Jorge Fernández Díaz: "La ficción me sirve para contar las mafias"
Ganador del Konex, éxito radial, columnista de la realidad y rutilante escritor de best sellers, acaba de publicar La herida, un thriller político en el que reaparece Remil, el personaje que expone lo más oscuro del poder en la Argentina
"Vos no podés, no sabés ser feliz”, le espetó en el teléfono un altísimo funcionario de Cambiemos. A Jorge Fernández Díaz esa frase lo tomó por sorpresa. Caminaba por el centro y la voz poco modulada al otro lado del celular le recriminaba con cierto enojo lo que el analista político había escrito días antes en su columna dominical de La Nación.
Con escepticismo, colocando paños tibios a la euforia oficialista por los resultados generales en las PASO, el columnista había vuelto sobre el estigma de los gobiernos no peronistas en el ejercicio del poder: los mandatos inconclusos. También había mencionado en esa y otras columnas escritas y en LN+ el desdén a la política tradicional por el núcleo de la coalición gobernante; la falta de sensibilidad y rigurosidad inicial en la información oficial respecto de temas como el de Maldonado; el peligro de endeudamiento por el gradualismo y la subestimación a temas del círculo rojo que no logran mover el amperímetro, pero que son importantes para el tejido social. Todos argumentos coyunturales frente a otro más denso, de raigambre histórica: el gen tóxico del peronismo que desde su concepción como movimiento nacional y popular le ha impedido al país, según sostiene Fernández Díaz, consolidar un sistema republicano de partidos políticos con alternancia y contrapesos en el poder.
Implacable en sus análisis, como todo periodista de raza, Fernández Díaz es equidistante y poco propenso a los elogios. De allí, quizá, sus anticuerpos para la felicidad política que altos mandos del Gobierno le reclaman.
Con casi 40 años de oficio en las mayores redacciones del país y tras haber incursionado en casi todas las facetas –salvo deportes– del prisma periodístico, Fernández Díaz es un observador agudo, un escritor exitoso y un intelectual escéptico. Y lo es aún más al escudriñar el poder, elevándose por encima de esa grieta que tantas amistades le arrebató.
No titubea al definir a Cambiemos, por ejemplo, como “un amague” más que como un cambio real fuertemente instalado: “Es un partido encerrado dentro de una cabina de mando con otros tantos que orbitan, sin gravitación, a su alrededor”. Lo dice sin medias tintas. Subraya torpezas y fallas en la percepción del gobierno de Mauricio Macri con la misma honestidad intelectual con la que combate a los setentistas, “los gendarmes ideológicos de mi generación”. O con la que cuestiona el número de 30.000 desaparecidos. “No hay mucho misterio en eso: si el registro da 8500, es eso. Lo que me asombra es que historiadores, técnicos y científicos pasen por alto que la historia se hace con hechos y no con símbolos. Y lo que hay acá es una batalla contra los hechos.”
La afirmación del funcionario, no obstante, es en parte cierta: Fernández Díaz no puede ser feliz cuando analiza la realidad política argentina. Asume ese compromiso con la responsabilidad de no errar pronósticos, de no equivocarse en la lectura coyuntural. A tal punto que muchas veces expone sus tesis dominicales ante aquellos capaces de rebatirlas desde el sentido común o de objetarlas con pruebas empíricas. Eso le aporta cierto blindaje a su argumentación.
Pero es aquello que el periodista calla u omite en sus análisis lo que en verdad allana el camino para su felicidad: la realidad travestida en ficción. El presente de la Argentina como novela. La trastienda política, donde un “hijo de remil putas”, agente de inteligencia y ex combatiente de Malvinas, más conocido como Remil, desnuda con sus operaciones el engranaje de mafias de todo tipo en el país.
Si en su novela El puñal expuso los vínculos entre poder y narcotráfico, ahora en La herida, recién editada por Planeta con una impresionante tirada de 35.000 ejemplares, el miembro de la Academia Argentina de Letras explora cómo se construye hegemonía en una provincia patagónica a partir de dos crímenes: una desaparición y un asesinato.
¿Hay un vínculo secreto que te impide desapegarte de Remil, ese agente de inteligencia apodado “hijo de mil p”?
Remil era una vieja deuda personal y a pesar de El puñal y ahora de La herida la deuda no se salda. A los 15 años, cuando leía a Ian Fleming y a John Le Carré, quería escribir esa novela. Recién lo pude hacer tras haber vivido mucho y capitalizar mi bagaje como cronista policial y analista político. Acá los servicios de inteligencia intervienen en el juego negro de la política y Remil me sirve para contar la verdad sobre las mafias en la Argentina, de las que sólo vemos la punta del iceberg. Siempre que el periodismo me limitó, logré saltar esa barrera con ficción. Me pasó a los 25, cuando ahondé en las mafias del fútbol y escribí El asesinato del wing izquierdo. Remil entonces me sirve para dar cuenta del presente político, algo en lo que no se involucra mucho la literatura argentina.
¿Las mafias se mantienen hoy?
Sí, muchísimo. Se van cayendo algunas, pero el entramado mafioso es mucho más grande e importante de lo que vemos. Y es uno de los grandes desafíos de la democracia. Tardó en entender Cambiemos que era nodal combatirlas. Les pareció que venían a modernizar hasta que tropezaron con ellas. María Eugenia Vidal, antes de ser gobernadora, leyó El puñal y me dijo: “Entendí bien cómo era el entramado gracias a El puñal”.
Así como Fernández, aquel periodista escéptico y observador, era tu álter ego, ¿qué tiene de vos Remil?
Mi parte oscura, pero en muchos casos es contradictorio conmigo. Él es un héroe infame, desencantado de todo, con códigos de lealtad hacia su jefe y protector: Cálgaris. Remil no juzga a nadie, no hace las cosas por la justicia, ni cede al chantaje moralista. Si en El puñal conté el entramado mafioso que unía al narcotráfico con el poder judicial y político y el vínculo era con España, en La herida el nexo es Italia y el eje está puesto en la construcción del neopopulismo en una provincia patagónica. Quise mostrar cómo se crea hegemonía; cómo se maneja a los jueces; cómo se trata de proteger a un gobernador y se le crea un linaje falso. Es decir, la construcción de hegemonía vista desde atrás. Ese es el negocio que ayuda a montar Remil. Y como no lo podía hacer caer en desgracia por amor otra vez –iba a ser poco creíble–, la empatía del lector asoma por su ristra de fracasos.
¿Cuál es la trama?
La herida es un thriller político, que opera en dos niveles porque dentro hay una novela policial: una monja villera desaparece, el Vaticano le pide buscarla, pero en esa pesquisa Remil termina investigando un crimen de Estado. Hay muchos enigmas, mucha acción; el libro está lleno de mujeres y hay cuatro historias de amor decisivas. Pero este Remil está muchísimo más golpeado. Acá no se jacta de nada: hago con él lo que mi padre hizo conmigo: Cálgaris lo da por perdido.
¿Qué espejo hay ahí?
Cuando tenía 14 años, mi padre, Marcial, se dio cuenta de que yo quería ser escritor de vago, nomás. Luego pensó lo mismo con el periodismo. Él, asturiano laburante, mozo de un bar, quería m' hijo el dotor. Por 10 años me dio por perdido. Fue el dolor más formativo de mi vida: me convertí en trabajador adicto. Todavía lo soy, trabajo todos los días de mi vida respondiéndole a mi padre.
¿Te echó de tu casa?
No, pero vivimos alejados hasta que publiqué un folletín en La Razón. Un día suena el teléfono y es mi padre para preguntarme si el protagonista iba a recuperar el dinero de un rescate que le habían robado. “Lo estamos leyendo todos acá en el bar –me dice–. ¿Les puedo decir que va a recuperar la plata?”. Con los ojos llorosos, sin que lo notara, le dije: “Sí, papá, deciles que sí”. Nos enemistó y nos reconcilió la literatura. Esto es lo que le pasa a Cálgaris en el fondo con Remil, que intenta sobreponerse y ganarle a ese padre que lo dio por perdido.
“Todos llevamos una herida fundamental que ocultamos, de la que algunos se hacen cargo y otros tapan”, dice una de las mujeres del libro.
Por eso se llama La herida. Es el dolor fundamental de cada uno. La mía fue la de mi padre; tuve otras, por supuesto. Creo que todos luchamos fantasmalmente contra algo. Es como una piedra que a lo sumo podemos limar, pero no extirpar. La paradoja es que esa misma herida te forma, te malforma y te persigue.
¿Fue justa la apreciación de tu padre?
Mirá, lo llamo la maldición de la escalera: los inmigrantes nos enseñaron que hay que subir la escalera. Pero cuando llegás a un lugar, mirás y la escalera es interminable. Nunca estás lo suficientemente alto y continuás persiguiendo el horizonte.
¿Tu horizonte es ser un escritor popular?
Sí, desde siempre quise serlo. A la manera en que John Ford o Conan Doyle fueron artistas populares. Más que la crítica, me interesa el lector pedestre, el que devora tu novela y te la comenta. También por eso me considero tanto un escritor de diario como de libros. Casi toda mi obra fue publicada en diarios, primero en folletines.
Te dieron el Konex por segunda vez al mejor redactor de la década. ¿Qué valor le das?
Es una satisfacción grande, porque el periodismo va perdiendo, lamentablemente, algo clave que es la belleza y eficacia de la prosa. En estos diez años hice relatos de amor, aguafuertes cotidianas, historias de vida, narrativas épicas. El diario me permitió experimentar con un montón de géneros, y ahora me permite hacer una columna, que en realidad es un ensayo político. Me he considerado siempre un escritor de diario, el gran género literario de los siglos XIX y XX. Las grandes novelas y las grandes intervenciones de los escritores han aparecido más en los diarios que en los libros. Es una herejía decirlo y más ahora que los diarios declinan. Pero lo siento así y eso tiene que ver con la idea del escritor popular.
¿Qué pasó con la versión cinematográfica de El puñal?
Al productor Hugo Sigman, de K&S, (Relatos salvajes, El clan, La cordillera) no le gustó el guión y ahora lo estoy escribiendo yo. Me va a llevar seis meses y es un gran desafío, porque es otro oficio. No es lo mismo que la novela, hay que hacerlo y pensarlo de otra manera. Pero el cine norteamericano de los 40, 50 y 60 me formó tanto como la literatura: Howard Hawks, Billy Wilder, George Stevens, John Ford, y eso nos hermana mucho con Arturo [Pérez-Reverte]; terminamos hablando siempre de las mismas películas, que yo no vi en el cine, sino por Canal 11, en Cine de Súper Acción. Vi obras maestras que ni sabía que lo eran.
¿Quién podría interpretar a Remil?
Es un problema, no hay un actor argentino de primera línea que pudiera ser. Pienso en Vincent Cassel, el francés, ex esposo de Mónica Bellucci; en Benicio del Toro, pero a la vez tiene que ser un argentino. Creo que Darín pensó en hacer la película, pero creo que ya Darín no lo podría hacer.
¿Si no hubieras pasado por policiales, hoy serías escritor?
Sin duda que no. Aprendí mucho de la condición humana en general. Los crímenes, los asesinos, los delincuentes, los policías mentirosos, los estafadores están reflejados en muchos caracteres que luego desarrollan, de forma más civilizada, otras personas. Ves las verdaderas pulsiones. Nunca fui tan feliz como cuando cubría el cadáver de cada día.
Tu prosa me recuerda a la del gordo Soriano.
A los 20, quería ser Soriano, Feinmann y Sasturain. Eran los tipos de la otra generación que escribían policiales y que aspiraban a ser escritores populares también. Ahora me siento más cercano a Arturo Pérez-Reverte, una influencia decisiva. Tengo el honor de que me haya dedicado su última novela, Eva. Después, infinidad de escritores me influyeron: Hemingway, Fitzgerald, Capote, Bioy y Mujica Lainez. Pero con Borges tengo una dependencia absoluta. Lo releo los viernes, antes de escribir la columna de los domingos. Sólo él es capaz de escribir una novela en tres páginas. Aspiro, y por supuesto fracaso, a ese nivel de síntesis y concisión los domingos.
¿Se retroalimentan con Pérez-Reverte? Remil y Falcó están pensados ambos como series.
Remil tiene algo de Alatriste, y creo que Falcó tiene mucho de Remil. Durante años estuve muy influido por Arturo. Creo que es la primera vez, en 23 años que nos conocemos, que lo influyo en algo a él también. Las vidas de Remil y Falcó están muy unidas, a tal punto que él va a hacer un relato en el que Falcó se jubila en Buenos Aires y se junta con Remil en Recoleta. Pero Falcó es muy distinto; es un homenaje a las viejas novelas de espías. Mi objetivo, en cambio, es hacer un fresco de la trastienda política local. Por lo tanto, resta mucho por contar: ese fresco no está terminado.
¿Cerraste la etapa como cronista sentimental?
Sí, tuve un período de grandes problemas amorosos, quilombos, pasiones, todo lo que te imaginás, todo junto. Leí mucho sobre el amor para entender lo que me pasaba. Quería descifrar a los dejantes, a los dejados; por qué alguien se enamora de otro y no de miles de otros más. Por qué hay barcos que se cruzan en el océano y otros que no se tocan jamás. Salí a buscar una tipología para tratar de entenderme. Y lo hice también porque la ficción ayuda al periodista a contar. Al indagar los sentimientos me quedó un gran interés por las personas.
Es que ahí está todo.
Sí, me encanta escuchar a las personas, entender sus conflictos. Hice Crónicas sobre la vida real y me quedó una mirada psicoanalítica. En esa época descubrí terapia, clave para crear, también, los personajes de ficción. Los de La herida, aún los más pequeños, están muy trabajados psicológicamente. Los he discutido con mi mujer: comíamos y hablábamos de tal personaje como si fuera un pariente.
¿Han convivido sin roces periodismo y literatura?
Se odiaron durante años. Me enamoré de dos minas antagónicas, que me exigían toda la energía ambas y me recriminaban lo que no les daba. Ese conflicto se fue cerrando con Mamá. Ahí descubro cómo conectarlas. Voy a dar una pequeña fórmula para mejorar el periodismo: si se parte de que no sólo el contenido es importante, sino que también lo son la belleza, la forma y la eficacia, creo que el periodismo se convierte en una de las bellas artes. Hoy, con la crisis digital, va en dirección opuesta. Pero yo siempre aspiré a que el periodismo sea una de las bellas artes. Lo he hecho como he podido, con mediocridad, con talento, pero siempre he querido eso. Sólo estoy tranquilo en periodismo cuando escribo una página que podría incluir en un libro así como está, sin que me avergüence después. Por eso me lleva 10 horas escribir mi columna; pensarla, toda la semana.
¡Cuánta exigencia!
Es una lucha constante conmigo mismo. Reniego de esta idea que hay hoy de que el periodismo fue inventado por Ben Bradlee y el Watergate. No es cierto, ha sido una escuela muy importante, pero el periodismo es muchas cosas. Tiene 300 años. He escrito un largo discurso en la Academia de Letras que trata sobre eso y sobre la idea de que puede aspirar al arte. Cuando lo hace, me interesa. Por eso, me considero cada vez más un escritor, y menos un periodista en el sentido tradicional del término.
Prevalece una postura estética.
Sí, no me interesan más las noticias; hay gente mejor que yo con eso. Prefiero las implicancias, los razonamientos. Escribir literatura es lúdico, pero con la columna no me divierto nunca. Jamás. Siento una enorme responsabilidad y angustia escribiéndola. El articulismo implica enseñar a pensar.
¿Al final qué es más trascendente: creación o coyuntura?
Para mí, todo es mi obra. La columna, Remil, las historias de amor son exactamente lo mismo. No lo que hablo por radio, eso es otra cosa. Por eso todo tiene que estar a un mismo nivel. Puedo ser todas esas personas a la vez, porque me parece aburrido ser una sola. Es enfermizo escindirlas; he luchado para incorporarlas a todas esas personas. Me han dicho: “¿Cómo un tipo serio habla de temas amorosos?”.
¿Hay amor con la radio?
Sí, es una experiencia extraordinaria. Me formé también escuchando a Carrizo, Dolina, Larrea, en esa vieja Radio Rivadavia. No sabía que tenía buena voz para la radio. Tampoco había sentido nunca ese grado de intimidad. Leo todas las noches un texto, cuentos de Jacobs, de Hemingway, de Borges, de Manucho, de grandes escritores y ensayistas. El vínculo es casi familiar y tiene mucho que ver con la escritura.
Trabajaste con Timerman. ¿Quiénes fueron tus referentes?
Era nuestro jefe, nos criticaba, pero no tuve mucha relación. Cada vez que entrabas en la redacción, mirabas de lejos a ver si en tu escritorio estaba recortada tu nota junto a un papelito amarillo. Si estaba –a mí me dejó dos o tres–, te agarraba pánico. Te escribía “falta una fuente”, “¿de dónde sacó eso?”. Pero mi gran maestro fue Emilio Petcoff, un erudito, cronista policial en La Razón y en Clarín. Escribió una nota legendaria: “Juan Gómez vino a romper ayer el viejo axioma según el cual un hombre no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Su cabeza apareció en Malabia…”. A él le dediqué mi primera novela. Me influyó mucho Walsh, también. Los kirchneristas lo banalizan: Walsh era un escritor complejo y muy interesante. Él, que quería ser Borges antes que Walsh, se horrorizaría de que su gran texto sea la Carta a la Junta. Después, en el articulismo me influyó mucho Tomás Eloy [Martínez], capaz de escribir artículos que eran un placer estético tremendo leerlos. Y están los españoles: Javier Marías, Manuel Vicent. Pero el más grande periodista ha sido, sin dudas, García Márquez.
¿Hacia dónde va la profesión?
Ya nadie le exige al periodismo excelencia en la narración y creo que todavía hay lectores que buscan eso. Se forman ejércitos de periodistas no acostumbrados a pensar por sí mismos. Creo que el papel va a sobrevivir unos diez años más, y que yo seré enterrado con él. Porque el papel me ha hecho feliz y ha hecho feliz a mis lectores, que vienen con el diario.
En tu narrativa hay un interés especial por Malvinas. ¿Por qué?
Eso me dice Arturo: insiste en que debería escribir un libro sobre Malvinas, porque está en todos lados. También en Remil, destinado a ser un demente y a pegarse un tiro como lo hicieron otros 500 ex combatientes. Pero él encontró una red. Es que Malvinas me marcó. Estuve en contra de la guerra y de Galtieri. Pero al final casi me presento como voluntario. La veía como una lucha anti-imperialista, estaba en la izquierda nacional de Abelardo Ramos, cerca del peronismo. Esa guerra era nuestra guerra. Al año que ganó Alfonsín fuimos a la Plaza de los Ingleses y tiramos abajo la estatua de Canning, en repudio a la desmalvinización. Detrás de eso estaba lo nacional. Luego me hice muy amigo de muchos combatientes. Más allá de ese disparate y de esa gran tragedia, quedan en pie algunos tipos increíbles de esa guerra, que ni yo conozco. El interés es que pude haber sido uno de esos muertos.
¿Qué queda de ese pasado político?
Mirá, escribo mucho sobre lo imbéciles que fuimos de jóvenes. Porque el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando. Yo viajé, leí, pero fui uno de los que le hizo la vida imposible a Alfonsín. Lo veía como un impostor. Era k antes de que el kirchnerismo existiera. Conozco bien esa patología y me enoja mucho con el que fui. Por eso discuto en el presente a los que se han subido a la imbecilidad de creer que sólo un partido puede gobernar, porque ese partido es la patria. Es la enfermedad autoritaria nacionalista, base del peronismo. Ese precepto ha dañado mucho y destruido el sistema republicano de partidos en el país. Por eso, mi principal misión es dar una batalla cultural en ese sentido.
¿Cómo decanta el error?
Es que aquí nadie se equivocó nunca. La mayoría de los intelectuales, que hoy no son de izquierda, ocultan lo que fueron. Los periodistas también. Nadie votó a Menem, ni a Kirchner, ni a nadie. Yo digo lo que hice y eso me da autoridad para criticar lo que pasa hoy. Hice imbecilidades y voy a batallar para desterrar esas idioteces. Mi columna es un ensayo sobre las argumentaciones que circulan; el sentido común versus el sentido impuesto. Hay un montón de cosas de las que puedo dar cuenta porque el error es pedagógico, siempre que se lo reconozca. No encuentro ninguna virtud en la coherencia.
¿Dónde te ubicás políticamente?
Es muy sencillo lo mío. El peronismo nos condujo a una decadencia, a una pobreza estructural y a una miseria muy importantes. Faltó en la Argentina un verdadero sistema de partidos políticos. No hubiera habido el nivel de salvajismo, ni de autoritarismo, ni de destrucción de la economía, ni de impunidad si un partido sucedía al otro y lo vigilaba, y entre los dos tenían que acordar cosas. Eso no sucedió nunca. Nunca tuvimos una democracia republicana, ni un capitalismo serio. Por eso aquí la rebelión que estamos viendo es una rebelión contra la democracia hegemónica. Cambiemos encarna en parte eso. Aunque no sé si va a ser el instrumento adecuado. Hoy lo veo más como un amague y no como un cambio instalado.
¿Por qué?
Porque si uno ve las barbaridades que apoyó esta sociedad, no se pueden tener esperanzas. El gen de esta sociedad es facilismo, el caudillismo.
¿La grieta tardará mucho en diluirse?
Sí, el kirchnerismo representa un modo de ver la política; es nacionalismo estatista instalado hace muchísimos años. Y va a seguir con otras encarnaciones. Otra cosa es que tenga relevancia política. Pero la grieta por más que sea una minoría, va a ser siempre una minoría intensa. A veces es mucho más interesante debatir con ellos que con ciertos peronistas que no saben adónde van.
¿Podés debatir con ellos?
Sí, debato mentalmente. Porque son el núcleo de la discusión que nos impide ser otra cosa.
1960
Hace 57 años nació en Palermo, donde estudió en un colegio de salesianos. Algunos de sus libros recuerdan esa geografía barrial
1972
Su madre asturiana le regala la Colección Robin Hood. Leyendo una novela de Conan Doyle descubre que quiere ser escritor
1980
Estudia periodismo y funda la revista Retruco. Luego escribe para El Periodista, y crónicas rojas y folletines policiales en La Razón, de Jacobo Timerman
1991
Hizo periodismo en Neuquén cinco años, trabajó en El Cronista, Somos y Gente. Publica El dilema de los próceres y después dirige Noticias
2002
Publica Mamá y tiene un éxito arrasador. Ingresa en la nacion (hoy es uno de sus más influyentes articulistas), y escribe Corazones desatados, La logia de Cádiz y muchos otros libros
2015
Crea al agente Remil y tiene un gran éxito con El puñal. Entra en la Academia Argentina de Letras: ocupa el sillón de Juan Bautista Alberdi
El futuro
Está escribiendo el guión de El puñal, cuyos derechos compró K&S, la productora de Relatos salvajes. Y planea para 2019 un ensayo testimonial de 800 páginas sobre algunos temas que despliega en sus columnas dominicales
Asistente de fotografía: Ezequiel Yrurtia. asistente de producción: Camila Pepa. make-up: Carol Schmoisman para Estudio Novillo con productos Yves Saint Laurent. agradecimientos: Presidente Bar, Textil De Levie, Simpson antiguedades, Perramus, Giesso, compañía de sombreros, Grimoldi Hush Puppies, mis íntimos amigos, key biscayne y bolivia
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