto que ya le reclama su hija Paula representa para él no la extensión, pero si una forma de continuidad respecto de aquel hombre que le transmitió el sentido de la tenacidad, la voluntad de ir siempre a más. Y brilla en el centro de su mesa de trabajo, entre libros, lápices y papeles.