Jonathan Nossiter, el cineasta del vino
El director de Mondovino y Resistencia natural cuenta por qué filma el mundo vitivinícola, cuestiona a enólogos famosos y habla de "insurrección" de los que apuestan por lo orgánico: “Son héroes de nuestro tiempo
Cuando un viñedo se convierte en un páramo tóxico, prefiero irme de vacaciones a Chernobyl.” Stefano Bellotti, agricultor del Piamonte, toma con gusto el rol de iconoclasta. Comparte la mesa con Giovanna Tiezzi, Stefano Borsa, Corrado Dottori, Valerio Bochi y Elena Pantaleoni, colegas de distintas regiones de Italia que forman parte del movimiento que reivindica el vino natural. La fonética hipnotiza, la conversación fluye al ritmo de las botellas sin etiqueta que se vacían, la casona luce manchones de humedad pretéritos en las paredes, la sombra vespertina se extiende, el paisaje de la Toscana presagia que no existirá tal cosa como el fin del mundo. La película se llama Resistencia natural, o léase Idilica. Detrás de cámara, o inmerso en las conversaciones, el director Jonathan Nossiter lo hace de nuevo: dejar al desnudo al universo global del vino, para esta vez mostrar la piel que lo va a salvar.
Nacido en Washington DC y radicado en Roma desde 2011 –junto con su mujer y productora, Paula Prandini, y sus tres hijos–, a los 56 años, Nossiter trabaja de escribir y dirigir ficción. Ha filmado con Charlotte Rampling, Stellan Skarsgård, Bill Pullman y John Hurt, sus películas han ganado premios en Sundance y Berlín, y el año próximo rodará Last Words, un guión escrito por el argentino Santiago Amigorena con la actuación de Willem Dafoe. Pero el documental Mondovino, nominado a la Palma de Oro de Cannes en 2004, marcó el punto de inflexión en su carrera. Contemporánea y némesis de Entre copas, en la que se glorificaba al Valle de Napa de California a través del personaje neurótico e inolvidable de Paul Giamatti, Mondovino lidia con casos reales relevados en ocho países (Argentina incluido) durante cuatro años. Desde su estreno, Nossiter se ganó el desprecio del establishment, en buena medida por habérseles animado al enólogo Michel Rolland y al crítico Robert Parker Jr., gurúes muy influyentes de la industria vitivinícola mundial. Se lo llegó a rotular como el Michael Moore del vino, una etiqueta que procuró esquivar desde el primer momento.
“La idea del vino como un acto industrial es la muerte en sí misma. Me gusta comer y beber, pero después de cierto punto es sólo masturbación, el mundo estetizante del placer burgués. El vino es sólo interesante en cuanto espejo de la cultura general y de lo que hace un agricultor cada día pensando en el mundo”, dice Nossiter, vía Skype desde Roma, antes de volar a Buenos Aires, donde se acaba de proyectar su película en el marco del 7º Encuentro Sudamericano de Viticultura Biodinámica Una agricultura para el futuro.
El director se maneja en un español muy aceptable, producto de la educación idiomática que recibió al recorrer el mundo con su padre, Bernard, periodista del Washington Post. Resistencia natural baja de escala respecto de Mondovino, pero redobla el espíritu, en sintonía con un tendal de documentales que en la última década buscan generar conciencia alimentaria: El mundo según Monsanto, Fast Food Nation y Super Size Me, entre tantos otros.
Comer y beber hace rato dejó de ser sólo una necesidad gastronómica y una búsqueda de placer para transformarse, en muchos casos, en una toma de posición ante el planeta.
¿Cómo fue el proceso de sacudir al ambiente del vino con Mondovino a una apuesta mucho más chica como Resistencia natural?
Después de haber hecho la miniserie de Mondovino, con las 500 horas de material que no había podido incluir en la película, pensé que mi pasión por plasmar el vino en el cine estaba agotada. La idea de Resistencia natural surgió de manera espontánea, de pasar tiempo con los viticultores y quedarme cautivado por su compromiso. El rodaje fue durante un verano, en cuatro visitas a las fincas. Si los personajes de Mondovino parecían un choque entre actores de Hollywood de los años 80 y del cine clásico francés de los años 30, los de Resistencia natural mezclan el espíritu libre de los años 60 con las típicas comedias italianas de los años 70. Es una película mucho más simple, pero al mismo tiempo más madura. En los últimos diez o quince años se dio el milagro de esta insurrección de los viticultores naturales, que entendieron que no basta con satisfacer las exigencias de lo orgánico que dicta el mercado. Son miles de personas, principalmente en Italia y en Francia, de izquierda, de derecha, pobres, ricos, burgueses o clase media, que a través del vino buscan recuperar la conexión con el campo, con la naturaleza y con lo comemos. En definitiva, con la calidad de nuestra vida. Cuando hice Mondovino, me parecía imposible que ocurriera algo así, y hoy lo estoy viendo. Por eso estoy convencido de que estos viticultores naturales son héroes de nuestro tiempo.
En los últimos años se multiplicó la información y la concientización sobre la alimentación y las prácticas saludables, y el mercado convencional tomó nota de eso. ¿Cómo encontrar el punto de acción verdadero?
Las industrias tienen la capacidad de apropiarse de estos movimientos auténticos, como las cadenas de hipermercados que dicen vender comida orgánica. Enfrentarlas es imposible, ellos siempre tienen el poder, pero eso no impide hacer cosas por el costado. El movimiento del vino natural es una revolución ética. Cuando estrené Resistencia natural, se calculaban unos 500 productores de vino natural en Italia, y ya existe el doble.
Pero además existe un efecto contagioso hacia las ciudades, a través de los distribuidores, los restauranteurs y los comunicadores. Así es que en París, por ejemplo, en quince años los lugares para tomar vino natural pasaron de dos a 350, y eso se replica en otras capitales, como Tokio o Nueva York. Hay una red de personas con un deseo muy diferente a los sueños del neoliberalismo, son jóvenes de entre 20 y 40 años que dejaron sus profesiones de banqueros, periodistas, fotógrafos, cineastas… Buscan la excitación y al mismo tiempo compartir desde lo tangible y verdadero. Una de las fuerzas más destructivas de nuestro mundo actual es la compartimentación, es el perfecto fascismo. Por suerte surgen personas con reflexión en 360 grados. La libertad existe cuando podés mirar en todas las direcciones. Por todos estos motivos, a este movimiento lo veo como un acto político.
Al mismo tiempo, las tendencias se banalizan rápido por esnobs o elitistas, y eso se aprovecha para elevar los precios hasta casi lo inaccesible. ¿De qué manera vive esa contradicción?
El acceso al alimento de calidad es un problema enorme. Es evidente que los que más lo sufren son los más pobres y menos educados en cada país. Sólo en Italia los pobres comen mejor que los ricos, porque persiste una cultura de personas de las ciudades que se relacionan con el campo. Hay una posibilidad de comer lo mejor por nada. Pero el modelo en expansión de la gente con bajos recursos es el de una obesidad con mala nutrición. Es una contradicción muy loca. Cuando hacía esta película, el agricultor Stefano Bellotti insistía con que el vino natural tenía que ser caro, y yo no estaba de acuerdo. Con el tiempo, fui entendiendo lo que quiso decir. Está relacionado con todo lo que hacemos como parte del mercado del consumo. Propiciamos a la gente con bajos recursos a comprar un teléfono nuevo por una fortuna, pero si la cuestión es comprar comida orgánica de verdad, el mensaje es que es demasiado caro. Stefano tiene razón. Lo que comemos es lo que somos como cultura. Estamos viviendo un momento de cultura enferma, tal vez el más grave de la historia. Tal vez no sobrevivamos, estamos destruyendo todo. Investigué también para un libro que escribí, y hay datos asombrosos. Saber, por ejemplo, que para alcanzar el valor nutritivo de una manzana de 1950 hay que comer 100 manzanas de hoy. En ese contexto, pagar un poco más por una manzana auténtica no debería significar nada. Y lo mismo ocurre con la harina. Décadas atrás, se podía sobrevivir comiendo pan, pero la calidad de la harina hoy es insuficiente. Lamentablemente, son cosas que sólo la elite puede saber. Pero, insisto, este tipo de movimientos me generan una pequeña esperanza.
CONEXIONES CÓSMICAS
La inteligencia colectiva del movimiento del vino natural tiene una madrina, la periodista estadounidense Alice Feiring –que en su libro La batalla por el vino y el amor (2011) también tomó de punto a Robert Parker–, y células distribuidas en cada país en los que crezca una viña. El búnker en la Argentina funciona detrás de la puerta de un garaje en Almagro. Desde allí, el francés Nicolas Ronceray, de 34 años, maneja una carta de 50 etiquetas de pequeños productores de San Rafael, Luján de Cuyo, Cafayate y San Javier (Córdoba), e incluso asesora a Alberto Cecchin, a quien considera el abanderado nacional del vino verdadero. “Hay gente que hace plata y no me interesa. Y hay gente que hace vino, y voy con ellos hasta el fin del mundo. El vino natural no tiene un manifiesto, todo pasa en la copa, es una reflexión constante, el disfrute en su máxima pureza”, enuncia, mientras huele los panes que servirá una hora después en Los Divinos, su restaurante a puertas cerradas.
Jonathan Nossiter conoce a Ronceray de cuando el francés le servía queso y vino en el bistró La Vene Volé, uno de los pioneros en el movimiento, en el distrito 10 de París, y desde ya que su inminente agenda porteña incluye Los Divinos para introducirse en los vinos naturales argentinos. “No conozco nada, me llenan de curiosidad. Tomé muchos vinos argentinos de los años 60 y 70, cuando todavía mostraban una identidad de terroir. Eran increíbles, formaron en gran parte mi paladar. Pero volví a probarlos desde fines de los 80 y ahí ya noté cómo se había destruido su identidad para adaptarse al mercado. Parte de eso quedó reflejado cuando entrevisté a Arnaldo Etchart para Mondovino: sacrificó toda la expresión de un lugar al servicio de una homologación global”, recuerda.
Ahora bien, ¿cómo definir a los vinos naturales? Por empezar, a diferencia de sus parientes más cercanos, los vinos orgánicos y biodinámicos (elaborados sin intervención en la naturaleza en base a los principios de Rudolf Steiner, también creador de la pedagogía Waldorf), los vinos naturales le escapan a cualquier tipo de certificación. La premisa es transmitir la escala humana, la confianza y, por qué no, el riesgo. Esto implica interpretar los ciclos de la naturaleza sin ningún tipo de intervención técnica ni química, el culto al manejo sustentable, pleitesía a las levaduras indígenas para la fermentación de la uva y, contra el posible prejuicio, una apertura mínima al anhídrido sulfuroso (sulfatos), avalada por el milenario sistema que usaban los romanos. “Desde hace relativamente poco empecé a probar los vinos naturales con atención especial y la verdad estoy fascinado, así como varios wine-writers en el mundo. Son vinos con acidez volátil, aromas terrosos y rusticidad de puro carácter. Quise encontrar a una oveja negra, pero hasta ahora no encontré ni un vino defectuoso, más allá de que las características de producción impliquen cierta irregularidad entre cosechas. El movimiento tiene bastante de fundamentalista, de gueto, y también de esencial. Desde ya que es un nicho muy pequeño que va en paralelo al mercado, pero de algún modo va a la vanguardia. A todo nivel, hoy los enólogos buscan ser cada vez más naturales y sustentables, y así es como incluso bodegas enormes ya tienen separadas sus producciones orgánicas y/o biodinámica”, reflexiona el sommelier Alejandro Iglesias.
Nossiter también es sommelier recibido, incluso durante años diseñó las cartas de vino de restaurantes reputados en Nueva York y París, pero hace rato no habla como tal. En el camino que eligió como artista, padre de familia y hombre de mundo, no es el único documento de identidad que está dispuesto a descartar.
En sus películas se propicia en cierto modo una desobediencia civil hacia la modernidad. ¿Cómo se inserta esa mirada al mundo y en particular en su visión sobre la era Trump en su país natal?
Por empezar, siento una conexión muy fuerte con lo que ocurre en Cataluña. El deseo de independencia como la única manera de luchar contra los grandes poderes. No lo siento como un movimiento nacionalista de exclusión. En cuanto a Estados Unidos… [piensa] Sinceramente, muchas veces he pensado en dejar mi pasaporte en el río Tíber, de Roma. Hasta ahora no lo hice porque no quiero que sea una reacción sólo emocional. Mis hijos ya tienen además el pasaporte de Brasil y el de Italia, entonces nos preguntamos cuándo será el día que deje de tener ese lazo con el país en el que nací. Me parece absurdo que la sociedad moralista norteamericana esté shockeada por Trump, como si, al menos de Clinton para acá, no se hubiese hecho lo posible para que emergiera. Es una lástima, pero lo merecen. Lo único que surgió para responder al sistema fue Occupy Wall Street, que, al igual que los Indignados en España, carecía de contenido real. Los Estados Unidos son un país muy enfermo, antes o después de Trump. Y, ya que hablamos de vinos, lo que se produce allí es un fiel reflejo de todo esto, le hacen muy mal al mundo. Claro, si estás acostumbrado a las películas de Bruce Willis, cuando ves una de Fassbinder o Passolini, te parece imposible de seguir. Es cuestión de estar abierto a una revelación de un mundo radical, pleno de vida, sin miedo al sufrimiento. La síntesis de lo que reivindica esta desobediencia joven rural: el símbolo de una revolución posible, pacifista, amorosa y anticonceptual.