La historia de un Disney World sin final de obra, mezcla urbanismo visionario y delirios de grandeza. Ahora que un nuevo plan de transformación promete cambiar su destino, la estructura más alta de la Argentina permanece como el monumento a una idea de futuro que nunca llegó.
Veinte kilos por debajo de su peso histórico, con una fibrilación auricular y un cuarto del corazón remendado, el ingeniero Omar Vázquez toma un trago de aire. Los ojos azules le titilan como en un dibujo animado japonés.
–Lo que se tiene que caer, se va a caer.
Por un momento parece que hablara de la obra que levantó hace treinta y cuatro años, la Torre Espacial del Parque de la Ciudad, la construcción más alta del país y una pieza arquitectónica única, una gigantesca Excalibur clavada en la tierra. Pero está hablando de algo todavía más grande.
–Hay un plan de Dios para todo esto.
Vázquez no suena como un predicador lunático, sino como un Gandalf porteño y adventista capaz de hablar de las propiedades del cemento puzolánico y de la materia oscura del universo con un grado parejo de fervor. Es alguien que te explica paso a paso cómo limpiar el Riachuelo ("los argentinos nos merecemos nuestro Sena") y, mientras habla, te obliga a preguntarte por qué el Gobierno no lo contrata para la tarea. Pero Vázquez está viejo, limitado por razones de salud y, de alguna manera, quedó atrapado en la obra monumental que lideró hace tres décadas y media, un parque de diversiones que ofertaba la fantasía de un mundo perfecto, un cráter de felicidad, vértigo y colores brillantes abierto en el lecho de inundación de un río putrefacto. Ahí, sobre cien hectáreas cubiertas de basura, el proyecto Interama, ideado con partes iguales de clarividencia urbanística, megalomanía militar y depredación de fondos públicos, pretendía transformar ese margen pobre de la ciudad en un paraíso de árboles, espejos de agua y juegos electromecánicos importados de Europa.
¿Qué podía salir mal?
Desde la Plataforma 3 de la torre, a 180 metros de altura, el Parque de la Ciudad tiene algo de paisaje ucrónico, las ruinas preciosas de un paraíso artificial. Esta mañana de fines de verano, el cielo está completamente gris, pero desde uno de los lados de la construcción hexagonal se adivina el perfil de Colonia, reducido a una mancha turbia. Abajo, las seiscientas hectáreas del complejo Almirante Brown, con su impecable club de golf y el estadio de tenis de Parque Roca, conforman un tremendo pulmón verde en medio de las zonas más pobladas de Villa Soldati y Lugano, salpicadas de monoblocks, chalets y villas miseria. Del otro lado de Avenida Cruz, las tierras baldías del Indoamericano encarnan el fracaso del proyecto más ambicioso del brigadier Osvaldo Cacciatore, que pretendía convertir esas 120 hectáreas en un lugar alucinado: el parque zoofitogeográfico. Su plan era trasladar el zoo de Palermo al sur y montar su propia Arca de Noé en el antiguo Bajo Flores. Interama, en realidad, era apenas un motor de financiación para alimentar ese espacio que incluiría 150 especies de mamíferos (el gobierno de China ya había comprometido la donación de un panda), 250 de aves y cincuenta de reptiles, además de unos 17.000 ejemplares de árboles que irían creciendo a lo largo de treinta años. "Mi obra no era el parque de diversiones", dice el ingeniero Vázquez, líder territorial del proyecto. "El parque era un paso para hacer el zoofitogeográfico. Pero todo terminó en una gran…".
Para la inmensa mayoría de los porteños, el Parque de la Ciudad es una terra incognita que quedó petrificada en los años ochenta, su década de esplendor. Pocos saben que funcionó durante todos los noventa, que los juegos se apagaron recién en 2003 y que actualmente está abierto como parque semipúblico (con una entrada simbólica de cinco pesos) los fines de semana y feriados. En el último año, el predio volvió a la órbita mediática al ser reciclado como Ciudad del Rock, una sede de shows explotada por el gobierno porteño. La iniciativa modificó un cuarto de la fisonomía del lugar: para montar el escenario sobre un playón de cemento ganado al verde, las autoridades demolieron la fuente central y desarmaron varios juegos, algunos de ellos a punta de soplete. Ya no volveremos a tener noticias del Calypso y el Enterprise.
Sin embargo, la transformación más drástica podría llegar en estos años. Buenos Aires será sede de los Juegos Olímpicos de la Juventud en 2018 y la idea del PRO es montar la Villa Olímpica en estos terrenos que, ciertamente, están subutilizados. La obra sería parte de un emprendimiento mayor, el Plan Maestro para la Comuna 8, que pretende convertir los barrios de Lugano, Soldati y Villa Riachuelo en el Distrito del Deporte. El plan obtuvo aprobación parcial en la Legislatura y, si logra mayoría especial, podría reconfigurar el paisaje del sur. En cualquier caso, la torre seguirá ahí como la metáfora perfecta de un futuro que no termina de llegar.
En septiembre de 1978, Parques Interama SA, una entidad fantasmal integrada por militares y empresarios, ganó la licitación para desarrollar el proyecto de Cacciatore y su secretario de Obras Públicas, el ideólogo urbanístico Guillermo Laura. La escala de todo era enorme. El diseño del parque de diversiones fue encomendado a Richard Battaglia, representante de Disney World. La importación de los juegos estuvo a cargo de la empresa suiza Intamin AG, líder global del rubro. El geólogo James Fowler se ocupó del tratamiento del suelo.
Un parque de diversiones es un área de evasión, una fantasía aislada de la ciudad, y el diseño de Battaglia respondía a ese concepto. Hubo que desalojar unas cuantas casillas y limpiar el basural antes de empezar a nivelar ese baldío gigantesco, a generar los lagos y las barrancas perimetrales. Pero los problemas comenzaron antes de instalar la primera calesita. A mediados de 1979, Interama cedió la mayor parte de su paquete accionario a Sidesa, banco con el que la flamante sociedad había contraído una deuda imposible de saldar. Sidesa llamó a concurso para nombrar a un ingeniero a cargo y el elegido fue Omar Vázquez, un profesional de 38 años cuyo primer trabajo había sido en el poblado andino de Las Cuevas, después del alud trágico de 1965. Vázquez también había remodelado el Museo de Bellas Artes y demolido el Viejo Gasómetro. En ese momento, desde su oficina de la calle Boedo, estaba al frente de dieciséis emprendimientos, pero la ambición del proyecto Interama, con el zoofitogeográfico como objetivo final, era difícil de resistir. Y pese a que todos los planos que le mostraban parecían venir con un sello de agua que advertía PROBLEMAS, el dinero prometido era demasiado: diez millones de dólares.
El ingeniero viajó a Estados Unidos y Canadá con una credencial de "Hacedor de parques de diversiones", visitó unos cuantos predios y se reunió con Battaglia en Los Ángeles. "Un tipo bárbaro. Vivía en la única casa que había en la playa, como la de ahora de los de Two and a Half Men", recuerda Vázquez una mañana en un bar de Mataderos.
En Buenos Aires, sin embargo, las cosas tendían más a un realismo sucio. El ingeniero acababa de divorciarse de su primera mujer y estaba instalado en Avellaneda. Se levantaba a las siete de la mañana, pasaba a buscar a sus hijos para llevarlos al colegio y se iba a trabajar al parque, donde se quedaba hasta la medianoche. En la puerta de su oficina tenía pegado un cartel de bienvenida: "Si no me traés soluciones, no entres".
La fabricación de la Torre Espacial corrió por cuenta de Waagner-Biro, una compañía austríaca –por entonces estatal– que había reconstruido parte de Viena después de la Segunda Guerra Mundial. La torre metálica llegó desarmada en trescientos contenedores, pero antes de levantar nada, en el otoño de 1980 –el más lluvioso en lo que iba del siglo–, su equipo tenía que hacer un colosal trabajo subterráneo: la fundación que soportaría la estructura. "El suelo era muy corrosivo: los primeros cinco metros eran basura acumulada", explica Vázquez. "La torre está montada sobre treinta pilotes de un metro de diámetro, a veinticinco metros de profundidad. Te das una idea de lo que es eso, ¿no? La altura de un edificio de diez pisos, así treinta veces debajo de la tierra". Sobre ese esquema se dispuso una base de cuatrocientos metros cúbicos de hormigón, que los obreros rellenaron en una jornada laboral de veinticuatro horas. Por el efecto distorsivo del cansancio o simple azar climático, el ingeniero asegura que, ese día, mientras la tormenta arreciaba sobre casi toda la ciudad, dentro del parque no llovía.
Para mayo de 1980, la torre –cuyo costo de construcción ascendería a diez millones de dólares– ya se había elevado 120 metros hasta alcanzar la altura de la primera plataforma. Los funcionarios que envió Waagner-Biro para supervisar el trabajo quedaron impresionados con la tenacidad del jefe de obra. "Decían que nunca habían visto a un loco como yo –asegura Vázquez–. Andaba por arriba colgado de la guindola".
Hoy Waagner-Biro es una poderosa empresa que sigue levantando estructuras de acero y vidrio en todo el mundo, desde puentes hasta domos futuristas. Les escribo para contactar a los viejos ingenieros a cargo. "Aunque sabemos que construimos la famosa torre de Buenos Aires –me responde Viktoria Kastelic Gruber, de marketing corporativo–, lamentablemente no tenemos información sobre su realización. Los responsables del proyecto ya se jubilaron". Cuando le insisto pidiéndole documentación, Viktoria pierde un poco la paciencia: "Tiene que entender que acá hacemos al menos cuarenta o cincuenta proyectos al año, y en esa época eran aún más. No tenemos documentación y nadie recuerda nada por acá".
El que sí recuerda todo es Vázquez. A partir de los 120 metros, la torre dejaba de ser una "estructura autoportante", es decir, había que instalar seis tensores que ayudaran a estabilizarla. A 95 metros de distancia de cada lado del hexágono se construyeron seis pilotes de cincuenta metros cúbicos, fundados también en columnas de veinticinco metros de profundidad, que sostienen los cables de acero y hacen que la oscilación de la torre –que al viento debe tener cierta elasticidad para no quebrarse– no supere los 57 centímetros. "La torre se mantiene en pie –dice el ingeniero– gracias a esas fuerzas que tiran cien toneladas cada una".
Mientras la aguja cósmica crecía, todo el parque de diversiones iba tomando forma. Ese "chiquero" que Vázquez había conocido de niño, un lugar ideal para ir a matar sapos, se transformaba de a poco en algo parecido a lo que proyectaban los planos, con la colaboración de expertos como Ronald Shakespear (señalética), Federico Malvárez (sistema de sonido) y Juan Militich (esculturas). A la vez que los problemas financieros se acentuaban (Sidesa quebró antes de fin de año y la municipalidad se hizo cargo de las deudas a través de Banco Nación), el ingeniero empezaba a ser algo así como el Fitzcarraldo de Interama, llevando adelante la obra en las circunstancias más adversas. La fortuna que le habían prometido parecía ahora un espejismo, pero el parque se había convertido en un asunto personal.
"Yo sabía que si no levantaba la torre rápido, el proyecto se caía a pedazos y todo terminaba en una estafa al pueblo", explica Vázquez. "La torre era una garantía de que mínimamente iba a haber un parque. Yo solo dirigía, pero había 4.000 obreros trabajando. Cuando quebró la empresa, cerré el parque como si fuera una prisión, porque los pibes del barrio entraban a afanar. Se afanaron el controlador del carrusel. Un equipo de música de la gran puta para esa época".
Durante la primera mitad de 1981 la estructura creció hasta los doscientos metros finales. Ahora sí, con la antena instalada, los antiguos bañados de Flores eran la plataforma de ese objeto extraño cuyo sentido y propósito casi nadie conocía. Pero Vázquez quería más, y seguía creyendo en el zoofitogeográfico. Los funcionarios ya le habían confesado que no iban a poder pagarle todo lo prometido, que el dinero le iría goteando a lo largo de los treinta años en que se extendiera el proyecto. El ingeniero entonces tomó una decisión casi mítica. "Si iba a vivir ahí haciendo el zoológico, tenía que hacerme la casa dentro del parque de diversiones. Sería un empleo hasta la muerte".
Estamos en el ascensor de la Torre Espacial junto a Claudia Strapko, directora del parque desde 2008, y Roberto Rey, ingeniero a cargo del mantenimiento de la estructura. En condiciones normales, esta cabina fabricada por la empresa alemana Haushahn viaja a una velocidad de cuatro metros por segundo (aún hoy sigue siendo una buena marca), pero el sistema está en reparación y vamos muy lentamente, a velocidad de prueba.
En 2011 Strapko había logrado reabrir el mirador después de ocho años. Al cabo de unos meses, los ascensores empezaron a fallar. Este modelo de Haushahn fue diseñado especialmente para Interama, de modo que hicieron falta unas cuantas reuniones técnicas con expertos de Siemens hasta encontrar la solución. Según confían Strapko y Rey, la torre debería reinaugurarse de acá a pocos meses. Pero tratándose del Parque de la Ciudad, ese Disney World sin final de obra, nunca nada es del todo cierto.
Hacemos una parada en la plataforma intermedia, que hoy funciona como taller de mantenimiento. Piezas de motor de los ascensores, rollos de cables, heladeras viejas y toda clase de herramientas se esparcen por el ambiente hexagonal. De pronto el ingeniero Rey se sale del protocolo: "Les voy a mostrar dónde nacen los tensores", y nos guía por una escalerita hasta una puerta que da a la intemperie, una pasarela metálica que montaron recientemente para verificar el estado de los cables, debajo de las vigas titánicas que sostienen la plataforma 1, con bulones del diámetro de una manzana. La pasarela no tiene más de medio metro de ancho y el suelo es una cuadrícula de reja. El zumbido de los motores que practican en el Autódromo nos llega de a rachas. Vera Rosemberg, la fotógrafa de Brando, dispara desde distintos ángulos, rodeando la construcción. Cuando dobla en el último de los seis lados, un carancho que estaba comiéndose el cadáver de una paloma sale aleteando con un graznido furioso. No necesitamos subirnos a una montaña rusa para experimentar el vértigo.
En el smowing de la Buenos Aires de los ochenta, la torre estaba para grandes cosas. Las plataformas 1 y 2 iban a contener un restaurante giratorio –solo había que instalar un motor de carrusel– y una boîte, mientras que la plataforma 3, a 180 metros del suelo, sería un mirador. Este último objetivo fue el único que se concretó. La torre se habilitó al público el 9 de julio de 1985, casi tres años después de que el parque abriera sus puertas, el 21 de septiembre del 82. A esa altura, Cacciatore ya había renunciado a la intendencia (marzo) y Vázquez había sido despedido (mayo) con una deuda que se presumía incobrable.
"Digamos que un parque de diversiones constituye una representación sintética, una metáfora del mundo de la Ciudad", escribió en julio de 1983 el arquitecto Mario Sabugo en un artículo para Clarín. "En Interama se huele una especie de Postmetrópolis, si bien representada a la manera de Las Vegas, y lejana del expresionismo de Fritz Lang [...] En el movimiento cíclico de los juegos, transcurre la fantasía moderna del desperfecto técnico y la aniquilación".
Cuando cayó la dictadura se desclasificaron los archivos financieros de Interama, que incluían deudas impagas, sobreprecios y balances falsos. El intendente radical Julio César Saguier anuló la concesión y asumió la gestión municipal del rebautizado Parque de la Ciudad. Aunque nunca alcanzó el volumen de convocatoria proyectado, durante los ochenta funcionó bien y mantuvo su vida residual en la década del noventa. En 2003, el jefe de Gobierno Aníbal Ibarra, que nunca había simpatizado con el lugar –deficitario y pasible de accidentes con costo político–, ordenó la clausura basándose en un informe técnico. Mientras tanto, los viejos socios del negociado sostenían una demanda exorbitante contra la ciudad, en un juicio larguísimo que estuvo a punto de costarles a los contribuyentes porteños 4.000 millones de dólares (en 2007, la Corte falló a favor del Estado). El interino Jorge Telerman lo reabrió, poniendo en marcha solo catorce juegos, y en 2008 Macri volvió a cerrarlo por falta de mantenimiento y supuestas falencias en los mecanismos de seguridad.
Por ese entonces, Claudia Strapko, una técnica agropecuaria con buena trayectoria en el Ministerio de Desarrollo Económico, asumió la dirección luego de que su antecesor, Marcelo Morales, fuera descubierto mediante una cámara oculta de América cobrando por izquierda el alquiler del predio para jornadas de filmación. Rionegrina asentada en Lugano, mujer operativa y de carácter, Strapko decidió trabajar sobre lo que tenía: un fabuloso espacio verde completamente desaprovechado. "Lo más importante que tiene el parque son los árboles", dice Strapko en su oficina del complejo. "Es lo único que no se puede comprar con plata y cuyo desarrollo depende del tiempo. Eso no se cambia, no se concesiona y es lo que tenemos que conservar. Hoy que los juegos están apagados, es la naturaleza la que se abre paso acá".
Esa visión ambientalista choca con la lógica de Ciudad del Rock, que le restó una porción de verde al predio y obligó a erradicar decenas de árboles. Strapko aclara que no le gusta mucho el rock, pero dice que los festivales le dan al parque una visibilidad que antes no tenía."La mayoría pensaba que este lugar estaba cerrado, o ni sabía que existía. Esta es una forma de dar a conocer el parque a un montón de gente. Además, se plantaron seiscientos nuevos árboles, especies autóctonas que compensaron con creces los que no soportaron el trasplante".
Un rato después, desde el mirador de la torre, la funcionaria señala el lago y los árboles espumosos del antiguo Sector Internacional, junto a las vías oxidadas del Bayern Kurve, las ruinas del proyecto Imax (una mole cúbica que iba a albergar el primer cine de la franquicia en el país) y el agua limpia de Botes Chocadores, que hoy se usa como pileta para colonias de vacaciones del barrio. "Mirá lo que son esos árboles –dice Strapko–. Parecen sacados de un libro de cuentos. Me fui enamorando de este lugar".
De lo que nunca se enamoró es de los juegos. Y aunque quiere recuperar algunas atracciones inofensivas como Aguas Musicales, su resistencia a la idea de revivir el parque de diversiones se sostiene en varios argumentos. La seguridad ("el mantenimiento de las máquinas nunca fue óptimo"), el presupuesto ("en un país en que la gente se queja del subsidio a los trenes, ¿podemos pretender que el Estado se haga cargo de un parque de diversiones?") y la época ("hoy un chico conecta más con mundos virtuales; fijate que Euro Disney quebró, el Parque de la Costa está en problemas…"). Por último, y sin mencionar voluntades políticas superiores, la administradora parece tener algo filosófico contra los juegos de vértigo. Desde la altura me señala el cadáver del frenético Round-Up: "Yo creo que a los chicos no hay que marearlos; hay que ayudarlos a pensar".
Algunos días después, en un feriado de Carnaval, recorro el parque con Hernán Rodríguez, un técnico electrónico de 35 años que investigó la historia de Interama como pocos y que integra la Asociación Argentina de Amigos de los Parques de Diversiones, una organización que lucha por revivir, o al menos preservar el patrimonio del lugar. Hernán fue público de Interama en los ochenta y también en los noventa, en las vacaciones de invierno de su adolescencia. Es un fanático de los juegos de vértigo, pero además resalta el valor arquitectónico y social del espacio. "Todo esto", dice frente al pórtico del Aconcagua, una construcción revestida con cerámicos al estilo Gaudí, "es algo único en la ciudad". Cuando le comparto la hipótesis de Strapko sobre la decadencia global del rubro, Rodríguez señala las vías de este producto de Schwarzkopf (la Mercedes Benz de las montañas rusas), impecables más allá de los brotes de maleza y los nidos de pájaro. "Si el negocio estuviera en crisis, no habría empresas dispuestas a poner millones de dólares para comprar esta montaña rusa".
Pasamos junto al Alpen Blitz, una montañita herrumbrada que no se enciende desde 1985. Pero el símbolo más bestial de tanta megalomanía fallida es la estructura que se expande a un costado de la Torre Espacial. Vertigorama, cuyo costo fue de cinco millones de dólares –préstamos licuados por la banca estatal, recordemos–, es una de las diez montañas rusas más grandes del planeta, un diseño inspirado de Intamin AG que se impone, con sus rieles paralelos, como el Godzilla dormido de Interama. El juego jamás se habilitó al público por considerarse demasiado violento, aunque las marcas en las vías, según señala Hernán, indican que se hicieron tests de vuelta completa.
Todo acá tiene esa aura de lo épico y lo olvidado, lo mágico y lo deprimente. Los baños están hechos a nuevo, las zonas parquizadas están muy bien mantenidas y los lagos lucen limpios, pero lo que resalta es la escenografía zombi de los juegos cerrados. Strapko, que tiene razones para defender su gestión, dice que los juegos ocupan apenas un 10% del predio, pero en la percepción parecen ocuparlo todo: una fascinante colonia de robots en stand-by.
Después de atravesar el lago adornado con los delfines de Militich, caminamos junto a Hernán Rodríguez por una especie de bosquecito, detrás de Vertigorama y al borde de la playa de estacionamiento que da a Roca, en un área cubierta de pastizales. "Acá iba a ser la casa de Vázquez", dice Hernán, señalando el lugar exacto, como si compartiera las coordenadas de un tesoro. Los cimientos de la construcción todavía están ahí, sobre un montículo del terreno. Vázquez nunca terminó la casa. Y esto es lo que quedó después de una demolición reciente.
Después de Interama, la vida profesional del ingeniero entró en una meseta. "Era como un director de hospital que tiene que volver a dar inyecciones", suele decir él. "Me echaron del parque porque si no me tenían que pagar. Podían haber negociado, porque yo en ese momento agarraba cualquier guita. Inicié una demanda, pero en los noventa renuncié a los honorarios", asegura. "Será que mamé el espíritu de mis tres tíos anarquistas". Durante años, mientras vivía en Chascomús y llevaba adelante la obra de un hotel que nunca terminó, Vázquez mandaba cartas documento a los distintos jefes de Gobierno, instándolos a que cumplieran con las normas de mantenimiento de la torre, porque corrían el riesgo de que sencillamente se viniera abajo. Nadie se ocupaba siquiera de corregir la tensión de los cables, tarea que debe repetirse cada dos o tres años.
Al comienzo de su gestión, después de leer una de sus alertas, Strapko convocó a Vázquez, lo escuchó y ahora es una especie de consejero ad honorem, un custodio espiritual de la torre. "Es un tema muy específico –dice la directora–. Es un objeto único, fascinante, una provocación de la ingeniería, y no hay con qué compararlo". Los tensores deberían ser reemplazados cuanto antes. Según confía Strapko, lo recomendable es cambiarlos cada diez o quince años. Estos llevan más de tres décadas soportando la estructura y su reemplazo todavía depende de una aprobación presupuestaria.
Vázquez, mientras tanto, acaba de salir del Centro Adventista de Vida Sana de Puiggari, en Entre Ríos, donde inició un programa de salud para tratar su afección cardíaca. Vive en Mataderos y apenas sale de la casa para hacer las compras o ir a terapia. Dice que no debería hablar demasiado del parque, de todo lo que pasó, porque hay cosas que lo hacen calentar y él tiene que estar tranquilo. Mantiene una lucha diaria contra su vanidad, y dice con una sonrisa que yo soy algo así como el periodista de la última escena de El abogado del diablo, que en realidad era el demonio camuflado. Pero también le gusta hablar y compartir la experiencia. Para él Interama es un orgullo y a la vez un trauma. "Transformamos un chiquero en un bosque", dice.
"La intención era dar vuelta la ciudad. No se pudo, y es un poco triste. Pero ahora estoy en otra búsqueda. Estoy tratando de ser nadie".