A 8 años de la muerte del reconocido arquitecto, su hija desde Canadá comparte recuerdos y anécdotas que revelan su costado más íntimo
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Clorindo fue un hombre sin contradicciones. Supo multiplicarse en la figura del arquitecto, del artista, del padre, del marido, del amigo y del colega, siempre bajo un denominador común: la coherencia. Su pensamiento y sus acciones avanzaban en paralelo. Era complejo y completo en su sabiduría, pero accesible para los vínculos humanos; líder para el trabajo en equipo, generoso con su tiempo y atento en la conversación. Estar cerca suyo era fácil: hacía que todos se sintieran cómodos. Su estudio de Santa Fe y Callao no solo fue un espacio de creación, sino también un punto de encuentro y discusión al que acudían estudiantes y arquitectos para conocerlo en persona, compartir un proyecto o pedir un consejo profesional. Detrás del inagotable participante de concursos, del creador de arquitecturas imprescindibles y del artista de obras memorables, existió un hombre sencillo y agradecido. En este aniversario, un recorrido por el Clorindo menos conocido.
Los sábados, las siestas y las cenas
En Clorindo habitaban la libertad y la desinhibición de un niño, aunque repetía ciertas rutinas con rigurosidad adulta. Todos los días leía el diario LA NACION y se vestía de traje; todas las mañanas llevaba a Joaquina al colegio; todas las tardes hacía siestas y todos los fines de semana era el anfitrión de un plan artístico, un encuentro social y una salida gastronómica. “Los sábados a la mañana salíamos a caminar por la calle Florida. Por ejemplo, pasábamos por la Galería Jacques Martínez o lo de Klem, veíamos exposiciones y después íbamos a alguna librería, en general, Rodríguez o ABC. Al volver a casa almorzábamos pastas, que era el plato de sábado a mediodía y domingo a la noche, cuando venían los amigos”, recuerda Joaquina. “Había un elenco estable y después invitados. Algunas veces, durante las bienales, venían arquitectos o artistas de afuera. Ahí era papá el que hacía la salsa de los fideos. No cocinaba, pero le gustaba comer bien”, recuerda Joaquina.
En el comedor del departamento de Santa Fe y Rodríguez Peña, un ensamble de seis mesas de bar cambiaban su configuración de acuerdo a la cantidad de invitados: podían formar una diagonal, un rectángulo o una U. Antes de la pasta del sábado a mediodía, salían a tomar un aperitivo a algún bar cercano, por lo general La Biela: el favorito de Clorindo era el Negroni con ingredientes. Pero si ese sábado caía en día feriado, la cita se trasladaba al subsuelo del Hotel Plaza. A su vez, los sábados a la noche y los domingos a mediodía, el plan era puertas afuera en algún restaurante. “El del sábado podía ser cualquiera, pero el domingo en general íbamos con amigos, entonces elegían más concienzudamente lo que querían comer”. Por ejemplo, platos tradicionales (a Clorindo le gustaba mucho el puchero) o comida japonesa. Durante esos recorridos a pie, la gente solía pararlo por la calle para pedirle un autógrafo o saludarlo: a pesar de su perfil bajo, nunca se negaba. Al regreso, la siesta era impostergable.
De vacaciones: Las Toninas y Pinamar
Clorindo usó traje todos los días de su vida, a excepción de dos momentos: cuando visitaban en familia alguna quinta con pileta (la combinación era de camisa, pantalón y saco de verano sin corbata, y cuando llegaba a destino se ponía una bermuda o short de baño) y cuando salían de vacaciones, que usaba chomba o camisa abierta. Solo en Las Toninas o en Pinamar escuchaba música: preferentemente swing, en especial The Andrews Sisters.
“Teníamos una tradición de verano. Papá me despertaba a las 10 de la mañana y me llevaba a desayunar al restaurante del hotel de Las Toninas, pero antes pasábamos por el kiosco de ‘La Beba’: compraba el diario para él y una revista de historietas para mí. Al llegar, pedíamos café y chocolatada con medialunas”. En las casas de veraneo, Clorindo construyó un entrepiso y ubicó un colchón para sus sagrados retiros de mediodía: a veces con invitados aún sentados a la mesa, aclaraba que iba a tomar una siesta, pero que seguía la conversación desde arriba.
“A él lo que más le gustaba era trabajar, por eso después de pasar Navidad y Año Nuevo en la costa, volvía a su rutina. Los domingos a las 3 de la tarde viajaba a Buenos Aires en micro o auto, y regresaba a la playa el viernes al mediodía. Disfrutábamos mucho todo el tiempo que pasaba con nosotras, pero después él estaba feliz volviendo a la oficina para trabajar y pintar durante la semana”, recuerda Joaquina. En la casa de Las Toninas tenían un horno de barro en el que Josefa, la señora que trabajaba con la familia, hacía pan casero y lechón, otro de los platos preferidos de Clorindo.
“Usted”, o la hija querida
La primera impresión podía ser equívoca: el traje impecable, la voz ronca y la mirada sostenida daban una idea de seriedad que, ya entrado el diálogo, quedaba cancelada. Sin importar su edad y aun sin conocerlo, Clorindo siempre tuteaba a su interlocutor, a excepción de una persona. Joaquina recuerda el “Usted” con el que desde chica se dirigieron a ella tanto su padre como su madre, Teresa Bortagaray. No era una forma de mantener distancia ni de imponer autoridad, sino de transmitir cariño, darle importancia y hacerla sentir parte.
“El primer viaje a Europa en familia fue a mis ocho años: visitamos a nuestros parientes en Nápoles y recorrimos Florencia, Pisa y Venecia. Después alquilamos un auto y fuimos hasta París. Me llevaban a todos los lugares a los que iban: museos, castillos, restaurantes. Nunca me dejaban con una niñera”. Joaquina también era “Usted” en las cenas con amigos, a las que siguió asistiendo incluso cuando se mudó sola. “Todos los amigos de mamá y papá son también míos, porque los conozco de toda la vida y compartí mucho con ellos”.
Estados de ánimo
Además de rituales, Clorindo repetía gestos. Se sentaba con las piernas cruzadas; cuando no leía, sus anteojos quedaban suspendidos sobre la frente. Sus manos tenían tres posiciones: la del dibujo o la escritura sobre el papel; la del movimiento en el aire, simulando un croquis o indicando algo, y la de descanso, cuando entrelazaba sus dedos largos sobre el pantalón. Era más de hacer que de hablar. Y cuando hablaba, se esquivaba: los temas no eran personales (Joaquina y Teresa solían enterarse de premios y menciones a través de su secretaria), sino arquitectónicos, artísticos, históricos, coyunturales. No era religioso y tampoco sentía interés por la política. “Él era muy para adentro. No expresaba mucho sus emociones, pero era muy calmo y siempre estaba de buen humor. Es difícil definir a papá, pero creo que la palabra es estoico”.
Para Teresa Bortagaray, era un hombre “consistente, cariñoso, respetuoso. A la antigua, porque no ayudaba en la casa, pero era un padre atento y amoroso a su manera”. Encontraba en los niños el gen del dibujante (“Todos dibujan, lo que pasa es que a veces los padres no guardan esos dibujos”) y acaso por eso siempre exhibió con orgullo su versión a mano alzada de la casa paterna en Italia: tenía apenas cuatro años cuando la hizo. Hay anécdotas que Clorindo contó hasta el infinito: la de aquella casita, la de la charla con su padre cuando le dijo que quizás estudiaba medicina, la de sus dos años “sabáticos” en Italia (en vez de haber hecho un posgrado, decía, se dedicó a viajar para conocer y estudiar ciudades, artistas y arquitectos), la del caparazón del gliptodonte enterrado debajo del gomero de la Biblioteca Nacional. Las contaba siempre como si fuera la primera vez: con espontaneidad y cierto tono de revelación. Como si la vida fuera un tablero de juego con dos caminos, él siempre elegía el “divertido”: era una de sus palabras frecuentes.
“Jamás vi triste a papá ni lo escuché quejarse. Quizás su manera de lidiar con las cosas que uno no puede cambiar era pensar en lo que le gustaba. Tenía una filosofía de ‘lo que pasa es lo que pasa’”, recuerda Joaquina. Tal era así, que incluso siendo fumador de dos atados diarios, fue capaz de abandonar el cigarrillo sin preaviso. Después de hacerle los controles anuales de rutina, su médico lo llamó al estudio y le preguntó qué estaba haciendo:
_Trabajando y fumando un cigarrillo.
_Entonces, ese es tu último cigarrillo.
_Bueno.
“Y fumó su último cigarrillo sin quejarse. Así era él: aceptaba las cosas como eran”.
Los trabajos y los días
Clorindo comenzaba su día a las 7.30 am. Elegía traje, camisa y corbata. Desayunaba leyendo el diario y llevaba a Joaquina a la escuela. De allí iba hasta el estudio, en donde trabajaba hasta mediodía. Volvía caminando y después del almuerzo hacía una siesta, para volver a la oficina hasta última hora. “En casa éramos muy nocturnos, comíamos cerca de las diez de la noche. Él se iba a dormir entre las doce y las doce y media”. Nunca trabajaba ni dibujaba en su casa, pero a veces tomaba notas que al día siguiente se volvían croquis sobre una servilleta de papel en La Farola o Babieca.
La arquitectura y el arte no tenían un orden de prioridad: “Él decía que era arquitecto y artista en partes iguales: no se sentía más una cosa que la otra. Para él todas las obras eran igual de relevantes, por eso nunca habló de una preferida. Lo importante era hacerlas, proyectarlas, crearlas: el acá y el ahora. Después, si no se construían, el placer lo había tenido igual. Lo que sucediera con eso no era cosa suya: pasaba a ser del mundo”, cuenta Joaquina.
La “volontà di emergere”
Clorindo solía citar a un industrial italiano que había llegado de Génova sin dinero y que le había enseñado con su historia de vida lo que significaba la “voluntad de sobresalir”. Decía que la gente se dividía en dos y que él pertenecía al grupo de los que no la tenían. Y es cierto: nunca se lo propuso, pero lo hizo de todos modos. “A lo mejor si papá no me decía eso, seguía medicina y hoy sería del grupo de médicos pintores”, dijo Clorindo en una de las tantas veces que citó la respuesta de su padre: “De ningunísima manera”. Sin haber sentido mandatos ni presiones, de adolescente Joaquina tuvo el deseo de seguir los pasos de su padre: “Me gustaba lo artístico, por eso entré en escenografía. Hice un año, pero no había mucho desafío, entonces me metí en arquitectura. A mitad del segundo año empecé con ‘Introducción a la arquitectura contemporánea’, que me encantó, y la segunda era ‘Estructuras’, pero a la tercera clase me di cuenta de que no era para mí”. En simultáneo, había comenzado a dar clases en un instituto de inglés y además de la fascinación por los idiomas, descubrió su vocación como docente. Con mucha frustración y angustia, le confesó a su padre que quería dejar arquitectura: “¡Pero usted tiene que hacer lo que le guste!”, le respondió él. “Esa fue una gran lección: el amor por el trabajo y, en especial, por el trabajo bien hecho sin importar la recompensa externa. Otra fue la de mantener la tranquilidad ante las situaciones, sin importar cuáles fueran”.
Deportes, lecturas y colecciones
En algún momento de su juventud hizo esgrima y esquí en Bariloche. Por ser socio del Yacht Club, algo de vela. En una foto inédita se lo ve jugando al fútbol y Joaquina recuerda algún partido de tenis en la tele del living, pero eso es todo: a Clorindo nunca le interesaron los deportes. En las cenas con amigos se hablaba de literatura, arte, pintura, música. “A veces no participaba tanto, hablaban más los otros: él escuchaba”, cuenta Joaquina. Y Teresa confirma: “Él hablaba poco y escuchaba mucho, siempre estaba atento a lo que contaban a su alrededor. En el momento justo, hacía la intervención exacta”.
Lo que sí le gustaba era leer novelas de detectives y libros de arte y arquitectura. “Tenía enciclopedias antiguas y recibía la revista The Eye. Muchas veces lo que leía era un disparador para sus obras de arte, como fue con las láminas del Obispo Trujillo en el Perú o la clonación de la oveja Dolly”. Su manera de informarse era a través de la prensa gráfica: en su casa con LA NACION y en el estudio con Ámbito Financiero. La tele llegó al hogar a pedido de Joaquina, pero los primeros aparatos estuvieron en su dormitorio. Y la radio solo la escuchaba en el auto, un Peugeot 504. “Era del 69, el año en el que yo nací. Tenía un color raro: azul aturquesado, medio petróleo. Lo vendió en el 2003”. Su auto de colección era un Lancia, cuyo mecánico quedaba en el oeste: “Cuando tenía que llevarlo para algún arreglo, yo lo acompañaba: ir al taller era una excursión”.
Clorindo tuvo una fascinación por los barcos desde chico, incluso inició la carrera de ingeniería naval. De aquella pasión quedaron registros en el Hospital Naval y en sus barquitos de colección, que se sumaban a sus autos antiguos y a los objetos que traía de sus viajes o que le regalaban. También coleccionaba máscaras africanas, un interés estético del que había hecho cómplice a Joaquina: “Teníamos un juego que le encantaba cuando yo era chica. Me mostraba una foto de una máscara en un libro y yo tenía que buscar una parecida entre las que había en casa”.
La muerte pacífica
No hay nostalgia en las historias que comparte Joaquina, sino la celebración de una vida completa, bien vivida. De eso se trata la Fundación Clorindo Testa, cuya misión es acercar su obra al mundo y eternizar la frase “Estoy vivo”, tan presente en sus pinturas. “La muerte de papá fue pacífica: se quedó dormido. No queríamos un velorio para llorar: ¡teníamos tanto para celebrar de su vida! Tantas cosas buenas que hizo, tantos amigos que lo querían. Lo que tratamos de hacer fue eso: juntar a los amigos y que pudiéramos despedirlo todos juntos”.
Clorindo fue un hombre sin contradicciones. Y tan coherente que, aun siendo único, pudo ser muchos sin dejar de ser idéntico a sí mismo: el de “La Peste en Ceppaloni” y el de “Esta es mi casa”; el de la Cámara Argentina de la Construcción y el del Centro Cultural Konex; el del discurso al ser declarado “Ciudadano Ilustre” y el de la charla en Pecha Kucha Night; el Clorindo de la ciudad y el Clorindo de la costa; el de traje y el de sport; el del estudio y el de los cafés. No es exagerado pensar que cada persona puede elegir el propio y que entonces Clorindo es un poco de todos. La culpa es suya: no solo fue generoso en su creación artística y arquitectónica, sino también en todo lo que nos enseñó, sin proponérselo, sobre la vida.
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