Institución y persona
Con el tiempo, la clase dirigente, no sólo la política, ha ido perdiendo esa percepción de lo que representa para los demás quien ocupa una determinada función social
Al l cumplirse tres décadas del regreso de la Argentina a la vida democrática, numerosos artículos periodísticos recogieron anécdotas de lo sucedido aquel 30 de octubre de 1983. En uno de ellos, escrito por Dani Yako, se transcribió un diálogo que Raúl Alfonsín mantuvo al confirmarse su triunfo en las elecciones. "Lorenza, prepará el traje que nos vamos", reclamó a su mujer. Ella propuso: "Así, en camisa estás bien…", a lo que Alfonsín respondió: "No señor. Soy presidente electo y voy a ir de traje".
Este gesto, aparentemente menor, revela la conciencia que el presidente tenía del significado que a partir de ese momento había adquirido su persona para la sociedad. Ya no era un ciudadano común, sino que en él los demás verían una institución. Con el tiempo, la clase dirigente, no sólo la política, ha ido perdiendo esa percepción de lo que representa para los demás quien ocupa una determinada función social. Al borrarse el límite que en las personas separa lo público de lo privado, las instituciones que ellas simbolizan pierden la trascendencia que las hacen respetables y respetadas. No se advierte que, al asumir la representación de instituciones sociales, se adquiere el compromiso tácito de respetar el simbolismo y reflejar el prestigio que a ellas acompaña.
En alguna oportunidad sostuve que la banalización de su dirigencia deja a una sociedad desprovista de ejemplos que le ayuden a afirmarse cuando intenta superar las crisis que cada tanto la afectan. Es más, esos modelos de superficialidad personal agravan tales crisis al debilitar aún más las instituciones que circunstancialmente representan. Como por definición las instituciones son formales, resulta paradojal que quienes asumen su representación se desesperen por ser vistos como informales. Es que en la sociedad del espectáculo, caracterizada por la vulgarización de las conductas, no importan tanto la reflexión y el juicio ponderado sino la presencia permanente exhibiendo rasgos que acerquen a la persona a la realidad privada. En términos de la anécdota inicial, que es sólo una metáfora de lo que pretendo describir, ¿para qué usar traje si con camisa se está bien?
Un relato de la antigua Roma, que escuché hace algún tiempo al profesor René Balestra, ayuda a interpretar el sentido de estas reflexiones. Contemplando a los soldados que lo aclamaban, Pompeyo –que vestía toga púrpura denotando su poder y autoridad como general y tribuno– pensó que aquella gente seguramente antes había saludado con igual respeto a todo el que hubiera exhibido esos atributos. Dirigiéndose a su amigo y ayudante Licinio, le dijo con la mirada fija en la tropa: "Sabes Licinio, sólo la autoridad de ser dignos nos pertenece para siempre. El poder y la púrpura son prestados. Le pertenecen a Roma".
Efectivamente, son las sociedades las que prestan el poder y la púrpura, las que hacen que quienes las representan, y sólo durante un tiempo, trasciendan a sus personas privadas. De allí surge la importancia de que quien asume esa representación tenga clara conciencia de su rol, que advierta que se es ejemplo por el solo hecho de cumplir una función social relevante. También recurrí alguna vez a un párrafo del escritor Manuel Vicent que resume admirablemente esta idea cuando dijo hace unos años: "Un profesor de Oxford no sabe quién es Lady Di. Y si lo sabe, no conoce su desgracia, y si la conoce, no le importa nada, y si le importa, se lo calla". Hoy en muchos países los dirigentes –políticos, profesores, empresarios, economistas, intelectuales– no sólo sabemos quiénes son los equivalentes locales de la celebridad británica sino que conocemos sus desgracias, nos importan y, lo que es más grave, gozamos haciendo público ese interés. Tal vez los dirigentes deberíamos dar el ejemplo de una conducta que responda a preocupaciones más elevadas que las que nos complacemos en mostrar, asumiendo un mayor compromiso con el rol social que, muy circunstancialmente, nos ha sido prestado.