Un amigo californiano le enseño a hacer cerveza artesanal en la terraza de su casa y se volvió a Mar del Plata con un kit amateur de elaboración. La primera tirada le salio horrible, pero insistió y hoy vende 600 mil litros por año.
Este hombre se llama Tim Patterson, toca la guitarra más o menos bien, es fanático de Nirvana y no sabe –ni tampoco sabrá– que, gracias a él, se va a generar una de las fórmulas cerveceras argentinas más exitosas de los últimos tiempos. No sabe porque, al día de hoy, nadie se lo ha dicho, pues no se conoce, a ciencia cierta, adónde corno se ha ido.
Patterson vivió toda su vida en San Francisco, California, pero en 1993 se mudó a Cabo Cañaveral a hacer un posgrado de Ingeniería Química en el Florida Institute of Technology. Le gusta el tenis, el básquet, rascarse el higo, y, cada vez que puede, corre a la playa a hacer surf, pero mide 1,95 y es medio queso. Alquila un departamento de tres ambientes un poco alejado de la costa y, para reducir gastos, coloca un aviso en la cartelera de la universidad buscando roommates. Un japonés, que estudia ciencias de la computación y un alemán, con cara de perro, que nadie recuerda qué estudia, se mudan con él y comparten gastos. Ninguno sabe lo que les espera. Tim les muestra los dormitorios, cómodos, privados, pero evita hacer mención a los cacharros que atesora en el balcón. Ni habla de la probeta. O las botellas vacías arrumbadas. El balde de plástico con capacidad para 20 litros. O el densímetro para medir azúcar. Y, mucho menos, les advierte del olor. Pero el balcón de Tim ya es historia y forma parte de la leyenda de lo que vendrá después.
El primer día de clase de Química –una clase reducida con menos de 15 alumnos, la mayoría asiáticos–, Tim se hace de un amigo latino: Leo Ferrari. Ferrari le dice que viene de una ciudad remota, bella y también playera llamada Mar del Plata. Alquila con su esposa un departamento pequeño frente al mar. Coinciden en todo: el tenis, el básquet, el surf. Se apuntan para estudiar juntos y para ir a la costa. Viven a 30 cuadras de diferencia, así que su amigo Leo le guarda la tabla en su casa.
Un día, Patterson llega con unas botellas sin etiqueta. "Es cerveza", le explica. "La hago yo." Las ponen en la heladera, a la hora las destapan y brindan por él. Pero la cerveza es un espanto. Es lo de menos: Leo y su esposa Mariana Rodríguez quedan prendidos con la idea. Son apasionados de la cerveza. Pero compran en el súper las más económicas: Milwaukee’s Best, 7,99 dólares el pack de 24 latas de 330 ml. La cerveza es lo más cercano que tienen de sentirse argentinos en todo Cabo Cañaveral.
Tim explica que es la primera vez que hace cerveza. Acaba de comprarse un kit por 250 dólares que encargó por catálogo en una tienda de Atlanta. El kit incluía el libro El placer de hacer cerveza en casa, de Charlie Papazian, , un ingeniero atómico que terminaría convertido en fundador de la Asociación de Cerveceros en los Estados Unidos. Ninguno de ellos lo sabe aún: pero ese libro de 390 páginas es la biblia de los cerveceros artesanales –25 reimpresiones, 900 mil ejemplares vendidos–. Patterson siente que, quién sabe, quizás se salteó un paso. Confundió un elemento. Compró la materia prima en el lugar equivocado. El libro de Papazian es contagioso. Allí escribe sentencias cargadas de aliento como:
"¿Cómo comenzó la civilización? Con una cerveza. Los primeros agricultores de granos crearon su propia cerveza. Y, sí, eran cerveceros caseros."
Leo y Mariana se comprometen a ayudarlo. Juntos, revuelven tachos de basuras, piden a amigos que guarden envases y rastrean todo bar en busca de botellas para reciclar. Limpian y esterilizan las botellas encontradas, para dárselas a Tim. Pero le piden una condición: quieren ver cómo lo hace.
Necesitan visitar en varias oportunidades el balcón de Tim para asistir al proceso completo. Hay días en que Tim cocina los granos. Y otros en que aguarda su fermentación. Allí es cuando ocurre el pico de olor en la casa. Una semana entera donde su roommate alemán farfulla puteadas que nadie puede traducir.
Leo está maravillado: su amigo, que a duras penas hace equilibrio en la tabla de surf, hace malabares entre mangueras y tachos, como un genio loco de laboratorio. La segunda producción es un éxito. Patterson no descuida ni una coma del libro de Papazian. Los amigos brindan por la fórmula.
Los marplatenses sueñan con comprar su propio kit. Pero no tienen dinero. Mariana, embarazada de Chiara, primera hija de la pareja, no tiene visa para trabajar. El gobierno norteamericano le aporta 800 dólares de beca para los estudios de Leo. Pero el alquiler cuesta 400. Apenas les alcanza para sobrevivir. Ferrari jura que, con su primer sueldo, se comprará uno. Termina el posgrado en tiempo récord: un año y medio para rendir doce materias –en todas sacó A, la mejor puntuación– y una tesis sobre contaminación ambiental en edificios cerrados. Antes de emprender su regreso a Mar del Plata, Tim llega con un bolso gris enorme: dentro, un flamante kit cervecero de obsequio de despedida. Suma el libro de Papazian, junto a una bolsa de extracto de malta, lúpulo y un set de levaduras. 1994 no es un buen año para Patterson: sus mejores amigos lo dejan y su ídolo Kurt Cobain también lo abandona, escopeta en mano. Pero el gesto da pronto sus frutos.
Los Ferrari, con Chiara recién nacida, despachan muebles, libros y computadora en un barco que tarda cuatro meses en llegar a destino. Tienen un momento de indecisión: o llevan el moisés en el avión. O llevan el kit cervecero. Eligen el kit.
Leo instala el regalo en el quincho de su casa. Tiran 20 litros, de la primera producción, por el inodoro. Esta vez, la levadura, fuera de la heladera por más de una semana, se puso mala durante el viaje y fermentaron los microorganismos incorrectos. Tal vez descuidaron algún consejo del libro. Para no cometer más descuidos, los Ferrari hacen estos apuntes en una libreta:
- Conseguir colador para granos de malta. Hasta entonces, emplean uno de fideos.
- Disponer muchos repasadores. La primera cocción les deja las manos llenas de quemaduras.
- Comprar un mejor quemador para hornallas. El quemador que tienen es demasiado pequeño para la olla. Y elaborar el caldo de la malta, un proceso que debe llevar menos de siete horas, les demanda más de doce.
- Leer completa la biblia de Papazian.
Leo está empleado en una fábrica de productos químicos, como responsable del área de normas de calidad y medio ambiente. Destina los fines de semana –tardes enteras quemándose las manos– para cocinar cerveza. El proceso demora dos meses y obtiene, con el kit de Tim, 40 porrones, unos 15 litros. El segundo experimento de cerveza rubia es impecable.
Ferrari consigue, en pequeñas cantidades, insumos regalados de una cervecería amiga en Santa Clara del Mar. Compra ollas más grandes y produce durante seis meses tandas de 30 litros. Concibe cervezas con pasas de uvas. Otras con miel. A cada producción le pone número. Su hermana le pide para el casamiento una producción de cerveza 19.
Ferrari invierte cinco mil dólares y construye su propio kit con soldadores de la empresa donde trabaja. Tiene tres hijos. Aún paga su casa en el Grosellar, una reserva en Mar del Plata. Pero lo primero es lo primero. Gracias al nuevo kit, produce hasta 80 litros. Los vecinos, atraídos, le tocan el timbre. Le piden probar esa cerveza que está en boca de todo el barrio. El no vende. Regala. Dice que, si las vendiera, después no tendría forma de proveerlos de más cerveza, excepto que renunciara al trabajo y se encerrara todos los días a fabricarla –cosa que hará recién en el 2005–. Consigue, de la maltería que produce para Quilmes, comprar 500 kilos de insumos que almacena en el garaje. Suficiente para dos años.
A fines de 1997, en un semáforo de la avenida Colón, Ferrari se cruza con Pablo Rodríguez, viejo amigo de la carrera de Ingeniería Química. Rodríguez crea máquinas de acero inoxidable para compañías alimenticias y asesora a una cervecería. Le ofrece asociarse: él se ocupa de la maquinaria. Ferrari, de la producción. Un año más tarde, abren un restaurante en Mar del Plata, con 80 cubiertos donde, además, ofrecen su propia cerveza, que cocinan a la vista. Piensan qué nombre ponerle. Quieren algo que remita a su origen latino –para distinguirse de las cervezas alemanas– y que además evoque a Mar del Plata. Cervemar no les convence. Y Mar del Veza queda como el culo. Un primo les propone Antares, la estrella que guía a los barcos. Al logo le suman una estrella, símbolo de los alquimistas, primeros cerveceros de la historia. Al poco tiempo, instalan una planta en un galpón y distribuyen sus propias cervezas más allá del local. En pocos años, Antares se convierte en una de las cervezas artesanales de más ascenso en el mercado.
Quilmes, alertada, decide competir con su propia línea de cerveza, dice, artesanal. Pero Antares ya salta fronteras y es objeto de culto de cerveceros del mundo. Este año ganan el campeonato sudamericano con la cerveza de miel. Y de las seis que candidatean, cinco obtienen medallas. En el 2010, convocan a Ferrari como jurado del mundial de cerveza, en Chicago, donde se codea con maestros cerveceros de Heineken, Sudáfrica, de cerveza Kirin, de Japón, y el legendario Jamie Floyd, de la familiar Three Floyd, de Estados Unidos.
En el 2005 viaja a Cabo Cañaveral y pregunta en la universidad si, en los registros, figura el nuevo domicilio de un alumno llamado Tim Patterson. Pero no hay nada. Aún hoy, no sabe dónde está su amigo.
Un día, llega a Mar del Plata un experto de vacaciones. Ferrari lo invita a probar sus siete estilos de cervezas. El viajero queda encantado. Dice que su cerveza de miel es una de las mejores que ha probado. Ferrari toca el cielo cervecero con las manos, mientras Charlie Papazian deja su bar con un pack de Antares bajo el brazo y empieza a contar por el mundo la leyenda de la espléndida cerveza artesanal que comenzó con una pareja de marplatenses, un amante de Nirvana y un balconcito maloliente.
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