Indio Solari, misterios de un amor infinito
La movilizante actuación del ex Redondito de Ricota en Tandil reafirmó una liturgia que nunca deja de sorprender
Dos de la tarde en Tandil y en el aire hay un aroma salvaje. Una palpitante multitud llegó hasta esta ciudad para transformar la iconografía del lugar y festejar su proletaria ceremonia. La ruta 226, que comunica el centro con el hipódromo de la ciudad, donde esta noche se presentará el Indio Solari, es una romería de fans (¿40 mil? ¿60 mil?) que hacen asados, toman fernet o cerveza, fuman, caminan y cantan. El público de Solari es un tremendo animal inquieto.
Los seguidores llegaron en sus autos, de cuyos parlantes emanan, rudimentariamente, los inconfundibles aullidos solarianos. La ceremonia llegará al cenit en la noche con el show, pero aquí y ahora el fenómeno expone toda su liturgia: las banderas desplegadas, además de ratificar la pasión por el legendario cantante, son un muestrario de las decenas de eslóganes, de los tiempos Redondos, que están hundidos en el corazón de su tribu.
Recorrer esas cuadras es volver a palpar la profundidad del amor visceral que siente la gente por Solari. Y también comprobar que, entre muchas cosas, sus conciertos funcionan como una industria de la nostalgia. Se celebra el rock, pero mucho más se celebra a la mitológica banda que lideró el músico, hasta la separación en 2001. La gente homenajea a Patricio Rey reeditando la cultura ricotera.
Mientras atravieso, bajo un sol tremendo, esa muchedumbre hormonal que espera ver a su mesías, vuelvo a preguntarme por la naturaleza del vínculo entre Solari y el público. Vi por primera vez a los Redondos a fines de los 80, coescribí una biografía de la banda que me llevó a hablar con decenas de personas que trabajaron con ellos, entrevisté al cantante en el último reportaje que concedió. Sin embargo, pasado el tiempo, enfrentado de nuevo al fenómeno, me sigo sorprendiendo por lo que despierta, me sigue llamando la atención el crecimiento, colosal y desmadrado, de esa afinidad, un tipo de fanatismo más parecido a una adicción que a otra cosa.
Como cualquier personaje inmensamente popular, –pensemos en Maradona o Che Guevara– Solari desata pasiones encontradas en muchas direcciones. Aun así, la profundidad de la relación con su público nunca se ve alterada, ni siquiera cuando pareciera que el cantante no colabora demasiado para que ese afecto se exacerbe. Es que el núcleo duro de esa complicidad está relleno de paradojas.
La primera paradoja, aquella que restalla cuando uno se adentra mínimamente en el vínculo, es lo aparentemente poco que parece haber hecho –o lo poco que hace– Solari para obtener esa adoración desmesurada. Se supone que un artista sólo tiene sus canciones para ofrecer, es cierto, pero en un país pasional como el nuestro, los contratos emocionales del rock suelen estar tamizados por la demagogia o por sutiles gestos de conmiseración del artista en pos de confundir, al menos por un instante, los lugares de uno y otro. El artista es cantado por su público. Y el público absorbe la fantasía de que el ídolo puede ser como él o de que está atravesado por el mismo dolor. En el caso de Solari, eso no ocurre o si ocurre tiene otros matices. Holgado integrante de una clase media alta ilustrada, a los 67 años, Solari poco tiene en común con esa muchedumbre que habita los arrabales del sistema.
Un aspecto sorprendente del primer show que presencié de los Redondos fue el hecho de constatar que la audiencia cantaba, de principio a fin, todas las canciones. Todas. En aquel tiempo, fines de los 80, eso no ocurría con ningún otro grupo. Sin embargo, Solari parecía no darse por enterado de esa situación. En ningún momento de aquel recital tuvo el gesto de compartir el micrófono con el público, delimitando claramente dónde estaban y qué hacían uno y otro. La gente no iba a ver el show de la banda para escuchar rock, iba para consolidar un estilo de vida.
Solari tampoco habló en todo el recital, salvo para decir "hola" y "chau" y para advertir que la policía, afuera, estaba tirando gases, algo que se repetiría –tanto su austeridad oral como la represión policial– a lo largo de casi toda la carrera del grupo. Debajo del escenario, ya en ese entonces, una turba se arremolinaba alrededor de ese misterioso artefacto llamado Patricio Rey.
Pero la paradoja tenía, y tiene, más componentes. Porque a eso, naturalmente, había que sumarle el misterio de las letras, una lírica que, de nuevo, distaba mucho de ser concesiva, llana o sencillamente tribunera. No en vano, incluso tratándose de una banda arquetípica, ninguna o muy pocas hinchadas de fútbol adoptaron como propio un tema de los Redondos, lo que habla de su incomodidad para ese cometido, aun cuando su composición armónica fuese bastante elemental. Hoy, después de tanto escucharlas, desentrañarlas y repetirlas, puedo decir que entiendo hacia adónde apuntan algunas de las canciones, aunque el significado pueda no ser único o definitivo, lo que, probablemente, las haga mucho más ricas.
Sigo caminando por la ruta 226 mientras Mauro, el fotógrafo, se desgañita tomando imágenes y decenas de fans le piden que retrate su amor incondicional, y pienso que es como si la dificultad –otra paradoja– ocupara un rol capital en ese lazo, como si hubiese un componente agónico que retroalimenta, circularmente, el vínculo entre el Indio y los fans. La agonía estriba, entre muchas otras cosas, en la entrega corporal –sacrificial– que históricamente hace su gente para verlo, una suerte de vía crucis al que se somete cada vez que hay una cita. Más de una vez, desde el establishment del rock escuché criticar a Solari por las bajas condiciones de organización, sonido o comodidad dispuestas para su gente, un reclamo que parece tan legítimo como bizantino, teniendo en cuenta que ese mismo público no parece objetar esas condiciones. Atravesando la tribu, viendo a la muchedumbre acampar en pequeños peldaños de pasto irregular, debajo de toldos improvisados o de trailers de camiones suburbanos, esa sensación se ratifica: es como si hubiese una épica del no confort del que la gente se enorgullece como pináculo de su apologético amor, del aguante.
La confesión
La voz, la estampa y la inefable fugacidad de Solari fueron el combo que, al tiempo que conformaba su impresionante aparato de seducción, también le sirvió, por la naturaleza de su propuesta, para alimentar el tono filodramático de su arte. Ese comportamiento enigmático, ese no salir a refutar lo que el afuera elucubraba acerca de la banda o de él mismo, hizo que se dejaran rodar un sinfín de malentendidos sobre su figura.
Por eso fue sorprendente cuando, minutos antes de que comenzara el concierto, cuando el Hipódromo de Tandil ya se había convertido en una colección de cuerpos en combustión, Solari salió solo a escena y se paró frente al micrófono. El estallido fue estremecedor. El músico pidió silencio, y cuando lo obtuvo fue al grano: "Mr. Parkinson me está pisando los talones. Pero bueno, aquí estoy (…) La vida es así. No me van a bajar de los escenarios". Fue algo impactante. Lo que en otros artistas, aun aquellos masivos, podría tratarse de un hecho irrelevante, en el caso de Solari tenía categoría de histórico. Lo elusivo y la distancia siempre fueron sus aliados, herramientas para potenciar el magnetismo. El simple hecho de hablarle al público, y no sólo de cantarle, fue una manera de acortar el océano de enigmas que siempre lo separó de la opinión pública y de sus fans.
Enseguida recordé varias cosas. En primer lugar, si no me falla la memoria, sólo una vez Solari había irrumpido en el escenario antes del comienzo de un show. Fue en los recitales de Huracán de 1994, cuando el campo de juego del estadio se había convertido en un territorio hostil y peligroso. Aquella vez, el músico pidió calma y amenazó con no salir a tocar si los desmanes seguían. Ese ruego y la música de Tchaikovsky puesta por Carmen Castro, la manager del grupo, apaciguaron los impulsos destructivos. Lo otro que recordé estuvo inmediatamente asociado con su discurso, específicamente con su enfermedad. Cuando a mediados de 2012 entrevisté a Solari en un hotel de Nueva York me llamó la atención cierta dificultad suya –un impreciso temblor– para moverse con soltura. Habló y reflexionó con una inteligencia feroz, pero su cuerpo lucía fatigado tras varias décadas de estar sumergido en las aguas –y en los excesos– de lo que él llama la cultura rock. Me fui con la sensación de haber hablado con alguien cuyo poderío físico formaba parte del pasado. En Tandil me enteré de que aquello era Parkinson.
No fue lo único impactante de su alocución. También me llamó la atención la frase "no me van a bajar de los escenarios", una reacción hacia algo o alguien indeterminado, como si parpadeara en algún lugar una amenaza o un adversario que, a esta altura de su carrera, pudiese hacer tambalear o poner en estado de duda su capacidad o su integridad. Ese estado hiperalerta lo experimenté yo mismo cuando Solari, tras quedar disconforme con el contenido de aquel reportaje de 2012, envió un mensaje a los medios sosteniendo que el estilo de vida narrado en la nota –describí a un tipo que viajaba a Nueva York desde hacía 20 años y que consumía toda la cultura de esa colmena fascinante– distaba mucho de su verdadero estatus social. Como si la cultura del placer no fuese una parte quintaescencial de las nuevas generaciones, como si su joven público, alejado ya de algunas antinomias de antaño, fuera a apreciarlo menos porque se exhibe, por una vez, tal como realmente es, un melómano consuetudinario. En los viejos y vetustos cánones del rock, el héroe musical tenía que tener una dosis de privaciones materiales o afectivas que, insólitamente, lo volvían más genuino o lo elevaban a un estadío moral ulterior.
El breve alegato finalizó con una explicación de los cambios de su grupo, los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, pero de nuevo el Indio eligió qué y cómo decir. No se refirió, por ejemplo, a la salida de la dirección musical de la banda de Hernán Aramberri, figura medular en el sonido del cantante, tanto en la época de los Redondos como en su proyecto solista. Sí habló del alejamiento obligado de Pablo Sbaraglia y de la salida del bajista, Marcelo Torres. Lo curioso, de nuevo, es que Solari, en la época de los Redondos, cuando la banda no llevaba su nombre sino el de Patricio Rey, tampoco explicaba las transformaciones en su composición, pese a que hubo varias. ¿Qué operó en Solari para que depusiera su mutismo y se volviera más declamatorio? ¿Qué quedó de aquel hombre que hacía del anonimato un orgullo y un refugio? Es probable que el paso del tiempo, la cantidad de noticias circulantes y el estado de sospecha permanente del que su generación fue víctima –y del que él parece no haberse desligado– lo convirtieron en un hombre más sensible a los dichos.
La hora del show
Con ese cúmulo de información encima, me dispuse a esperar el comienzo del show. No había ido al concierto anterior, pero las reseñas hablaron de un sonido deficiente. En Tandil nada de eso ocurrió: no bien arrancó Nuestro amo juega al esclavo quedó claro que Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado son una implacable maquinaria de rocanrol. Tal como ha sido una constante en la carrera del cantante, la obsesión y el profesionalismo quedaron en evidencia con la deslumbrante performance que logró con su grupo. El show tuvo una buena cantidad de canciones de la época ricotera, lo que permitió que la industria de la nostalgia operara a su antojo. Cimas compositivas como Cruz diablo o La Parabellum del buen psicópata, escasamente interpretadas en otros recitales, conmovieron a sus fans y recordaron por qué el paso del tiempo las convirtió en clásicos. Solari, finalmente, apenas volvió a hablar, salvo para quejarse de que arrojaban objetos al escenario –lo que determinó que abandonara un tema en su introducción– y para despedirse con su parquedad habitual.
Cuando el concierto llegó a su fin, luego de casi tres horas de música y la habitual implosión telúrica que desata el hit Jijiji, el Hipódromo de Tandil quedó como esos lugares por los que pasaba Atila: un terreno donde no vuelve a crecer el césped. Miles de chicos se habían entregado a la causa solariana y habían quedado vacíos de amor. Una vez más quedó demostrado que lo que Solari genera en sus fans es como un virus que se dispara con la música, pero que la trasciende por completo, trepando por el organismo de su gente e instalándose en las terminaciones nerviosas, transformando sus pulsiones y provocando, misteriosamente, un alivio en sus tensiones. ¿Cómo es que alguien que parece no buscar hacerlo se convierte finalmente en un bálsamo? Tal vez, explicar la naturaleza de ese pacto sea tan inagotable o imposible, como explicar al peronismo u otro fenómeno masivo vernáculo. Fenómenos que, huelga decirlo, despiertan amores e inquinas a su paso, pero que nunca detienen su marcha y que, no quedan dudas, trascienden a sus padres fundadores, constituyen un estilo de vida. En una reciente entrevista en La Nación, Christian Ferrer dio una definición posible de lo que es una biografía, una explicación que podría aplicar a cualquier otro objeto de estudio: "Las vidas de las personas –dijo el ensayista– son cápsulas misteriosas: nadie puede ingresar en ellas con absoluta legitimidad". En el caso de Solari, pareciera que ni siquiera él mismo. Su gloria forma parte del viento.
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