Ya no pensaba en el amor, pero en una tierra lejana, dos días bastaron para que su vida cambie para siempre.
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Mónica Lekini ya no pensaba demasiado en el amor. A su edad, los grandes romances estaban reservados para las novelas de pasiones épicas y, tal vez, a algún que otro recuerdo del pasado. Sin embargo, tampoco sentía añoranza de otras épocas, donde vivió el amor como un concepto alejado de la palabra libertad. Ella ya había formado su familia, se había separado hace años, tenía a su hija adulta, un negocio propio y disfrutaba conocer otros paisajes del mundo.
Pero fue un viaje, precisamente, lo que le transformó su visión del amor y la vida.
Auckland, rock and roll y la flecha de cupido
El 11 de mayo de 2017, Mónica pisó Nueva Zelanda por primera vez. Sin saberlo, su existencia estaba a dos días de cambiar para siempre. Llegó como una turista más, atraída por las maravillosas imágenes y palabras que le compartía una gran amiga argentina, casada con un kiwi y con residencia en Auckland.
El 13 de mayo amaneció radiante. En un paseo, Mónica admiró los paisajes de un verde intenso y abundante, respiró profundo y sintió que estaba en el paraíso. “¡Qué fortuna vivir acá!”, pensó. “Las personas te sonríen en la calle sin conocerte y la naturaleza está en tu casa”.
Amante del baile y la música, esa tardecita decidió arreglarse un poco y asistir junto a su amiga al club de Auckland de rock and roll. Llegó sin expectativas, más que divertirse y conocer a los locales en su calidad humana. Y allí, entre pasos y risas, sucedió aquello que jamás hubiera imaginado que podía acontecer a su edad: se enamoró de un neozelandés, un hombre tímido, adorable, educado, que jamás tenía frío. En su lenguaje universal, el baile los había unido y, a partir de aquel día, no se pudieron separar.
“Me llevó a conocer distintos parques y playas de Nueva Zelanda, incluyendo Rotorua, donde cada día que salíamos, también salía el arcoíris”, rememora sonriente. “¡Sentía tanta felicidad a su lado! Me enamoré a una edad en la que ya es difícil hallar el amor”.
La despedida y una decisión: ¿Buenos Aires o Auckland?
Los días transcurrieron mágicos y el 10 de junio, la fecha de partida, arribó inevitable. Las vacaciones y el idilio habían llegado a su fin y Mónica debía despedirse y regresar a una Buenos Aires que, de pronto, se sintió lejana como nunca. Alex, su enamorado, le imploró que pronto volviera, e incluso su hija de 24 años, que tanto se había encariñado con la mujer argentina y tan feliz veía a su padre, le rogó que no se fuera.
Ya en Argentina, hablaron cada día. Se extrañaban demasiado y Mónica pronto comprendió que la vida le había regalado lo más preciado: una nueva oportunidad para el amor. “Le informé a mi familia y amigos que Alex me había propuesto matrimonio y que me iba a vivir a Nueva Zelanda. Mi hija, ya adulta y con su vida formada, me dijo que, si me hacía feliz, me acompañaba en mi decisión; mi hermano, bastante menor que yo, me dijo que estaba loca, pero también me apoyó. Despedir a mis sobrinas, sin embargo, fue duro, las extraño mucho”.
A Nueva Zelanda regresó el 18 de septiembre. Alex la recibió con un abrazo eterno en el aeropuerto para comenzar una nueva vida. Se casaron el 15 de diciembre de 2017 en Auckland y el 14 de abril de 2018 por iglesia en Argentina, junto a toda su familia. Mónica creyó que soñaba, nunca antes había contraído matrimonio y su felicidad fue plena.
Veintidós cartas para probar el amor
Pero haberse casado con un neozelandés e integrarse a la comunidad con soltura, no significaba que Mónica ya fuera legalmente parte de aquella amigable sociedad. Lograr la residencia fue una experiencia dura.
“Sinceramente, ese fue el único trago amargo vivido hasta que me dieron la visa de pareja y trabajo, y ahora, y, finalmente, la residencia definitiva, no sin llorar un poco. Tuve que presentar el registro de todos mis movimientos, y mis vecinos, amigos y los hijos de Alex redactaran veintidós cartas contando que aprobaban la relación y que nuestra historia era una de amor real”.
“Aprendí lo que se siente estar casada y tener libertad”
Casi cuatro años han pasado desde que Mónica dejó la Argentina para visitar a una amiga en Nueva Zelanda, sin otra idea más que la de gozar de unas prometedoras vacaciones. Allí, en el pequeño país del Pacífico, dos días bastaron para cambiar su mundo. A una altura de la vida en la que jamás hubiera imaginado encontrar el amor, este la esperaba con el corazón abierto para llevarla hacia su destino inesperado.
“Hoy, después de tres años y medio viviendo acá, con mi esposo nos amamos más que el primer día. Él es un adorable ser, muy bueno, muy querible”, se emociona. “Aprendí lo que se siente estar casada y tener libertad total para salir a bailar tango, ¡tengo un gran grupo de amigos de tango! Alex me recuerda la hora, cuando se me hace tarde, y me sugiere qué vestido me queda mejor. Voy a la playa y a cenar con mis amigas, y estamos pensando en un lugar para vacacionar entre nosotras. En mi generación en Buenos Aires, en general, no lo vivimos así con nuestras parejas. En Nueva Zelanda, el respeto al prójimo y su independencia es muy diferente a la manera argentina, y tenemos mucho que aprender de ellos”.
“No me equivoqué con mi amor, aunque extraño mucho a mi familia en Argentina. ¡Rezo mucho para que no les pase nada! Soy muy creyente y vamos a misa con Alex todos los domingos. Él se hizo católico para casarse conmigo por iglesia y hoy me acompaña en los pedidos por una Argentina mejor”.
“Descubrí un lugar en el mundo fascinante y diferente a todo lo que conocía. Encontré un paraíso terrenal y vino acompañado del amor de mi vida. El arcoíris sigue saliendo cada día”.
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