A principios de los 80, para escaparle a una crisis económica, la familia Bircz apostó a los juguetes para esas niñas que buscaban hacer algo más con sus muñecas que mandarlas a dormir. Hoy, son un clásico.
Por Cicco / Foto de Ignacio Sánchez
Esta es la casa de los Bircz, en el barrio de Floresta. Tiene techo de chapa. Patio interno abierto. Y todos los cuartos dan a ese patio. Es, lo que se llamaba por entonces, una casa chorizo.
Estos son los niños Bircz: Yael, la mayor, ahora es un pequeña. Cuando sea grande, estudiará administración de empresas. Ronit es la del medio, futura licenciada en turismo y hotelería. Él, Mariano, el más chico, estudiará informática en el ITBA.
Y, finalmente, el matrimonio Bircz. Ella es Ana. El título indica que es economista, pero en la realidad es profesora de Economía Política, Administración de Empresas y Geografía Económica en escuelas secundarias: una en Villa Luro, otra en Flores, otra en Almagro. Trabaja en siete divisiones, más de 200 alumnos. Este es el auto con el que Ana Bircz enlaza cada una de esas escuelas: un Fiat 600, el mismo que usará luego para trasladar los insumos y los productos que la harán reconocida.
Él es Héctor Bircz. Ingeniero químico. Pasó con su familia un año y medio viviendo en un kibutz en Israel. A la vuelta, se empleó en Plástica Fish, una empresa que se dedicaba a hacer palanganas, productos de bazar, envases para champú. Héctor es jefe de fábrica.
A pesar de que ambos Bircz están empleados, el dinero no alcanza. Las cenas de los Bircz consisten, mayormente, en salchichas con puré. Y, a veces, solo puré.
Los Bircz piensan qué hacer para salir del pozo. Mientras los chicos juegan en el patio, Ana dice: “Juguetes”. Y Héctor repite: “Juguetes”. Ambos coinciden: “Hagamos juguetes”. Son los 80. Hay Playmobil, ladrillitos, algún que otro muñeco articulado importado. Hay autitos, claro. Pero ¿para las niñas? La oferta se reduce: hay bebotes, muñecas. Ropa para muñecas, ropa para bebotes. Y paremos de contar. “Hagamos un juego de platitos y tazas para que jueguen con la muñeca”, propone Ana. Dan una seña a un fabricante. En eso, la empresa manda a Héctor a la exposición anual de plásticos en Düsseldorf, Alemania. A la vuelta, visita a su hermano en Haifa, Israel. Es el año 1983. El año que cambia el destino de los Bircz. Y en una juguetería de Haifa, Héctor la ve: una valijita para niñas. Contiene mamadera, pañal, manta. Los elementos para una niña que juega a ser mamá con su bebote. La valijita es made in Alemania.
De regreso, paran el proyecto del juego de café y concluyen que lo que buscan es justamente hacer una valijita así. La valija es intrigante, un complemento ideal para las niñas que buscan hacer algo más con sus bebotes que mandarlo a dormir y darle palmaditas para que haga provechito.
Demoran un año y medio, hasta que los Bircz tienen su propia valijita. El proyecto les come aguinaldos, horas extras, vacaciones.
Imprimen unos papelitos y los distribuyen por el almacén, la verdulería y el kiosco del barrio. “Buscamos armadores de juguetes”. Con un puñado de vecinas, colocan adhesivos e insumos de bebé. Ana crea el diseño calcando dibujos, en especial de Sarah Kay. Y les pide a sus hijos que los coloreen. Y, sobre el final, empapan la valijita con perfume.
Piensan llamarla Julieta. De hecho los stickers, pegados a mano por los Bircz y las vecinas, dicen “Julieta”. Pero cuando van a inscribirla como marca descubren que ya alguien patentó el “Julieta”. La célebre Julieta Magaña. Como ya tienen las valijitas listas para salir, deben replantear el asunto con velocidad: “¿Y si hacemos Juliana?”, se dicen. De ese modo, en lugar de cambiar todo el sticker, solo deben modificar dos letras. Y Juliana queda.
Es el año 1984. Y los Bircz ensamblan 2.000 valijitas que apilan en el patio. Son las vísperas del Día del Niño. Norberto, padre de un compañero de escuela de sus hijos, es vendedor mayorista en jugueterías. Así que le entregan a él las 2.000 valijitas. No piensan los Bircz dedicarse a hacer juguetes. A Ana le gusta ser profesora. Y Héctor está a gusto en la fábrica de plástico. Solo apuestan a eso como una forma de que sus hijos no coman salchichas con puré de por vida.
Pero Norberto, el padre del compañerito, a los dos días regresa con una noticia inesperada: “El lunes que salí vendí 700. Y ya para el jueves vendí todas”, les anuncia. Y pregunta: “¿No tienen más?”.
Los Bircz invierten las ganancias por 2.000 valijitas vendidas y producen ahora 5.000 extras. Son tiempos de fragilidad artesanal, donde todo queda en familia y donde la fábrica de las valijitas es el patio abierto de la casa chorizo de los Bircz en Floresta. Y un claro patio abierto: la producción de los Bircz está a merced de las inclemencias del tiempo. Cada dos por tres, cuando Ana y Héctor escuchan la tormenta descargándose sobre su techo de chapa, despiertan a los niños y, entre los cinco, rescatan las valijitas mojadas y las ponen bajo techo: en las piezas, en la cocina, donde sea.
El oficio nuevo a veces se paga caro: poco antes de distribuir las valijitas, los Bircz descubren con espanto que los adhesivos de sus 5.000 valijitas se desprenden cual hoja al viento. Y no les queda otra que comprar un nuevo adhesivo y pegarlos, de nuevo, a mano. Esas 5.000 cajitas malditas.
Pero Juliana fue, es y será una pegada: esas 5.000 valijitas se venden también en cuestión de días. Ese primer año producen 10.000 y agotan.
Con el tiempo, los Bircz alquilan un depósito de 100 m2 donde almacenar las valijas y viajan cada año a ferias internacionales de juguetes. De tanto pedir francos, Ana decide renunciar a dar clases.
Suman valijitas temáticas a Juliana para dar más libertad de elección. Ana quiere que su Juliana sea emprendedora, femenina, con los ovarios bien puestos. Y para salir al cruce de un mundo laboral machista de los 80, lanza la valijita de Juliana doctora, que también es un éxito. Los Bircz suman profesiones: veterinaria, ecologista –no les va muy bien– y cuanto oficio se le ocurra.
Lanzan a un ritmo de dos por año: en 32 años de Juliana, ponen en circulación 64 modelos diferentes.
Todo va valijita en popa hasta que llega el temido 2001 y su crisis y su desparramo de fábricas cerradas. Los Bircz, al igual que todo juguetero, están entre la espada y la pared: sus valijas no se venden y piensan seriamente en anunciar la quiebra. Pero sus hijos, ya mayores y recibidos, les piden que insistan. Los tres se suman a la compañía. Yael, la mayor, es ahora gerenta y administradora de la empresa. Ronit se dedica al desarrollo de productos. Mariano, el menor, ingeniero en informática, se perfila para la matricería de las valijas, para la importación y las licencias.
Cuando todo queda en familia, a Ana se le ocurre una idea para sobrevivir a la crisis: emplear los componentes de descarte de las valijas, reducir el producto, cambiar el envase y abaratar el precio final. Así, lanzan la versión económica: el cofre Juliana, transparente y más blando. Aun con el sálvese quien pueda, los cofres venden a lo pavote. Sacan 12.000 y acaban vendiendo en un año 40.000. En los seis siguientes, agotan 300.000 cofres.
Superada la crisis, los Bircz inauguran en 2003 su propia cadena de jugueterías: City Kids, que con el tiempo llega a 12 locales. Estrenan valijitas, desde hace siete años, con licencias de Disney.
Además, desde hace 15 años, fabrican productos para bebés: pelelas, butacas para autos, bañaderas. Y les va muy bien. Además, desde 2003 distribuyen en Argentina la famosa línea italiana de bebés Graco.
En cuanto a las valijitas Juliana, ya son un clásico: los Bircz venden a un ritmo de más de 200.000 al año. Y este 2017 esperan lanzar una línea audaz: Juliana tatuajes. A pesar de las tablets, la Play, Netflix y la mar en coche, las chicas siguen intrigándose por abrir sus valijas.
Con la empresa en formato for export –Uruguay y Paraguay–, con su propio departamento de marketing y diseño, los Bircz aún atesoran un objeto cual cábala familiar. Una valijita original, de aquel primer Juliana Mamá. No tendrá todavía el olor a perfume, pero, milagrosamente, la caja se ve como nueva y los stickers siguen en su lugar.
LA NACION