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La intención era viajar para ver una casa que estaba a la venta. Como buen alemán, don Walter Katz soñaba con vivir en Bariloche y por eso, ese invierno, decidió que era un buen momento para hacer un viaje en familia al sur del país. Corría el invierno de 1973 y lejos de los planes de descanso que todos tenían, el trayecto en auto entre Buenos Aires y San Carlos de Bariloche se convirtió en una verdadera aventura que ninguno de los Katz olvidaría.
“Además de volcar en la ruta, con la camioneta toda torcida y el milagro de sobrevivir, esa temporada la Patagonia se declaró en emergencia nacional debido a la intensidad de las nevadas. Para darle más emoción a nuestra entrada tardía y triunfal a la ciudad, lo hicimos con un par de trompos sobre una helada ruta, esta vez sin consecuencias a pesar de los gritos”, recuerda Víctor Katz (62).
“Interminables odiseas”
Por supuesto, con 14 años a Víctor todo le parecía divertido y parte de una aventura a la que, de alguna manera, estaba acostumbrado. Criado en la localidad de Acassuso, en el seno de una familia de clase media, hijo de padres argentinos descendientes de inmigrantes escapados de la guerra, su infancia transcurrió entre su casa de Buenos Aires y la de sus abuelos en Necochea. “En ese balneario pasaba horas en la escollera pescando con mi padre. También recuerdo interminables embarcadas en San Clemente del Tuyú, cada salida era una gran aventura entre corvinas y mares revueltos, aventura y pasión”.
El invierno de 1973 no era el primero que viajaban a Bariloche. Las primeras escapadas las habían hecho en un Fiat 1500 rural. “Los 1650 km que nos separaban de Buenos Aires muchas veces terminaban siendo interminables odiseas: un mismo camino estaba compuesto por asfalto, ripio, tierra y hasta cruce en balsa, sin contar la gente a caballo y animales sueltos de todo tipo y color que se cruzaban en el trayecto. También salta en mi memoria el haber viajado en un Volkswagen escarabajo color crema, que a pesar de ser muy chico (el auto y yo). Recuerdo que el segundo día de viaje, al llegar al hotel de Neuquén, el botones muy gentilmente nos pasó un plumero por la ropa, ya que parte de la ruta en la que veníamos era una espesa tierra conocida como guadal″.
Sin luz ni agua y con temperaturas bajo cero
Pero esa temporada iba a marcar una diferencia sustancial en la vida del joven Víctor. No solo por el peligro que habían sorteado en plena ruta sino porque en la casa que finalmente compraron sus padres en Bariloche estuvieron quince días aislados sin luz y sin agua. Por las nevadas, se habían caído todos los postes de luz del Lago Gutiérrez. Sin corriente eléctrica no había forma de bombear agua del lago. “Nos iluminábamos con velas y faroles de noche. Para tener agua hacíamos un gran fuego fuera de la casa y derretíamos nieve en una olla gigante. Frío nunca tuvimos. La propiedad era muy grande. Y la ventaja de aquella época era tener una gran caldera a leña cuyo calor corría por inmensos radiadores ubicados en toda la casa”.
La causalidad -o no-, hizo que en ese viaje y a pesar de todas las contrariedades, Víctor conociera lo que años más tarde se convertiría en su pasión y profesión. Fue en la montaña donde descubrió un deporte que lo cautivó por completo. “Lo único que recuerdo del primer día de esquí es haber bajado toda una ladera como si en alguna otra vida ya lo hubiese hecho. También tengo registro de una señora muy enojada que me decía que no me hiciera el canchero y, ya que sabía esquiar, me fuese para arriba. Por supuesto que como no entendía nada así lo hice y no sé cómo pero bajé esquiando ….o parecido”.
Adiós a la abogacía
A partir de esa experiencia su vida cambió por completo. Durante el año, sus días transcurrían entre sus padres, sus dos hermanas, sus amigos, el colegio Saint John´s y el rugby en el club Pueyrredón. Al terminar el colegio, luego de pasar por la incierta y confusa decisión de su futuro, terminó sentado en la Universidad de Belgrano fantaseando ser abogado y pelear por la justicia. Pero esa ilusión no iba a durar mucho tiempo.
“Haber bajado esquiando aquella ladera en mi primer contacto con el esquí fue la verdadera razón que me llevó a dejar la carrera de abogacía. Y un día de 1979, con 20 años, las valijas hechas y los esquís en la funda, tirado en la cama de mi cuarto, mi padre se acercó y me pregunto cuál era la idea sobre mi futuro ya que me veía muy relajado. Muy convencido le conté que me iba a vivir a Bariloche y estudiar para ser instructor de esquí. Lo primero que me preguntó fue si se lo había contado a mi madre. Digamos que esa fue la parte difícil, ya que por supuesto el nene no iba a poder estar sin ella”.
Hizo caso. Bajó las escaleras. Su madre estaba en la cocina. “Todavía hoy recuerdo lo infinito de la palabra ¿cómo?. Por supuesto no era posible que un nene de 20 años buscase la independencia a edades tan tempranas. Pero lo mío ya era causa cerrada. A pesar de los llantos, las súplicas y las finales amenazas de orfandad, al día siguiente me subí a mi vieja camioneta Chevrolet S10 y con todos mis juguetes partí para Bariloche, acompañado por un amigo que se unió para escoltarme”.
“Si tuviera que vivir en otro lugar...”
Primero fue el curso de Instructor Nacional y tres años de dar clase en escuela para después ser uno de los primeros instructores independientes del cerro Catedral. Fueron años duros pero maravillosos. Siguió la formación para guía de pesca del Parque Nacional Nahuel Huapi.
“Pero también había algo más que siempre me había atraído y compartido -y mucho- con mi madre en Buenos Aires y era el amor por la cocina. No puedo decir exactamente en qué momento fue que surgió mi culto por la gastronomía. Pero, como todas las causalidades de mi vida, un día sucedió que vino a quedarse en casa un amigo de la vida llamado Alec, con el cual navegábamos imprudentemente a vela de algodón, cruzándonos de tanto en tanto de Buenos Aires a la Barra de San Juan en Uruguay”.
Juntos montaron un bar en la gran casa del Lago Gutierrez donde Víctor había vivido durante los primeros años de su estancia en Bariloche. “Un día fuimos a comer una fondue a un conocido restaurante de Bariloche llamado La Cave. Sus dueños, Claude y Gerald (ambos franceses y él exsoldado mercenario de la famosa Legión Extranjera), habiendo conocido previamente nuestro bar, por un encanto mutuo, nos ofrecieron enseñarnos los secretos de la fondue de queso y convertir nuestro bar en restaurante. Y así fue como surgió el Old King´s Pub, lugar cálido y emblemático de los años 80 y 90, escondido en un bosque de cipreses”.
Muchos años más tarde -cuando ya Old King’s formaba parte del recuerdo- surgieron otros proyectos en el rubro, incluido uno en Buenos Aires, sobre la calle Florida del centro porteño y de nombre Chablis. “Además de construirlo solo, duré un año y medio. Me volví a dar cuenta de que Buenos Aires no era lo mío a pesar que el restaurant sigue funcionando”.
La vida hoy transcurre entre veranos en el lago e inviernos en la montaña. Víctor formó familia con Gabriela y tiene dos hijas: Vera de 13 años y Martina de 3. Su madre, por su parte, luego de haberse negado durante años al cambio de vida que proponía el padre de Víctor, tomó la decisión de establecerse en la ciudad. Hoy vive sola, feliz, se dedica a la jardinería y acaba de renovar el registro de conducir. “Por supuesto que vivir en Bariloche sin lugar a dudas hace a la calidad de vida. Es un buen lugar para criar a mis hijas, aunque más adelante cuando crezcan seguramente se irán a Buenos Aires a estudiar. Un consejo de persona mayor: si hay una vocación, hay que seguirla a donde sea que lleve. Siempre lo dije, si tuviera que vivir en otro lugar que no fuera Bariloche, me iría del país”.
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