Es agosto y en algún lugar del monte keniano, cruzando océanos y estados africanos, Jon Lee Anderson –cronista de guerra del New Yorker, autor de libros canónicos de la crónica como Zonas de guerra: voces de los campos de matanza del mundo, La tumba del león. Partes de guerra desde Afganistán y de la imprescindible biografía Che Guevara: una vida revolucionaria– llega a su hogar. No es un hogar en el sentido estricto: él nunca tuvo uno. Pero para alguien como Jon Lee, que viaja todo el año para reflejar las historias detrás de conflictos, guerras, rebeliones y figuras de la política mundial, la idea de meses de cuarentena en su casa de un pueblo inglés ya empezaba a ahogarlo.
"Me levantaba muy temprano, a las cuatro y media de la mañana, para hacer un espacio para progresar en un libro mío. Trabajaba dos horas y media, mientras todo el mundo dormía, con el cielo oscuro. Madrugar no es fácil, pero hay algo de esa hora y ponerte frente a la obra en cuestión, algo que pasa en ese período del día cuando no hay nadie, no hay ruidos. Es muy fugaz, pero es el tiempo más productivo que conseguí. Después salía a caminar con mis perros y luego volvía y me incorporaba en la vida de la casa, del mundo de Twitter y Netflix, de Trump, etcétera. Por la tarde salía a caminar con un amigo que tenía el corazón roto, vino aquí y estuvo seis semanas, y caminábamos por las lomas, bordeando los acantilados", describe su rutina de aislamiento en la campiña inglesa.
Hasta que finalmente decidió volver a Kenia. "Volví al edén", dice Jon en perfecto español, mientras la pantalla lo muestra sentado en la galería de una casa, con ladridos de perros al fondo y plantas que caen de los bordes del techo. Hay días que Jon no tiene señal, días que se va a recorrer de norte a sur el monte, el desierto. Jon consiguió una buena excusa para irse. "Es un tema cercano a mi corazón; para mí, Kenia es el paraíso, donde tienes todavía las grandes planicies de los animales que emigran de un lado para el otro. Yo me siento como un niño desatado cuando estoy ahí. Es un lugar que he conocido desde que tengo 13 años. Pero también se nota que eso está llegando a un momento de no retorno: las carreteras han cortado las vías de acceso a los animales en todas partes; los pastoralistas quieren hacer dinero y están repartiendo las tierras que antes eran comunales, las están haciendo propiedad privada y las venden a especuladores de la ciudad que ponen grandes industrias agrícolas, lo que hace que los animales no puedan pasar. Hay un puñado de personas luchando para que se preserven esas tierras, porque los parques no son suficientes. Decidí acompañar a una mujer que es ecóloga y activista. Fui de safari y perfilé a esta mujer. Si hay una cara del futuro, es ella", cuenta.
Kenia es el paraíso, donde tienes todavía las grandes planicies de los animales que emigran de un lado para el otro. Pero también se nota que eso está llegando a un momento de no retorno.
Jon no escribe sobre familias felices, no escribe sobre personas que hayan logrado un dineral a base de meritocracia. Jon bordea los márgenes donde las personas caen del sistema, a veces por culpa del propio sistema, y otras por elección.
"No sé si lo hago de forma consciente, pero es cierto. Me inspira ir al extremo... Hay ciertos dramas que me reclaman la presencia, que van a abrir una puerta a otra realidad. El mundo hecho no me atrae. Me interesa ir al borde de lo supuesto legítimo y civilizado, ver dónde está la frontera y en qué momento la asimilamos, por qué algo es clandestino. Hay mucho dinamismo en esas historias, sean mafiosas, marginales, donde la violencia forma parte de la vida cotidiana. Yo nací con todo, hijo de diplomáticos. Yo me podría haber hecho una vida muy fácil y cómoda. Mi padre tenía pasaporte de diplomático y mi madre era escritora, teníamos sirvientes. Yo me volví contestatario y admiraba a la gente que tenía que esforzarse en la vida y no habían tenido todo en cucharita de plata. No desdeño la buena vida, pero no podría admirarme a mí mismo si hubiese tenido una vida fácil.
–¿Cuál fue tu primer contacto con esas historias límite?
–Cuando tenía 4 años mi familia vivía en un suburbio nuevo en las afueras de Bogotá, en una casa amurallada con jardines. Se veían las montañas muy lejos y, como era un lugar violento y había secuestros de hijos de extranjeros, me prohibían salir de la casa. Yo iba a un jardín de infantes con un hombre armado. Todas mis memorias son violentas, de haber visto cómo tiroteaban bandidos enfrente de mi casa, de mi padre mostrándome un cuarto lleno de armas y diciéndome: "Si nos quedamos acá, tendrás que aprender a usarlas". Mi español viene de la empleada doméstica y de una familia que construyó una casa muy precaria pegada a nuestro terreno. La esposa de esa familia se hizo amiga de mi niñera y cuando mis padres se iban, pasaba los días con los hijos de ella.
Si se hace una breve recopilación de los lugares donde vivió y se formó, son más de los que un niño común podría experimentar. Colombia fue el puntapié, la entrada al mundo fuera de la vida cómoda que sus padres le ofrecían. Luego vino Egipto, donde estalló la guerra. En Indonesia, los Anderson terminaron evacuados por la amenaza de rebeliones y Jon acabó viviendo con diferentes tíos, de Liberia a América Central.
–A los 14, estaba muy malcriado, pero mi familia se dividió y todos se fueron en distintas direcciones. Intenté volver a África a los 17 años y quedé náufrago en España. Intenté también cruzar el desierto y no pude. Viví en una red de pescadores en Las Palmas. Intenté ser carterista y robar a turistas y no pude. Finalmente, mi hermana me rescató y, como no sabían qué hacer conmigo, me llevaron a Honduras con otro tío, en la selva. Quería ser escritor, escribí poesía y cuentos cortos. Yo tenía mi periódico propio a los 10 años en Taiwán, con mis hermanos y los amigos del barrio. Lo mecanografiaba, lo vendía a 5 centavos a mis vecinos. Siempre supe que iba a ser escritor. Quería vivir la vida a fondo.
Trump no es una persona con buenas intenciones, lo que hace tiene que ver con sus nociones de poder y posición y privilegio.
Es viernes 6 de noviembre y Jon está en Nueva York. Hace meses que viene debatiendo con sus amigos la situación política y social convulsa que se vive en Estados Unidos, a la que define como "al borde de una guerra civil". Muchos de quienes lo escuchan lo miran con terror, pero él dice que no exagera. Jon supo, en 2016, que una vieja herida se reabriría con el triunfo de Trump.
Durante casi tres semanas, millones de personas votaron por correo, por miedo al contagio de covid-19. Millones de sobres que fueron llegando y que Trump tildaría de "votos falsos". The New York Times tarda en actualizar los datos; Fox News, en un acto casi inesperado, como si quisiera despegarse de la principal figura que su audiencia adora, va nombrando los votos que Biden suma en estados clave. Jon está tenso. Nadie duerme desde el martes y, tres días después de las elecciones presenciales, aún no se sabe quién ocupará la Casa Blanca.
Anderson empezó a hablar desde hace dos años de una posible guerra civil en los Estados Unidos.
–Trump es una pesadilla que no ha terminado. Aunque haya perdido, tiene dos meses y medio más para joder al país hasta el 20 de enero. Puede hacer mucho daño antes de eso y puedes estar segura de que lo hará. No es una persona con buenas intenciones, lo que hace tiene que ver con sus nociones de poder y posición y privilegio. Yo empecé a hablar desde hace dos años de una guerra civil. Tuvimos una fuerte hace 150 años y ahora hay una idea de revanchismo muy marcada. Pensé que esas heridas habían quedado saldadas con Obama, pero no: lo que sucedió con lo de George Floyd es la prueba.
"Paren de contar", truena Trump en Twitter. "Otra vez tuvimos que dejar de transmitir las palabras del presidente porque su mensaje contiene información falsa y engañosa", dice el conductor del noticiero de MSNBC. Pocos lo siguen escuchando. "Hay mucha tensión, creo que los que aborrecemos a Trump sentíamos bastantes náuseas anoche. Nos reunimos con mucha ansiedad a la madrugada viendo todo lo que está en juego. Se nota que el país está más polarizado que nunca", dice Jon al día siguiente de las elecciones con voz preocupada en el programa radial de Reynaldo Sietecase, La inmensa minoría.
Para Jon, la figura de Trump canalizó el miedo de la gente blanca y desempleada, esa gran masa perjudicada con la crisis del 2008. "Algunos especulan que Trump representa la supremacía blanca, otrora mayoría en el país que ahora siente que su ascendencia está a la baja. Hemos notado también que los venezolanos y cubanos de Florida, un estado de inmigrantes, estuvo condicionado por la idea, por más burda que sea, de que Jon Biden es socialista. Y ellos están espantados con nociones de socialismo y fueron muy susceptibles a ese mensaje de Trump", explica.
Con el correr de las horas, la tensión en Estados Unidos aumenta. Movilizaciones en Chicago y en otros puntos del país en contra de Trump caldean la situación política. Algunos medios no actualizan el conteo y en estados clave como Florida y Texas la diferencia de votos es ajustadísima. Mientras Trump vocifera en Twitter, amenaza con ir a la justicia y pide que paren el conteo en Pensilvania, el resultado es cada vez más claro.
"El ambiente va a seguir picado por un tiempo. En la Casa Blanca tienen a un tipo que ha metido los dedos en la llaga, ha levantado suspicacia en casi todas las tradiciones democráticas. Tiene hinchada de millones de personas que se han vuelto muy extremistas", analiza.
Es sábado, cuatro días después de las elecciones, y Jon ve cómo millones de personas del país que lo vio nacer salen a las calles a festejar. En un gesto muy latino –por no decir argentino– golpean cacerolas, tocan bocinazos, bailan en la vía pública para festejar la confirmación que se esperaba desde hacía días: el fin de la presidencia de Trump, el comienzo de una nueva etapa. Jon, sin embargo, no piensa en vivir en los Estados Unidos, por ahora.
–Yo no siento que tenga un hogar físico. Soy norteamericano, nací en California hace 57 años, pero no podría vivir ahí. Me siento más en casa en Panamá, en la costa del Caribe. En Argentina y Chile también. Pero en África me entra una sensación casi de éxtasis, quizás es una memoria primordial. Este quizás sea mi hogar.