Un joven emprendedor adaptó el confort del pijama a la ropa de calle y creó una línea de pantalones ultracómodos con estampados llamativos.
Por Cicco / Foto de Ignacio Sánchez
Hay un nene que se llama Augusto Mustafá, que vive en el barrio de Belgrano y que tiene la mala fortuna –o la bendición, si es por el desenlace de esta historia– de tener seis hermanos. Y todos ellos –Martina, futura actuaria en Economía; Lucía, recibida en Administración Hotelera; Guillermina, maestra jardinera; Emilia, estudiante de Medicina; y Euge y Malena, mellizas–, todos ellos son todas ellas en la familia Mustafá. Todas hermanas. Es natural que para el pobre Augusto –como dijimos, el afortunado Augusto–, en lugar de ayudar a combatir a los Power Rangers contra las fuerzas del mal o de jugar carreras de autos por la casa, una de sus pasiones fuera visitar a su abuela Mónica, en Recoleta. Abrir el ropero y probarse todo el vestuario de la abuela, que incluía gorros y tapados de piel con olor a naftalina. Se los probaba, se miraba en el espejo y se decía: “No está mal”.
Su padre Alberto, como podrá imaginar, tenía una gran esperanza en su único hijo. Él era dueño –lo sigue siendo– de MCW Argentina, una empresa de diseño y construcción de stands, y representa a hoteles en el Caribe y Puerto Vallarta. Alberto hace alianzas con las agencias de viaje. Los interesa por sus destinos. Y, cada dos por tres, hace lo que todo el mundo hace para multiplicar su exposición: lidia con famosos. Así fue como desde Diego Latorre y su mujer hasta Campi y su esposa fueron a conocer sus hoteles por el Caribe, all inclusive.
Desde los 18, Augusto, el Mustafá II de la familia, trabajó con su padre. Organizaba los fan tours llevando agentes de viajes a conocer su destino. Y trataba de igual a igual con gente que lo doblaba en edad. Viajaba hasta tres veces por año y su cutis, siempre amaderado por el sol del Caribe. Estuvo cuatro años trabajando con papá Alberto.
Pero la historia de Augusto, si no daba un volantazo a tiempo, hubiese sido una historia de continuidad y, para él, apatía. “No quiero que me conozcan siempre como el hijo de…”, les repetía a sus amigos y a mamá María, ama de casa.
Desde chico, tenía un extraño don estético: a los 12 calzaba unas Converse verde loro y, cuando le tocaba entrenar al rugby en el Belgrano Athletic, se ponía las jogginetas espantosas de la escuela y se subía la media sobre la botamanga. No se hizo muy célebre en la cancha, pero sí se hizo reconocido, aun a la distancia, por la extraña forma de combinar la ropa. Algunos lo llamaban audaz y vanguardista. Y otros, la gran mayoría, lo llamaban, lisa y llanamente, pesadillesco.
Pero ahí lo tenemos a Augusto, joven y tenaz. En sus viajes por el mundo, gracias al trabajo con su padre, se trae más y más ropa. En especial, pantalones escoceses, con dibujos, colorinches, al borde de lo payasesco. En el exterior, sobre todo en el Caribe, donde todo es color y alegría, pasaba desapercibido, pero en la Argentina, donde todo es gris caño de escape y pesadumbre piquetera, lo trataban de loco y, por poco, generaba debates sociales a ver si había que medicarlo o no.
Augusto se pasaba todo eso por el reverendo forro de su pantalón loco. Estudiaba publicidad –no terminó– y estaba decidido a hacer su propio camino cayera quien cayera. Y, en octubre de 2012, con US$ 600 que tenía ahorrados, se dijo: “Voy a fabricar mis propios pantalones y le voy a cerrar a toda esta gente la bragueta”. Y así fue. Llevó a su abuela Mónica, la del ropero, un pantalón escocés que había traído de Forever 21, en Estados Unidos, y le pidió que hiciera un molde. Y luego fue paseando por los talleres de Once explicando a la gente qué clase de trabajo quería y, principalmente, explicándoles que no estaba loco. “Quiero hacer esto, pero no sé qué necesito”, le dijo al primer tallerista. Augusto tomó nota y apuntó: tela, cordones, elásticos, ojalillos. “¿Oja qué?”. “Por donde pasa el cordón”, le explicaron. Y así, a cuenta gotas, aprendió el oficio.
Su primera producción fueron 80 prendas. Y su primer local, por así decirlo, fue el living de la casa de sus padres en Belgrano. Tiraba los pantalones en los sillones y recibía clientes que tocaban el timbre de 17 a 19, a la salida del laburo. El boca en boca fue casi epidémico: en poco tiempo, le tocaban timbre hasta la medianoche. La gente pensaba que esa casa era un showroom hecho y derecho. Hasta que mamá María, que debía recibirlos día y noche –su hijo aún trabajaba con el padre–, puso el grito en el cielo. Y chau showroom. Augusto lo trasladó a un departamento en el mismo edificio de la oficina de su padre. Plantó un teléfono en la puerta y, cuando se acercaban clientes, lo mensajeaban y Augusto corría a atenderlos.
Pero los clientes se multiplicaban. Y las corridas también. Hasta que a los pocos meses Augusto le dijo a su papá que dejaba el trabajo. Alberto le hizo solo una pregunta: “¿Eso es de verdad lo que te gusta? Entonces, te apoyo”. Tenía 20 años.
A mediados de 2013 conoce a Fermín Laborde, su futuro socio. Fermín le compra parte de la sociedad y con eso adquieren máquinas: collareta, cinturera, overlock. Y generan, para colocar las prendas, un tubo de cartón coleccionable con una letra de las ocho del nombre de su emprendimiento, que por poco me olvido de mencionarlo: Elepants.
Lo que hacían se vendía. 250 pantalones al mes. En los primeros tiempos, los Elepants venían con cordón de mercería con la punta quemada para que no se deshilachara. Luego, máquinas mediante, lo hicieron con puntera con la marca. Lo mismo los ojalillos. Las máquinas también mejoraron la calidad de las costuras. Y, gracias a la nueva tecnología, pudieron dejar de comprar telas y empezaron a hacer sus propios diseños.
Ese mismo año, Elepants se coló en la puerta grande de la cultura pop: la tira Aliados de Cris Morena. Luego se sumaron famosos –Lora Morán, Malena Viale– y estrellas rutilantes de YouTube.
Un año más tarde, inauguraron oficina propia en Córdoba y Callao. Contrataron diseñadora y durante tres meses, para pagar el salto, se quedaron sin cobrar, ellos los socios, un sope.
En 2015, inauguraron local propio en Recoleta. Y, ese mismo año, aunque no lo crea, llegaron al pico de ventas: 30.000 pantalones cada mes. Y facturaron $20 millones –10 veces más que en 2014–. Y, en 2016, escaló a $90 millones. Y, para este año, Augusto espera crecer un 20%.
Ya tiene 60 personas trabajando full time. Más otras 20 que se encargan de sus seis locales propios: tiene 28 locales en total y 140 puntos de venta.
Hizo del eslogan “no importa lo que digan” una bandera de guerra contra los jueces sociales que dicen qué se puede usar y qué no. Y cada vez reúne más cruzados en su causa.
Ahora, cada vez que viaja al interior, Augusto ve sus pantalones, los stickers de la marca en los coches, y siente que todo eso tiene el sabor dulce de un emprendimiento exitoso teñido de venganza estética juvenil.
Para este año piensa abrir cinco nuevas franquicias: Catamarca, Jujuy, Mendoza, Tucumán y Bahía Blanca. Y arma, en este mismo momento, un equipo de desarrollo en Estados Unidos para expandir sus Elepants en Colombia, México, Uruguay y Chile. Y, cuando salen notas elogiosas de su emprendimiento, se las manda a la abuela Mónica, la que de chico le daba vía libre en su ropero y luego le hizo el primer molde. Su primera fan.
A pesar del éxito y la expansión, al día de hoy, en reuniones de trabajo, aquellos que no saben a qué se dedica el muchacho le dicen: “¿Qué pasó?”; “¿Te viniste con el pijama?”; “¡Cómo cuesta salir de la cama, eh!”. Y Augusto, ya sobreviviente de muchas batallas, les responde: “Yo estoy cómodo. Vos con tu jeans, no creo”. Ya no se trata solo de pantalones: ahora tiene una línea de remeras, buzos, camperas, trajes de baño, gorras y abrigo. Y hasta una línea de pantalones jogger que no son cuadriculados. Para que vean que aún su venganza estética tiene mucha tela para cortar.
LA NACION