Con su lancha del año ´40 recuperada a nuevo, relata su historia de vida en el Paraná profundo y termina viendo el ocaso detrás de Buenos Aires desde el Río de la Plata.
- 6 minutos de lectura'
Cuando te hablan del Delta te imaginas el río marrón, las lanchas que llegan al Puerto de Frutos, las compras y la gastronomía que se armó cada vez más intensa en el polo de Tigre. Los restaurantes que bordean el Paseo Victorica, el Museo de arte del Tigre y su edificio majestuoso, el Parque de la Costa, el Museo Naval, algunos de los muchos lodges que se pusieron de moda… todo eso hace al Delta, pero no es su esencia.
El Delta, en verdad, es un accidente geográfico convexo formado en la desembocadura de un río en un lago o en el mar a través de los sedimentos que deposita la corriente. Este devenir que le dio forma hace que se ramifique en un cúmulo de brazos fluviales. Hay unos cuantos deltas en el mundo, algunos muy célebres como el del Missisippi, el Amazonas, el Danubio, el Ebro o el Ganges. No todos habitados con el tránsito e intensidad vibrante que propone el Paraná desembocando en el Río de la Plata.
Algo de esa confusión entre el Tigre y el Delta propiamente dicho es la que expone Julián Giachello apenas montas su bote que huele a Venecia y te transporta el crujir de los vaporettos.
“Tigre se extiende hasta Candelarias, en el Paraná de Las Palmas -enseña-. Del otro lado del Paraná de Las Palmas, río que para nosotros es como la General Paz, la segunda y la tercera secciones pertenecen a San Fernando. En el Tigre el noventa por ciento son casas de fin de semana, el otro diez por ciento pertenecen a gente que trabaja en la ciudad y por la cercanía cuida una casa, corta el pasto. Para el turismo se reserva la segunda sección que es más agreste”. El fuerte de la economía local sigue siendo la madera: el álamo y la forestación. En el pasado, en lo que Julián llama “la época dorada”, estuvo basada en la producción de fruta. Por eso la fábrica de la familia Real funcionó en el Delta para la producción de sidra. “Me crie juntando ciruelas y naranjas -recuerda el isleño-. Aquellas eran nuestro fuerte, del mismo modo que otros vecinos trabajaban el durazno. Mucha de la fruta que se consumía en Capital venía de aquí”. Eran tiempos de hornos, producción de hilo sisal. Para la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se exportaba soga elaborada a partir de él.
Julián es es tercera generación en el Delta
“Una zona -relata- con muchos españoles e italianos. Mi abuelo llegó de Italia, en una época donde no había luz eléctrica en la zona, por ejemplo. Mi papá nació y creció en una de las islas, y yo también”. En una familia que sumaba a mamá y dos hermanas, Julián el más chico, vivió hasta los ocho años en el arroyo Méndez Grande, en la tercera sección de islas, entorno profundo del Delta. Por entonces se acercaron más al continente y pasaron a una casa en la segunda sección Arroyo Estudiantes. Hizo la primaria en la escuela Nro. 12 de Paranaminí, a la que también concurrió su papá. Con sus hermanas hizo el secundario en el colegio Paraná Miní.
“Por entonces -relata- la escuela era el centro de reunión. Además de estudiar allí, era el sitio donde se hacían los bailes, además de en los clubes, era el sitio al que concurría toda la comunidad. Se celebraba también allí la fiesta de la virgen, con la tradicional procesión náutica”.
Era inevitable aprender si uno no quería quedarse en casa
Julián bromea con la idea de que aprendió a navegar antes de saber caminar sin tambalear. Casi todos en las islas tienen una embarcación de más o menos porte y prestaciones. Era inevitable aprender si uno no quería quedarse en casa. “Yo tenía una una canoa que era de mi abuelo -recuerda-. Él me sentaba al lado de mi viejo. Me enseñó a navegar de chiquito. Apenas llegaba al piso del asiento. Me sentaban y manejaba, pero efectivamente no llegaba ni a poner los cambios. Mi abuelo también tenía una banderita de Italia chiquita. Por eso yo en su honor siempre puse en mis lanchas la bandera italiana.
Para los dieciocho, diecinueve años, ya empezó a moverse más cerca de Tigre, aunque siempre en el río. Sacó libreta de embarque y empezó a trabajar en dragas, remolcadores y en el 2007 se entusiasmó con la idea de empezar a mostrar el Delta río adentro a aquellos que creían que todo terminaba en Tigre. Comenzó con una lancha modesta, que se llamaba “Cascotito”. Después llegó un barco muy grande, “Chiqui” y hoy tiene el Coni, un crucero de madera clásico construido en 1942. Es un modelo “Diana” del astillero “Baader”. Confortable, del tamaño justo para poder explorar sin perder el confort de la navegación. Espacio en proa para disfrutar de la vista, interior con cuchetas y baño, timonera amplia y cómoda para acompañar al capitán durante el viaje.
Se ha dedicado a recuperar barcos de madera antiguos. Esos de madera colorada lustrada a nuevo, con tantas manos de protector que la dejan como un servicio de manicura moderno. “Es una tarea de artesano porque requiere mantenimiento diario y un trabajo intenso para que la pieza no se deteriore”, explica, pero lo ama. Con ellos se ha convertido en el suceso de turistas extranjeros que hacen un recorrido exclusivo con él por el Delta, llegando al espacio profundo de vida cotidiana, y termina con la puesta de sol sobre Buenos Aires en el medio del Río de la Plata, con Champagne y picada a bordo.
“Eso de navegar es algo a lo que uno se acostumbre de chico -explica-. Con Canoita la cosa era remar, que es muy distinto a tener una lancha. La embarcación tiene la proa que es la parte de adelante y la popa que es la parte de atrás. A los costados se les dice las bandas. La mía todavía está guardada, es un modelo típico isleño de mi abuelo”. Gracias a su primer trabajo en un astillero aprendió a hacer todos los trabajos de madera. Con esa sabiduría encima, sacó la canoa de la tierra, la barnizó hasta dejarla impecable. “Siempre la tuve prolijita -dice-. Me gusta el agarre de una nave chiquita, con un motor pequeño, que no anda muy rápido, pero que me permitía un domingo ir a Las Palmas a navegar despacito, lejos y disfrutar. Eso me gustaba mucho”.
Es una experiencia que disfruta hasta el día de hoy. “Hago lo que me gusta. Me encanta. Y más mostrarle a la gente que viene de afuera la magia de este sitio. Cómo llegamos a vivir sin nada y cómo todo eso cambió. Llegar hasta el atardecer frente a Buenos Aires, habiendo salido del Delta y la mezcla de sus islas, para ver el perfil de la ciudad encender sus luces es una experiencia que no te permite cualquier sitio del mundo”, concluye.