1. De la mano de Dios al tobillo de Dios
Cuatro años después de La Mano de Dios, llegó El Tobillo de Dios. Y así fue que se terminó de corporizar el mito, si es que hacía falta alguna otra parte de su anatomía. Aquella vez, Maradona había envuelto en picardía el gesto, aunque nunca renegó de él. Esta vez, en cambio, expuso al mundo esa parte de su zurda que, vaya paradoja, se había convertido en una pelota de fútbol. Apenas terminó el partido contra los rumanos, que lo habían maltratado a patadas, dejó la cancha y el vestuario sin hablar y fue directo a sentarse en la explanada de salida de su San Paolo. Con la camiseta argentina, en pantaloncitos y, sobre todo, en chancletas, dejó ver ante una multitud de cámaras cómo su tobillo se hinchaba. ¿Así jugaría contra Brasil, inesperado rival en octavos de final después de la angustiosa clasificación? Así jugaría contra Brasil. Y no sólo jugaría: sería protagonista central, al darle inicio aquella jugada en la que sellaría su alianza histórica con Caniggia, para entronizar "el día que le ganamos a Brasil" en la Santísima Trinidad de la iconografía maradoniana, junto con el título en México ´86 y los goles a Inglaterra. De la mano al tobillo, en cuerpo y alma.
2. La uña en el acelerador
En chancletas, el único calzado que soportaba, hundió el acelerador con el pie derecho. Salió bramando la Ferrari Testarossa negra (no es un contradicción) del estacionamiento de la concentración del seleccionado en Trigoria (tampoco es un contradicción): "Que yo tenga estos autos acá, conmigo, y los use, no le tiene que molestar a nadie. Me lo gané", dijo Maradona, con una furia como la que emanaba del motor de la bestia. Unos días antes, apenas, algo tan banal como "la uña del dedo gordo del pie derecho" de había interpuesto en una preparación física que, de tan lineal e ideal, no parecía maradoniana. "Está mejor que antes de México 86", confiaba el profesor Fernando Signorini, conocedor como nadie de su cuerpo y de su alma. Pero aquel incómodo inconveniente lo desenfocó. Acostumbrado a usar las adversidades como combustible, al punto incluso de inventárselas cuando no las había, esta le disparó otros pensamientos, como disparadas partían sus Ferrari. Faltaban horas para el debut contra Camerún. El Diego que quería hacer, seguir haciendo, historia, estaba herido. Otra vez salía a jugar contra todo, contra todos. Incluso contra sí mismo.
3. Manos mágicas, noche mágica
Goycochea fue uno de los ocho jugadores que embarcó rumbo a Italia junto al cuerpo técnico, en abril de 1990. Sin club desde finales del año anterior y con una larga inactividad antes, aquella posibilidad ya era un éxito. Nadie le pidió un autógrafo. Iba a ser, con mucha suerte, el arquero suplente. Tanto así que le pidió a sus padres que grabaran en videocasete el ingreso de los equipos al campo, así tal vez podían verlo cuando caminaba hacia el banco. Una desgracia ajena le abrió las puertas a su gloria. Fracturado Pumpido contra la URSS, ingresó él. En la primera jugada, Maradona hizo de arquero por él; con el puño, la sacó al corner. Lo que siguió fue todo obra suya. Dejó el fatídico buzo gris, pasó a uno verde y contra Brasil estrenó el único, multicolor. Único porque era el único: tenía que lavarlo después de cada partido. Y con ese se hizo famoso. "Tranquilo, que atajo dos", le dijo a Diego en el cruce de manos, después de que Ivkovic amargara al 10. Atajó dos. Y después otros dos, en la noche que fue mágica para Argentina y trágica para Italia, en el San Paolo. "Nunca, en ningún estadio, escuché un silencio similar", confesaría después. Y también: "Todavía, cuando me cruzan por la calle, la gente me agradece por aquel… título". Y, claro, le piden infinidad de autógrafos.
4. Volare, Oh, Oh…
Bilardo no lo veía a Caniggia. O, más preciso, veía su discontinuidad, distracciones, como la noche de Glasgow en la que se volvió loco porque Cani había perdido de vista una jugada acomodándose la vinchita. El que veía a Caniggia, sí, era Maradona. Al punto de plantearle al entrenador que si no estaba en el plantel, tampoco contara con él. Estuvo Caniggia entonces, pero no fue titular en el inicio. Bastó que entrara en el segundo tiempo de aquel horrible debut contra Camerún para demostrar que había que verlo. Voló. Volaba. Detrás de esa apariencia distraída se escondía una fiera, tal como le gustaba saludar a los demás. Fue el mejor contra los soviéticos, voló más bajo contra los rumanos y alcanzó una altura inmortal contra Brasil. Aquel pibe aparentemente distraído vio en una jugada lo que no nadie fue capaz de ver: qué haría Maradona con aquella pelota que traía desde la mitad de la cancha. Y cuando finalmente la recibió, no le permitió ver a Taffarel lo que él tenía pensado -sí, pensado- hacer. Y así firmó, al pie y con gambeta, uno de los más grandes goles de toda la historia del fútbol argentino. No fue el último en ese Mundial, claro: volvió a volar contra Italia, para despegar del suelo y ganarle con la cabeza a las manos de Zenga, para silenciar por primera vez al San Paolo. Después metió la mano, sí, que en este caso fue meter la pata: un puñito a la pelota y una amonestación que lo dejaba fuera de la final del Mundial. Y, sin él, a la Selección Argentina sin una nueva Copa del Mundo. Quién sabe.
5. Hi-jos- de- pu-ta
Alguna vez, recordando México 86, Maradona se refirió al partido contra Inglaterra como "la final". Siguiendo la línea de ese fallido maravilloso, es posible definir al partido contra Italia, en Nápoles, como "el final". Es posible afirmar que marcó el cierre de la carrera y la vida de Maradona en el fútbol italiano. Pero también tuvo algo de eso en el proceso del propio Mundial. Antes de aquella semifinal, Maradona había arengado a sus compañeros: "Este es el partido que quiero ganar. Este. Lo demás no importa". Su pensamiento cambió apenas terminó. "Ahora estamos en la final; vamos por todo". A esa altura, el seleccionado argentino era una verdadera Armada Brancaleone, comandada por un líder roto y por eso más líder. Cuenta Diego que, en la vigilia de aquella final contra Alemania, Grondona se le acercó cuando él se estaba bañando y le dijo: "Diego, hasta acá llegamos, ya está más que bien". Y que eso lo enardeció. Casi tanto como la actuación del juez Codesal. Casi tanto como los insultos italianos, más que alemanes, en el momento del Himno: aquel "Hi-jos-de-puta" se convirtió en otro himno, contestatario: "Rotos como estábamos nos tuvieron que meter la mano en el bolsillo para ganarnos. Creo que les arruinamos un negocio. Ya estaban hechas hasta las banderitas, mitad italiana y mitad alemana, para la final que todos querían…", diría Diego, muchos años después.
6. El bidón y la bandera
Feos, sucios y malos. Nunca favoritos. Bajo esos rótulos se sentía cómodo aquel plantel que venía de escribir una historia épica -contra todo, contra todos- en México y buscaba sumar otro capítulo en Italia. Muchas de las anécdotas de aquella gesta son tal como la memoria quiere que sean. Y varias de las de este tumultuoso camino quedan en la nebulosa de la leyenda. Ninguno de los protagonistas afirma que, en el partido contra Brasil, hubo un bidón de agua del cual ninguno de los jugadores argentinos debía tomar. Pero la negativa a su existencia es tan poco clara como el agua que, se supone, contenía. Sólo aseguran, como lo hace Ruggeri, que nunca hay que tomar del bidón de los rivales. Branco si lo hizo y, a los pocos minutos, deambulaba por la cancha balbuceándole al árbitro "¡Agua mala, agua mala!", en medio del calor infernal que invadía el estadio Delle Alpi, de Turin. Después de aquellos octavos de final, el equipo era una banda dispuesta a todo. Incluso, a arruinarle la fiesta al dueño de casa, como lo hizo. Al día siguiente de aquello, el ambiente para los argentinos era irrespirable en Italia. Cualquier chispa encendía un fuego. Y sucedió: un incidente con una de las Ferrari de Maradona, manejada por uno de sus hermanos, provocó una pelea con los carabinieri. Diego convocó a los periodistas italianos y le mostró, además, lo que para él era el mayor símbolo de la hostilidad: en los mástiles de Trigoria flameaba la bandera de Italia, a un lado, y la de la Roma, al otro; en el medio, los jirones de la bandera argentina. Nunca nadie supo cómo se rompió y quién lo hizo, si fue un ataque o un contraataque. Aquellos cruzados estaban dispuestos a todo.
7. Jugar adentro, jugar afuera
Apenas terminó el penoso partido debut contra Camerún, en un Giuseppe Meazza ardiente contra la Argentina de Maradona y fervoroso en favor de los futbolistas cameruneses, empezó a jugar otro partido, sin tomarse descanso, fuera de la cancha. Caminando hacia el ómnibus, con toda la rabia a cuestas, tuvo la lucidez para responder: "El único placer de esta tarde fue descubrir que, gracias a mí, los italianos de Milano dejaron de ser racistas; hoy, por primera vez, apoyaron a los africanos". Fue su primera jugada dialéctica, pero no sería la última. En el corazón del San Paolo, un día antes del duelo decisivo contra Italia, se dirigió a los hinchas napolitanos, que se debatían ante la encrucijada de alentar al seleccionado de su país o al hombre que los había vuelto a poner en el mapa. Entonces, les dijo: "Napolitanos, no se olviden que, hasta ayer, ustedes no eran considerados italianos por el resto de Italia; para ellos, eran africanos, terroni, colerosi…". No se ganó su aliento; pero si ganó el partido.
8. Quebrados pero unidos
El calvario de las lesiones y las dificultades físicas comenzó muchos antes del Mundial. Por eso, la definición de la lista llegó a tener en la concentración de Trigoria a jugadores que finalmente no estarían en ella. Entre Maradona y Bilardo habían convencido a Valdano de volver a intentarlo: llevaba dos años de inactividad, entre una hepatitis y alguna lesión. La respuesta afirmativa al DT llegó, justamente, el mismo día que Diego le dio el sí a Claudia, en el Luna Park. Jorge, entonces, encabezaba aquella lista de futbolistas que luchaban contra sus propios cuerpos para llegar en condiciones: Brown, Giusti, Ruggeri, Batista, entre otros varios que circunstancialmente se sumaron, estaban en la misma. De todos ellos, Valdano, de manera sorpresiva, y Brown, de manera previsible, quedaron fuera. Pero la enfermería seguía activa y tuvo su punto de máximo dramatismo la noche en la que Pumpido se fracturó. Un desafortunado choque con el Vasco Olartiocoechea le dio la oportunidad a otro Vasco, Goycochea, de empezar a escribir su historia. Nery se quebró, pero el grupo se unió más, y se fortaleció una idea paradójica: más menesterosos, más poderosos. Los físicos se fueron deshilachando de tal manera que la formación de la final fue una alternativa de la alternativa, con futbolistas en puestos sólo explicables en la extrema necesidad y otros jugando con el espíritu más que con el cuerpo.
9. De cábalas se vive
Argentina había salido campeón del mundo, en México, vestido con ropa de Le Coq Sportif. Cuatro años después, el contrato ya no estaba vigente y la relación, entonces, era con Adidas. Para Bilardo eso era como perder un jugador importante. Buscó una alternativa y la logró con doble beneficio: la tela tendría "agujeritos", como en el inolvidable diseño triunfal de cuatro años antes y, además, sería útil para el verano europeo. Con la alternativa, azul, aunque lo insinuó no consiguió que las compraran en el mismo comercio donde, de apuro, las había adquirido antes del inolvidable partido contra Inglaterra. El problema, como se sabe, fue que la Argentina arrancó mal con esa indumentaria. Y ya no había tiempo de cambiar nada. O sí, algo. Para el segundo partido, contra la URSS, el seleccionado jugaría con la misma camiseta, sí, pero no con los mismos pantaloncitos: misteriosamente, le desaparecieron las tres tiras de los costados. En la versión de pantaloncitos blancos, usados contra Rumania, Brasil y la final, se mantuvieron, pero cuando se volvió a los negros, contra Yugoslavia e Italia, volvieron a desaparecer. Algo similar pasó con los buzos de los arqueros: después del error de Pumpido en el debut, desaparecieron los grises; después de la fractura de Pumpido con la URSS, desaparecieron los verdes. El colorido de Goyco apareció contra Brasil y ya no se cambió más.
10. Un verano argentino
Un par de Mundiales después, cuando Italia fue verdugo de Alemania en su casa así como Argentina lo había sido en la suya, los anfitriones decidieron homenajear a sus vencedores haciendo sonar a todo volumen, en el vociferante estadio del Borussia Dortmund, la canción "Un estate italiana". Vaya uno a saber qué sintieron Buffon, Cannavaro y compañía, que habían llorado en su momento, cuando aquel himno oficial, que se había compuesto para una fiesta, terminó siendo la música de una tragedia. Si hasta hoy trasciende la sensación de que la canción -considerada de manera unánime como la mejor de la historia de los mundiales- musicaliza la épica y delirante odisea de aquel grupo imperfecto, que al borde estuvo de conseguir, otra vez, la gloria. O tal vez la consiguió. Sea porque la mayoría de ellos, con Maradona a la cabeza, venían de ser campeones; sea porque a la imagen del propio Diego se sumaron en el podio figuras como las de Goycochea y Caniggia; sea porque lograron imponer la idea de que lucharon contra todo y contra todos; sea porque hicieron sentir que fueron esquilmados; sea por lo que sea, lo cierto es que lograron desmentir una de las máximas de su conductor, Carlos Salvador Bilardo: aquella que dice, según él, que del segundo nadie se acuerda.
Una selección de frases maradonianas
(Del libro Diego dijo, compilado por Andrés Burgo y Marcelo Gantman)
- "Redondo me clavó un puñal en la espalda cuando renunció al Mundial de Italia" (1993)
- "El único placer de esta tarde es que, gracias a mí, los italianos dejaron de ser racistas. Al fin toleraron a los africanos" (1990, cuando el público italiano alentó a Camerún en el partido inaugural del Mundial de Italia).
- "Yo no pongo ni saco jugadores, pero si sale la lista y Caniggia no está, Italia 90 se queda sin Maradona" (1990)
- "¿Milagro? No, hicimos un gran partido" (1990, luego del triunfo ante Italia).
- "Esto fue un milagro" (1990, luego de ganarle a Brasil en el Mundial de Italia).
- "La Copa del Mundo me la van a tener que arrancar de las manos" (1990, antes del Mundial).
- "Más que un Mundial, aquello parecía una carrera de obstáculos..." (en referencia al Mundial 90)
- "Me salió una masita..." (Por el penal que erró ante Yugoslavia)
- "Que los panqueques, esos que se dan vuelta, no festejen, que sigan hablando maravillas de Brasil, Alemania e Italia" (1990, tras el inesperado triunfo ante Brasil)
- "Escuchábamos pin, pum, ruido de palo, de travesaño, Goyco iba de un lado para el otro. Nunca sufrí tanto un partido" (2004, recuerdo del partido contra Brasil)
- "Casi encara Olarticoechea y yo le decía: «Noooo, Vasco, nooooo». En cambio, al brasileño Valdo le decía: «Andá, Valdito, andá, tomá que hace un calor bárbaro». Se dieron cuenta justo. Branco se lo tomó todo y se caía, veía nublado. Después del partido me marcó y me dijo: «Fuiste vos». Alguien picó Royphnol (un tranquilizante) en el bidón y se pudrió todo. Con Branco tenía una buena relación, pero no hablé más" (2004)
- "Cuando viene Rocha veo pasar el pelito rubio como una flecha y le di el pase" (2004, relato de su jugada y la asistencia a Caniggia).
- "Siempre fui el rebelde de la historia, por eso no le di la mano a Havelange en la final de Italia 90" (1991)
- "Hijos de puta, hijos de puta" (1990, cuando los italianos silbaron el Himno Argentino, antes de la final).
Recuerdos anotados, por Marcela Mora y Araujo*
No sé por qué tengo la idea de haber visto el gol de Biyik sola. Tirada en el sillón de mi vieja, ahora en el departamento de mi viejo (otra historia), con los pies arriba del apoyabrazos, viendo en cámara lenta que era gol seguro: nadie se esperaba que los denominados "burumbum" dos mundiales atrás nos darían un baile en el primer partido y sin embargo, corrió Milla, y en una suerte de confusión en el área, gol de Camerún.
Las trampas que nos juega la memoria continúan a lo largo del tiempo. En mi recuerdo, yo estaba sola con mi sorpresa y una cierta admiración, una sonrisita que siempre asoma cuando el underdog (como dicen los ingleses del equipo mas desvalido) saca ventaja. Sin embargo, recapacitando, me parece raro que el partido inaugural, con Argentina defendiendo el título, no haya sido un programa familiar. ¿Quizás fue un día de semana, en horario laboral? Quizás algunos llegaron tarde, para escucharme anunciar que Camerún iba ganando.
Antes del mundial, Blatter había anunciado nuevas medidas de arbitraje firme y promoción de Fair Play, pero en ese primer partido se dio el tono de foules violentos y expulsiones que serían el modus operandi de todo el campeonato. Camerún ganó con 9 jugadores en la cancha, a Canniggia casi le "separan las piernas del cuerpo", como dijo un periodista inglés, y Argentina a pesar de esa primera derrota, terminaría jugando todos los partidos posibles, hasta que el Moncho Pedro Damián logró convertirse en el primer jugador en la historia de los mundiales expulsado de una final.
Yo estudiaba en la Universidad de Londres, y mi visita a Buenos Aires fue de corta duración. El primer tiempo del partido contra Italia lo escuché en la radio camino a Ezeiza, ya para entonces embaladísima en la narrativa de los galopes de Claudio Paul y su dupla con Maradona gritándole "Diego, Diego" y haciendo gestos de pedir la pelota. Nuestro arquero, insólitamente, demostró una habilidad magnética para atajar penales, y pasábamos una y otra vez a la siguiente etapa pura y exclusivamente gracias a este don. La alegría y el triunfalismo superaban al fútbol feo.
Antes de despegar, en un avión de Varig, el piloto nos dio la bienvenida a bordo y anunció que la selección argentina había vencido a Italia por penales. Unos pocos argentinos sonreímos en silencio, cada uno en su asiento.
Llegué al verano londinense, a un clima social festivo, una época que con los años sería denominada "del amor". Los años de Margaret Thatcher llegaban a su fin; en marzo protestas sociales y levantamientos cívicos contra un impuesto punitivo llevaron a una revisión del planteo. Si bien las manifestaciones fueron sumamente violentas, nos dieron a toda una generación esa sensación de que salir a las calles puede forzar un cambio. Las raves y la movida musical de la juventud estaban en los inicios de un ímpetu estrechamente vinculado a la cultura futbolística, y el plantel inglés, que tampoco era para tanto, seguía en competencia. Paul Gascoigne, el antihéroe trágico por excelencia, deslumbraba con un talento gambetero poco inglés, y se complementaba bien con la eficiencia de Lineker, que defendía el botín de oro. Del aeropuerto fui directamente a ver el partido con amigos, que ponían sillas tipo butacas frente a una pantalla gigante, y vimos las lágrimas a moco tendido de los jugadores ingleses en primer plano.
Había sido un invierno frío, con calles totalmente vacías a partir de pocos minutos antes del silbato inicial de cada partido y muchedumbres cuasi desquiciadas rumbo al obelisco pocos minutos después.
En Buenos Aires había sido un invierno frío, con calles totalmente vacías a partir de pocos minutos antes del silbato inicial de cada partido y muchedumbres cuasi desquiciadas rumbo al obelisco pocos minutos después, con simbolismos característicos a plena vista, quema de bandera brasileña incluida, y mucha prensa sobre los barra en Italia (años después sabría de medios ofreciendo plata a los barra para posar rompiendo vidrieras con ladrillos para las fotos). La narrativa del hincha violento y borracho dominaba también los medios ingleses, con el concepto de "invasiones" de hooligans desplegando trapos de San Jorge, cantos de guerra, cerveza y sol; un cocktail peligrosísimo. Quizás más aun que en el 86, cuando los barra y los hooligans robaron el protagonismo con combates pactados en México: ya en el 90, la adrenalina de esa violencia parecía excitar incluso como espectáculo. La voracidad mediática por el quilombo es algo que continúa en ambos países.
La final me tocó con dos amigos argentinos en Oxford; los ingleses ya daban poca bola al tema mundial, habiendo quedado afuera aquel día de mi regreso. El partido contra Alemania fue horrible. La sensación de destierro encarnada principalmente en un mal humor absoluto.
"No hay nada más solitario que mirar un mundial en una tierra foránea", pensé, y en la víspera del Mundial 94 publiqué una nota que empezaba con esa frase.
* Marcela Mora y Araujo es periodista y desde 1991 explora el arte y la cultura del fútbol para radio, TV y prensa escrita de todo el mundo. Fue premiada con el Royal Society Television Awards por su documental para la BBC sobre la política y el fútbol en los mundiales de 1978 y 1986. Vive entre Londres y Buenos Aires.
La ñata contra el vidrio, por Martín Pérez Duro
El lunes 9 de julio de 1990, la selección volvió al país un día después de perder la final con Alemania. El avión llegó a Ezeiza y allí, los jugadores se subieron a un micro de larga distancia que los llevaría hasta la Casa Rosada. Rodeado por una multitud, el micro se movió a paso de hombre, como un elefante triste, que camina lentamente hacia su destino final, mientras a su paso, cientos de miles de personas se acercaban a mostrarle su gratitud, compartir la tristeza, y sobre todo a manifestarle su amor. Porque en el fondo se trataba de eso. ¿Cómo no devolverle un poco de amor a ese equipo -y sobre todo a Maradona- después de la epopeya vivida y el despojo del final? Porque a pesar de todas las adversidades, ellos "dejaron la piel" en la cancha.
El micro trazó un curioso derrotero, en vez de avanzar por la autopista, lo hizo por la Ruta 3 atravesando los barrios más populares del suroeste del conurbano y luego, ya en la Capital, por las avenidas Alberdi y Directorio...El pueblo seguía acercándose y arrojando alguna ofrenda a modo de agradecimiento. Flores, alguna bandera, muchos gritos, cantos y lágrimas. Mientras tanto, desde mi sillón, yo seguía el trayecto de la caravana por TV, y a medida que pasaban las horas, veía que ese micro iba a pasar a dos cuadras de mi casa. Agarré una bandera que mi viejo usaba para colgar en su local en alguna fecha patria, me la puse en el cuello, y con la bronca y la tristeza de no haber podido ver a Diego levantar la segunda Copa del Mundo, me aposté en la Avenida Directorio, entre Senillosa y Avenida La Plata, a esperar que pase la procesión.
No tardé mucho en ver el revuelo a lo lejos, los bocinazos, los gritos y las ofrendas que volaban de un lado a otro de ese micro/elefante que se desplazaba lento, como queriendo absorber cada expresión de amor que el pueblo le iba brindando a su paso. Hasta que lo tuve a unos metros, y mi tristeza y ese nudo en la garganta se transformaron en gritos de amor. Entonces un impulso (y el vigor de la edad) me permitieron colarme entre la multitud y llegar a estar justo enfrente del micro. Estaba pegado al parabrisas del lado del acompañante y lo tenía al mejor de la historia a menos de un metro, sentado en el asiento del copiloto. Tenía una caja de pizza encima de sus piernas, la camiseta celeste y blanca puesta, el ceño fruncido; se notaba un dejo de tristeza aunque también de orgullo, pero como siempre con la frente bien alta. Un capitán nunca agacha la mirada. Fueron milésimas de segundo, pero tengo cada detalle grabado a fuego en mi retina. Diego le daba una porción de pizza a los compañeros que se le acercaban y casi ni miraba para afuera. Pero no por soberbia. Era tanto el cariño que lo rodeaba, que no hubiera podido contener las lágrimas. Y ya lo habíamos visto llorar demasiado. Era suficiente. De pronto, mientras yo sacaba todas estas fotos mentales, pegado como una estampilla al parabrisas, la multitud me barrió hacia el costado, lo fui perdiendo de vista, y cuando me di cuenta estaba parado en la vereda viendo al micro irse desde atrás, sobre la Avenida San Juan, transitando el último tramo hacia su destino. Me di vuelta, y volví a mi casa casa. Nunca pude conocer a Maradona, pero esa vez lo tuve muy cerca. Estoy seguro de que me escuchó decirle que lo iba a amar para siempre.
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